La Villa 20, en el barrio de Lugano, quedó en el centro de la escena en estos días, porque en ese territorio volvió a hacerse visible una forma de ejercer la violencia que atraviesa a la ciudad de Buenos Aires y a la Argentina. Lo que ocurre en Villa 20 no es una excepción ni un episodio aislado: es la expresión concentrada de una lógica que se repite, con especial crudeza, en los barrios populares.
El asesinato de Gabriel González, cometido por efectivos policiales, vuelve a inscribir al barrio en esa historia. Gabriel era vecino de Villa 20, trabajador, parte de su comunidad. No hubo peligro inminente, enfrentamiento real ni situación alguna que justificara el uso de la fuerza letal. Fue gatillo fácil, fue violencia institucional. Su asesinato se suma a una secuencia que el barrio conoce demasiado bien.
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El 25 de diciembre, la Policía de la Ciudad asesinó a Juan Gabriel González en la Villa 20. Estaba desarmado y no representaba ninguna amenaza.
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— Mapa de la Policía (@mapadelapolicia) December 26, 2025
Si se toma como referencia el período que va desde comienzos de los años 2000 hasta la actualidad, Villa 20 concentra una continuidad que duele tanto como interpela: jóvenes asesinados en el marco de intervenciones de fuerzas de seguridad, denuncias que se repiten, nombres que no terminan de irse.
En el año 2000, Gabriel Omar Pipi Álvarez fue asesinado en Villa 20 en un caso de gatillo fácil. En ese mismo período, Daniel Barbosa y Marcelo Acosta también fueron asesinados en el barrio. Hechos distintos, un mismo patrón: violencia institucional ejercida sobre un territorio históricamente estigmatizado.
El 1 de abril de 2005, Camila Arjona, una adolescente de 14 años embarazada, fue asesinada en Villa 20 en otro caso de gatillo fácil. En 2009, Jonathan Kiki Lezcano, de 17 años, y Ezequiel Blanco, de 25, fueron asesinados por disparos de un efectivo de una fuerza de seguridad, y sus cuerpos fueron enterrados como NN, extendiendo la violencia más allá del asesinato. En agosto de 2014, dos adolescentes de 16 y 17 años fueron asesinados durante un operativo; otros jóvenes resultaron heridos y, cuando el barrio salió a reclamar, la respuesta volvió a ser la represión.
El 25 de diciembre de 2025, el asesinato de Gabriel González vuelve a inscribirse en esa secuencia de asesinatos cometidos en el marco del gatillo fácil y la violencia institucional en los barrios populares.
A esa continuidad, en la Argentina, se la llama gatillo fácil: el uso ilegítimo y letal de la fuerza por parte de agentes de las fuerzas de seguridad contra personas que no representan una amenaza real. No es una discusión semántica. Es una frontera democrática. En cualquier democracia, el uso de la fuerza —y, en particular, la fuerza letal— está limitado por criterios estrictos de legalidad, necesidad y proporcionalidad; debe ser excepcional, controlado y rendido ante la Justicia. Cuando esos criterios se violan, lo que queda expuesto no es un exceso aislado, sino una falla grave del sistema de garantías.
Esta violencia no se explica solo por decisiones individuales. Responde a un problema estructural: márgenes amplios de discrecionalidad, controles débiles y culturas institucionales que siguen leyendo determinados territorios y determinadas vidas como objetos de control antes que como sujetos de derechos. Aun con reformas y cambios de gestión, esas prácticas no siempre se desarman; muchas veces se reciclan. No se trata solo del gatillo que aprieta un agente, sino también de las cadenas de mando, de las órdenes implícitas, de los incentivos y de los encubrimientos que vuelven posible que se repita.
La violencia institucional no empieza con el disparo ni termina con el asesinato. Continúa en los relatos oficiales que se construyen, en la sospecha que recae sobre las víctimas, en la criminalización de los barrios, en las dificultades para acceder a la verdad y a la justicia. La verdad también es una disputa material: quién resguarda la escena, quién produce las pericias, quién controla cámaras, quién escribe el primer relato. Sin resguardo probatorio independiente desde el primer minuto, la impunidad se vuelve previsible.
En los barrios populares, esta trama se vuelve más densa. La lógica del control territorial suele imponerse sobre la lógica de la protección, y la presencia de las fuerzas de seguridad se experimenta, demasiadas veces, como hostigamiento cotidiano. No es una idea abstracta: es el resultado de la repetición y de una memoria colectiva construida a partir de experiencias concretas. La desigualdad no es solo un dato social: se convierte en una forma de gobierno del territorio y, en esa lógica, la violencia se administra.
Esto no es únicamente un problema de seguridad pública. Constituye una violación de derechos humanos.

Lo que ocurre en Villa 20 no es un fenómeno local. Se replica, con distintas modalidades, en la ciudad y en todo el país. No es un problema de una sola fuerza ni de una sola jurisdicción: es una matriz que atraviesa la seguridad en clave federal.
La democracia no se agota en elecciones libres ni en la proclamación formal de derechos. También se mide por su capacidad de poner límites efectivos a las fuerzas de seguridad, de conducirlas políticamente y de garantizar control civil y supervisión externa independiente.
Una ley integral contra la violencia institucional es parte de ese piso democrático. Pero una ley no alcanza por sí sola. Hace falta voluntad política, controles reales y políticas públicas integrales.
La violencia institucional no se expresa únicamente en el gatillo fácil. Desde la perspectiva de los barrios populares, también se manifiesta en la desigualdad persistente para acceder en condiciones dignas a derechos básicos.
Cuando esos derechos faltan y el Estado solo aparece a través de las fuerzas de seguridad para asesinar, la violencia se vuelve doble.
Gabriel González no es sólo el próximo mural que se pinte en el barrio. Es una vida concreta, arrebatada por la violencia institucional, y una nueva herida que se suma a una historia de dolor que atraviesa a toda la comunidad.
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