Lágrimas de ministro

La crueldad institucionalizada

 

Hace 34 años, en junio de 1991, el super ministro Domingo Cavallo recibió en el Congreso de la Nación a Norma Plá, activista de la causa de los jubilados. El encuentro quedó en la historia porque Cavallo lloró, recordando a su padre jubilado. “No llore señor ministro, tenga fuerzas para defender a su padre”, le recomendó Plá, invirtiendo los roles entre un funcionario todopoderoso y una jubilada en el llano.

 

 

Cavallo se había hecho cargo de la cartera de Economía en marzo de ese año y casi al mismo tiempo, el Congreso aprobó la Ley de Convertibilidad por iniciativa suya, la gran apuesta del ministro para frenar una inflación que había superado el 2000% el año anterior. En aquellos años, tampoco había plata para los jubilados: la jubilación mínima estaba congelada en 150 pesos. Las fuerzas de seguridad reprimían a los jubilados que protestaban todos los miércoles y no era infrecuente que Norma terminara presa: “Siempre estoy detenida, pero no por ladrona ni por corrupta, sino por decirle la verdad a estos señores que nos están apaleando constantemente, pero la vamos a seguir. Somos más pueblo que milicos, que no se olviden de eso”. 

Como hoy, la protesta social no sólo era reprimida, sino también judicializada. Plá tuvo más de veinte procesos judiciales por arrojar huevos o harina al Congreso. Tenía un gran talento para comunicar, como cuando le entregó un petitorio al ex Presidente soviético Mijaíl Gorbachov, durante una charla que dio en Buenos Aires. “Yo gano 150 pesos, me arreglo porque me ayudan mis hijos”, decía, “pero hay otros que están todavía peor que yo. Pedimos 450 pesos de jubilación, ¿es mucho? Si el ministro Cavallo dice que 10.000 no le alcanzan. ¿Que no hay plata?… No habrá para nosotros, pero sí para aviones o canchas de tenis en Olivos. Yo aporté toda mi vida, quiero que me devuelvan ese dinero”. 

El detonante de su lucha, según la historiadora Julia Rosemberg, fue cuando su hijo no tuvo plata para pagar el colectivo para ir a estudiar. Ella trabajó desde los 13 años hasta los 62, pero lo hizo en empleos informales y, por lo tanto, nunca tuvo derecho a un haber jubilatorio. Por aquel entonces, no existían las moratorias previsionales lanzadas por los gobiernos kirchneristas, esas que tanto odio generan entre los gobernantes serios como Mauricio Macri o Javier Milei, el Presidente de los Pies de Ninfa.

 

 

En ese marco, explica Rosemberg, “Norma Pla asume la conflictividad, asume al enemigo y por eso da batalla”. 

“No manden permanentemente a sus hijos a las calles, porque pueden ser víctimas de los subversivos y los argentinos ya tenemos experiencia en la materia; no vaya a ser cosa que volvamos a tener otro contingente de Madres de Plaza de Mayo”, afirmó por aquel entonces el Presidente Menem. Por supuesto, los subversivos no eran otros que los jubilados que reclamaban por un haber digno. Unos años después, Menem consideraría que las propias Madres de Plaza de Mayo estaban en los ‘90 “permanentemente incitando a la violencia”.

 

 

Cavallo no fue el único que se emocionó con las penurias de quienes recibían un haber de miseria. El periodista Mariano Grondona, un entusiasta del modelo neoliberal con alguna alergia hacia las formas menemistas, se conmovió con el relato de otro jubilado y tomó la decisión de pasarle una mensualidad, pagada de su bolsillo. Su ejemplo fue retomado por algunos medios, que impulsaron una campaña para que las empresas “adoptaran jubilados”. La idea era que jugara la competencia y que una publicidad pudiera señalar “a estos abuelos los adoptó Sevel, Coca Cola o Banco Tornquist”. 

Plá falleció de cáncer en 1996. Su vida pública, de una gran intensidad, apenas duró cinco años.

Hace unos días, en medio del escándalo del fentanilo adulterado que ya causó la muerte de casi cien víctimas, Mario Lugones, el ministro de Salud, también conocido como el Dr. Muerte, reconoció que algo así “no tiene antecedentes” y, emocionado hasta las lágrimas, confesó: “Me pongo muy mal cuando hablo de esto porque soy médico y es un atentado a la gente”.

Apenas dos meses atrás, invitado por la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en Argentina (AMCHAM), este médico sensible afirmaba con un cinismo explícito, muy alejado de sus lágrimas actuales, que “el populismo tiene que desaparecer, no se puede decir que todo el mundo tiene derecho a todo, es todo una mentira (...), hay que tener el coraje de decir que nos estamos mintiendo”.

 

 

Para nuestra derecha, hoy extrema derecha, desconocer los derechos de las mayorías es siempre una prueba de coraje.

Por su lado, luego de desguazar la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) por ser un supuesto gasto inútil, el ministro de la destrucción del Estado, Federico Sturzenegger, culpó al organismo (que depende del Ministerio de Salud) por no haber podido detectar a tiempo la droga adulterada. Aunque a la hora de explicar por qué el gobierno no clausuró el laboratorio en cuestión apenas recibió las primeras denuncias en noviembre del 2024, el funcionario se hundió en un pantano discursivo digno de la Ministra Pum Pum: “Entiendo que depende, digamos, de la criticidad en los procesos de los distintos procesos productivos de los distintos medicamentos”.

 

 

Las lágrimas de Cavallo y Lugones conforman un hilo rojo que vincula dos épocas con modos diferentes, pero de políticas similares. En ambos casos, dos funcionarios soberbios y autoritarios defienden un modelo económico de una crueldad social enorme que buscan matizar con gestos “humanos”. La idea de que las empresas “adopten” jubilados es tan coherente con la prédica de la motosierra que me asombra que nadie la haya propuesto; del mismo modo, los jubilados han conseguido visibilizar el conflicto a fuerza de poner el cuerpo, como lo consiguió Norma Plá hace más de treinta años.

Existe otro hilo rojo que refiere a los ‘90 y que hoy surge de manera ruidosa: los casos de corrupción. La criptoestafa $LIBRA, las maletas de dinero llegadas del cielo o las coimas de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) —que según su ex titular Diego Spagnuolo habría recibido la primera dama Karina Milei— son apenas algunos ejemplos.

En realidad, la mayor corrupción, la que causa el mayor estrago al país e hipoteca nuestro futuro, no se mide en maletas con billetes, en sobres con fajos de dólares o en porcentajes vertidos por proveedores del Estado. Se mide en la política económica que los Cavallo, los Sturzenegger o los Caputo logran imponernos con obstinación de pirómanos.

Como escribió Rodolfo Walsh en la Carta Abierta a la Junta Militar sobre los crímenes atroces que perpetraba la dictadura: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. 

La corrupción, como la crueldad explícita matizada de lágrimas de cocodrilo, son tan solo los instrumentos de lo único que debería preocuparnos: el plan de negocios que nos condena una y otra vez a la miseria planificada. 

 

 

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