Larga distancia

Recuerdos del fin abrupto de una adolescencia

 

Por estos días se cumplieron cuarenta años desde que murió mi segunda novia. Se llamaba Chris Simonson. Cuando la conocí, ella tenía dieciséis años y jugaba de segunda base en el equipo de softball de Nordhoff High, la secundaria estatal de Ojai, una ciudad turística pequeña del sur de California en la que viví un año, a fines de los '70, becado por el American Field Service. Según el Atlas McNally, 9.610 kilómetros separan el Rosario de Santa Fe del Ojai de California, pero en 1977 esa distancia se medía en años luz.

El reglamento de AFS amenazaba con el exilio inmediato al que violara alguna de sus dos prohibiciones cardinales: no consumir drogas y no manejar. La primera se podía suplir con actitud y vestuario; la segunda me condenaba al ostracismo social a bordo de mi bicicleta Schwinn de tres cambios, por más que había aprendido a manejarla sin manos los cinco kilómetros que recorría todas las mañanas desde la casa de la familia que me hospedaba hasta el estacionamiento del colegio, donde la encadenaba al lado de los Camaros convertibles y los escarabajos Wolkswagen fileteados de los demás alumnos. Mover de acá para allá las piezas en el segundo tablero del equipo de ajedrez del colegio y levantar la mano cada vez que Miss DeWitt, la profesora de literatura americana I, preguntaba sobre la teoría del iceberg en Adios a las armas, no eran destrezas aptas para compensar la condena al pedaleo.

La que me rescató fue Chris, que no podía ser más cool con su Mustang '71 color chocolate, sus Levis rotos en las rodillas y su cama de agua en la que, naturalmente, jamás logré hacer pie. Vivía en una granja desvencijada al final de North Creek Road y los domingos a la tarde entraban por la ventana de su dormitorio el rumor del arroyo que daba nombre a la calle y el zumbido de las herramientas eléctricas con las que sus hermanos mayores, dos tipos rudos que trabajaban en los pozos petroleros, preparaban motos de competición. Nos besamos por primera vez la medianoche del 31 de diciembre, nos emborrachamos con Budweiser, fuimos a ver Annie Hall y nos gustó, almorzamos sándwiches tostados de queso con chocolatada en la cafetería del colegio, intenté cambiar su forma de ser, cortamos, filmamos en súper 8 la película El estrangulador de Nordhoff High en la que ella actuaba de primera víctima del estrangulador y yo, además de dirigir, actuaba de las manos del estrangulador, nos besamos de nuevo, la acepté como era, nos arreglamos ("going steady" lo llamaban allá), le escribí a los amigos anunciando que me había enamorado.

 

 

El tiempo pasó. En julio del '78 terminó la beca y tuve que volver a Rosario. Nos mandamos muchas cartas, nos extrañamos, intercambiamos las declaraciones y juramentos que son de estilo en esos casos.

A fines de diciembre se tomó un vuelo de PanAm y vino a visitarme. No hablaba palabra de castellano. Le regalé una vaca de peluche a la que bautizó "Catamarca Córdoba Dorrego", para ayudarse a recordar las calles que le gustaba caminar desde mi casa hasta la de mi amigo Martín. Fue la primera mujer con la que me acosté sin pagar, fue la primera mujer con la que hice la mayoría de las cosas que, en las décadas que siguieron, he repetido innumerables veces con otras mujeres y que, de tanto en tanto, me devuelven su recuerdo. Cuando nos despedimos en Ezeiza en los primeros días de enero, hasta besé la vaca. Yo ya tenía 18 años. Chris había cumplido los 17 en noviembre.

Decidí postergar el ingreso a Derecho. Mudarme a California. Aceptar un trabajo en Ojai cuidando casas de profesores de vacaciones. Estudiar cine en la universidad de Ventura. Cambiar de vida.

En mayo del ‘79 viajé a Buenos Aires para tramitar pasaporte y visa. Allí estaba cuando sonó el teléfono en la casa de mis abuelos porteños y era mi mamá, que llamaba desde Rosario para avisarme que me había llegado un telegrama. Raro. Le pedí que me lo leyera. Decía: Chris has passed away. Please call. No entendí esa variación formal. “¿Chris avisa que se mudó?”, pensé. Le pedí a mi mamá que lo leyera de nuevo. Antes de que terminara de hacerlo ya había entendido. Logré comunicarme larga distancia a través de la operadora de Entel (“es una emergencia familiar”). La madre me contó que Chris se había ofrecido a alcanzar a un sobrino hasta la casa en una de las motos de los hermanos, que había llovido toda la mañana y el asfalto de North Creek Road, un camino de dos manos que serpenteaba a la sombra de robles y árboles frutales, no había terminado de secarse, que Chris había intentado pasar un auto y que el auto había resbalado en el camino mojado, que el sobrino se había quebrado un brazo pero estaba bien, que había sido todo muy rápido y Chris no había sufrido, que la habían enterrado el día anterior junto con dos de mis cartas sin abrir. Los ’70 no habían terminado todavía, pero para mí sí.

 

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