LAS DE CAÍN

El primer marginado de la Biblia se merece una vindicación, porque su raza es la nuestra

0

Siempre me fascinó el personaje de Caín. La formación cristiana que recibí en la infancia jugó su parte, claro. El Antiguo Testamento es una colección de historias fascinantes, y la del asesinato de Abel a manos de su hermano Caín —narrada en el capítulo 4 del Libro del Génesis— es sin duda una de ellas. Pero endilgar mi fascinación a una cuestión de fe sería una atribución incompleta y, en consecuencia, injusta. No hace falta creer o haber creído en Dios para conmoverse ante la tragedia de Caín, porque los ecos de su crimen resuenan en toda la cultura occidental. Si leíste o viste Hamlet, tenés claro que el asesinato del rey de Dinamarca a manos de su hermano Claudio es una reedición del episodio bíblico. Cuando Orson Welles y Herman Mankiewicz eligieron para el film El ciudadano un protagonista de apellido Kane —que en inglés suena igual que Cain, o sea Caín—, sabían lo que hacían. Si leíste o viste Al este del Edén —la novela de John Steinbeck o la adaptación de Elia Kazan con James Dean—, entendiste que su conflicto es un espejo deformante del enfrentamiento fraterno. Más cerca en el tiempo y en el espacio, la leyenda también vertebra Terrenal, la memorable obra de nuestro Mauricio Kartun. ¿Y qué es la popular serie Succession sino el enésimo rizado del rizo, donde los hermanos Roy se asesinan entre sí como parte de la disputa por el favor de papi?

El mito original intenta explicar por qué somos como somos y por qué estamos como estamos. Caín cede a sus impulsos más oscuros, después de que Dios le advierte de que el pecado lo acecha "como una fiera lista para atraparte". (Gen 4, 7.) Y al matar a otro ser humano por primera vez en la historia, crea el mundo en que vivimos. Técnicamente no somos sus descendientes, ya que la especie humana derivaría del tercer hijo de Adán y Eva, llamado Seth. Pero, a todos los efectos prácticos, Caín sembró las semillas de la historia de la que aún somos parte, cuando naturalizó la violencia entre congéneres.

 

 

Eso es Caín, para todos nosotros: the original killer, el asesino original cuya figura invoca, desde los albores de la civilización, cada ser humano que toma una vida ajena. Prefigurando a Freud, algunas de las tradiciones más antiguas han buscado una explicación extra para esa violencia tan sorprendente como extrema. Exégetas judíos dicen que no era hijo de Adán sino del arcángel caído Sammael —una de las tantas máscaras de Satán—, a consecuencia de su seducción de Eva. Los gnósticos también declaraban cornudo a Adán y decían que Caín era hijo de Eva y del demiurgo Yaldabaoth, creador de nuestro mundo material — o sea un falso dios. (Todo esto puede inferirse a partir de la ambigua declaración de Eva, cuando queda preñada: "He tenido un hijo varón —dice—, con la ayuda del Señor".) Pero estas presunciones desviaron la atención de lo que el texto bíblico dice con todas las letras.

La leyenda sazonó el relato con especias que no figuran en el Libro del Génesis. Como que Caín mató a Abel por envidia o resentimiento —algo que en todo caso puede inferirse, pero que no está dicho—, que lo ultimó con una piedra o con una quijada de burro —tampoco hay información al respecto— y que la marca que Dios le puso para que todo el mundo lo identificase y no le hiciese daño, quedó en su frente. (Tampoco hay detalles al respecto, las características de esa marca quedan libradas a nuestra imaginación.)

Lo que sí dice el texto es que Abel se había convertido en pastor y que Caín era agricultor. Y que un día le presentaron a Dios los frutos de su esfuerzo, a modo de ofrenda: Abel le consagró los primogénitos del rebaño —podríamos pensar: una ofrenda de sangre— y Caín parte de su cosecha. Lo llamativo es que Dios exhibe su beneplácito ante la dádiva de Abel y ningunea a Caín, sin dar explicaciones. ¿Por qué hace ostensible su preferencia por uno, en qué basa su predilección, cuando no ha explicitado condición alguna? Lo concreto es que Dios genera una diferencia entre ambos hermanos —o, si prefieren: crea una grieta— totalmente innecesaria. Y dada esa realidad nueva Caín se mosquea, como nos mosquearíamos vos y yo. Para colmo, en vez de aplacarlo, Dios lo bardea.

 

El Caín —Caleb— de James Dean, en "Al este del Edén" (1955).

 

"¿Por qué estás tan enojado? ¿Por qué andas cabizbajo? Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero, si haces lo malo, el pecado te acecha", le dice. El tema es que hasta entonces el texto no insinuó siquiera que Caín hubiese hecho algo malo o que hubiese sido mezquino en su ofrenda. No obstante, Dios le refriega que la fiera del pecado puede atraparlo, aunque —se ataja al final— le aclara a Caín que todavía está en condiciones de dominarlo.

Todo lo que el Génesis dice entonces es que Caín fue a hablar con Abel (algunas traducciones añaden el matiz de que Caín lo invitó a hablar al campo, como quien tiende una celada — pero no todas), y una vez allí lo mató. A continuación Dios le pregunta por Abel, y Caín, que debe haber experimentado el acto como un cagadón, algo que le repugnó no bien lo hizo, responde con una mentira. Dice que no sabe dónde está Abel. Pero además suma una pregunta que tiene su miga, le plantea a Dios: "¿Acaso soy yo el que debe cuidar a mi hermano?" Esto, que desde este lado de la historia puede sonar a hacerse el gil, en ese momento era una pregunta válida. Porque, así como Dios no había especificado por qué una ofrenda podía ser mejor que otra, tampoco había establecido que los hermanos debían cuidarse unos a otros ni que la violencia era un crimen. Caín no tenía cómo saberlo y no estaba en condiciones de entenderlo. El mismísimo Dios parece comprender recién en ese momento que derramar sangre es malo, y por eso se agarra la cabeza —es un decir— y expresa: "¡Qué has hecho!", para a continuación maldecir a Caín y exiliarlo al este del Edén, donde lo condena a vivir como "un fugitivo errante".

 

El patriarca injusto —Logan Roy— y su cría mendicante de reconocimiento, en la serie "Succession".

 

Yo sé que la ortodoxia pretende que este Dios es perfecto, además de omnisciente y todopoderoso. Pero lo que se desprende del texto bíblico en cualquiera de sus variantes —el Antiguo Testamento, la hebrea Tanakh o Tanaj— es muy distinto. Dios, o el Señor, o Yahvé, es un tipo que va descubriendo ciertas cosas respecto de su propia Creación y de su relación con ella sobre la marcha; que se manda en una dirección (por ejemplo, la destrucción de la humanidad a través del Diluvio: ¿cómo entender, si no, su frase: "Me arrepiento de haberlos creado"?) para, a continuación, pensarlo mejor y corregirse. No voy a extenderme aquí sobre este aspecto del personaje Dios, porque para eso necesitaría un libro entero; pero sí a insistir en que Caín es una de las primeras víctimas de su inmadurez y de su deshonestidad como árbitro en materia de la vida. El tipo prefirió a Abel y no explicó por qué ni lo disimuló, metiendo una cuña entre los hermanos. Y por eso Caín se las agarra con Abel: porque no puede agarrárselas con Dios, que es el verdadero responsable de su sentimiento de inadecuación, de frustración. Por supuesto que no pretendo minimizar el crimen, pero sí introducir el atenuante de que Caín no sabía lo que hacía. No podía entender la gravedad de lo que su impulso lo llevó a hacer, ¡porque el Dios con el que tenía relación directa nunca le aclaró que eso estaba mal, que no debía hacerse! Mis amigos abogados lo dirían mejor, pero en esencia la cosa se reduce a esto: no puede condenarse como crimen algo que la ley no especificó previamente como tal.

Entiendo, ahora, que esa es una de las razones por las cuales gravito hacia Caín. Porque, sin excusar el cagadón que se mandó, Caín fue el primer marginal. El primer estigmatizado (¡marcado!) de la especie humana, perjudicado por un sistema cuyas reglas no estableció ni mucho menos domina y que, por ende, lo forreó según su conveniencia. Si hasta me da pena que, al verse condenado, se lamente ante Dios de que ya nunca más podrá estar en Su presencia. En ese instante, justo antes de ser marcado, Caín se comporta como los jóvenes Roy de Succession, que a pesar de las infinitas putadas que les ha hecho el patriarca siguen mendigando su cariño. Caín no entiende todavía que ese Dios al que cree que extrañará le jugó sucio, no pesca todavía que Dios sobreactúa la condena que está dictándole para eludir toda responsabilidad en la tragedia que precipitó por no tener, y en consecuencia por no poner, las reglas claras. Porque era todopoderoso, ese Dios, pero estaba muy pero muy lejos de ser perfecto.

 

Balada de Caín

Toda historia es cuestión de ángulos. Su resultante depende de quién la cuente y cómo. La historia oficial dice que Caín fue un mal hermano, que agredió por envidia e inauguró para nuestra especie la senda de la violencia que tanto dolor nos ha costado, nos cuesta todavía y, lamentablemente, nos costará. Pero, como espero al menos haber esbozado, esa es una interpretación caprichosa de lo que el texto original dice. Ese mismo capítulo del Libro del Génesis podría alentar otras interpretaciones, también válidas: la idea de que Caín reaccionó ante la parcialidad injustificada de Dios, o ante —si prefieren— la discriminación de que Dios lo hizo objeto. La responsabilidad que se atribuye a Caín pasa por el homicidio que perpetró, pero al mismo tiempo, no entender que era como un niño que no sabe que un juguete puede romperse es descontextualizar la historia — violentarla, así como Caín violentó a Abel.

Si a algo se parece esta fábula es a la circunstancia de cualquier moncho abandonado a su suerte por el mercado y por el Estado, que en su desesperación acude a la violencia para procurarse lo elemental que se le niega y termina condenado como único responsable de esa situación. Cada vez que un pobre asalta y roba a un ciudadano que ha tenido mejor suerte en la vida, se reedita lo de Caín y Abel. ¿Tiene culpa el ciudadano de haber aprovechado las oportunidades que la sociedad le dio? No, para nada. ¿Eligió el asaltante nacer en un contexto donde las oportunidades son más raras que un pony verde? Tampoco. ¿Son ellos los únicos responsables de sus circunstancias? Claro que no, son el resultado de crecer en zonas opuestas de una sociedad injusta. Caín y Abel fueron las primeras víctimas de un sistema de poder que les fue impuesto. Porque hasta Adán y Eva fueron informados de las reglas del tinglado y eligieron desobedecerlas. Pero Abel no entendió nunca que al aceptar el favor de Dios menoscababa a su hermano, y Caín no entendió que el resultado de su ataque de furia sería definitivo. Ellos no eligieron a conciencia. A ellos —como a todos los ciudadanos ajenos al esquema de poder, desde los más pobres hasta los que zafamos con elegancia— los cagaron desde arriba, literalmente.

 

 

Por eso no extraña que existan artistas que hayan elegido recrear la historia desde el punto de vista de Caín. Lo hizo, por ejemplo, el español Manuel Vicent en Balada de Caín. (Que es del '87 y leí en aquel entonces, deslumbrado.) Lo hizo Saramago en 2009, a través de una novela en la cual Caín cuestiona la arbitrariedad y el despotismo de Dios. Lo había hecho Baudelaire en 1857, al recordarle a Caín en un poema: "Tu tarea / Todavía no la cumpliste". Porque la ignominia que nuestra cultura depositó siempre sobre Caín es un mecanismo tranquilizador, que ayuda a ver sólo la paja en el ojo ajeno pero nunca la propia. Todos somos Abel cuando disfrutamos de nuestro privilegio despreocupadamente, y todos somos Caín cuando recelamos del privilegio que otros obtuvieron mediante artes que consideramos nos sanctas, o explotando ventajas competitivas a las que nunca se nos permitió acceder. Son constantes de nuestra naturaleza individual, casi nadie es sólo una o la otra. Y eso a pesar de que, a esta altura, ya no podamos alegar la ingenuidad de Caín. Porque desde que nos asumimos como miembros de una misma sociedad no hay forma de negar que somos co-responsables de la suerte de los demás, de que la solidaridad para con los otros es un requisito democrático elemental.

Ya dije que Caín me fascinó de pequeño. Pero se volvió una figura harto importante para mí a fines de los '80 y hoy vuelve a reclamar mi atención. Si me tienen un poco de paciencia, puedo contar cómo y por qué.

 

 

 

 

 

 

A la voz de AHIRA

Formo parte de una generación que prácticamente no conoció una democracia real hasta que fue mayor de edad. (A modo de ejemplo: de los 25 años que yo tenía en 1987, sólo seis —de Cámpora a Perón, y lo que por entonces llevaba Alfonsín— habían transcurrido en el marco de una democracia plena. El resto habían sido dictaduras o gobiernos resultantes de la proscripción del peronismo, y por ende tutelados por el establishment, con el milicaje a modo de perro guardián.) Lo que sí conocíamos, en cambio, era la censura, la desinformación sistematizada, la represión, la vigilancia policial sobre las costumbres, la imposibilidad de elegir a nuestros representantes y, a partir del '76, el terror liso y llano, consecuencia de la deriva infernal de Videla y sus patrones. Dios era, por entonces, un tirano caníbal que no escuchaba ni brindaba razones.

¿Cómo no íbamos a descontrolar, una vez que el lobo se vio forzado a retornar a su cubil? La explosión cultural que se generó entonces fue una suerte de big bang, cuya expansión no ha cesado aún. (Si lo piensan un poco, verán que buena parte de la bóveda celeste actual sigue tapizada por astros que asomaron en aquella época. Los nombres salen solos: el Indio Solari, Maradona, Cerati, Fito, Rep, Luca y Mollo, Tortonese, Lalo Mir, Elizabeth Vernaci, Lanata y Pergolini —más allá de la valoración que me merecen—, César Aira...) Pasaban cosas interesantes todo el tiempo, y en todas partes: en la música, en el periodismo, en el teatro, en el cine, en la literatura, en la fotografía y en el resto de las artes visuales. Tirabas una piedra en cualquier dirección y rebotaba contra un boliche donde se cocía algo sabroso: el Parakultural, Palladium, Cemento...

 

Andrés "El Tano" Cascioli.

 

 

Uno de los primeros calderos donde hirvieron esos guisos fue la Editorial de la Urraca, sede del fenómeno que era la revista Humo(r), o si prefieren: Humor Registrado. Manejada por Andrés Cascioli, alias El Tano, más como artista que como empresario, dejó de ser una publicación de chistes para —incluso durante los estertores de la dictadura— acoger talentos de lo más variados, desde el gordo Soriano a Alejandro Dolina.

Para un pendejo como yo lo era entonces, con pretensiones de escriba —me imaginaba novelista, antes que periodista—, La Urraca era EL lugar donde había que estar. Por suerte Cascioli era un tipo inquieto y yo llamé su atención sin querer. Por aquel entonces compartía un programa de cine en Canal 13 con Alan Pauls y Daniel Guebel, que se llamaba Cinegrafía. Lo que hacíamos al aire era, básicamente, pelearnos entre nosotros, conmigo siempre en minoría. Al Tano le caímos simpáticos y nos llamó para que escribiésemos una doble página en Humor. La idea era que estuviese compuesta por textos breves de cada uno, bajo el título Picado fino. Pronto advirtió que yo tenía hambre de más y empecé a escribir otras cosas por fuera de la sección fija. Entonces le di duro al multitasking entre los diversos productos de la editorial, desde El Periodista de Buenos Aires —donde conocí a Horacio Verbitsky, que me reveló a Rodolfo Walsh y eventualmente cambió mi vida— a El Péndulo, cuyos relatos de fantasy y ciencia-ficción me encantaban. (Que un cuento mío ganase el segundo premio de un concurso organizado por El Péndulo fue un gran aliciente para mi [futura] aventura literaria.)

En El Periodista conocí a un par de diseñadores gráficos con los que me llevé de maravillas. Uno era Sergio Pérez Fernández, que estaba a cargo de la cosa. Si no recuerdo mal yo le presenté a Fito y terminó diseñando la tapa de Ciudad de pobres corazones. (Álbum que además alumbró un largo video, que co-escribí con el director Fernando Spiner, a quien había conocido en el marco de Cinegrafía — y a quien también le presenté a Fito.) El otro era Fabián Di Matteo, que tiempo después diseñó la Rolling Stone criolla durante muchos años.

Un día el Tano me llamó a su despacho, en la parte superior del edificio de Venezuela al 800. Subí temblando (¿habría metido alguna pata?), pero una vez allí me dijo que quería sacar una revista joven, y que yo me hiciese cargo.

Debo haber reaccionado como un personaje de dibujitos de Tex Avery, esos a los que se le cae la mandíbula al piso. ¡Era el sueño del pibe! Cascioli nunca bajó línea sobre el contenido, lo cual fue otro signo de su inteligencia: apreciaba nuestras locuras, pero entendía que el fenómeno joven escapaba de sus manos. Sin embargo me informó que tenía un nombre pensado, que había registrado tiempo atrás y que le venía de perillas al producto en ciernes.

Caín —dijo.

 

 

Mi mandíbula procedió entonces a perforar el suelo, en busca de la planta baja. Para el ex alumno de colegio católico, muy reprimido, que yo era todavía, estaba claro que no podía haber nombre mejor.

Caín era el personaje ideal para representar el espíritu de una revista como la que comenzaba a imaginar. No sólo porque encarnaba la insurrección ante los dictados celestiales, que habíamos reprimido de forma antinatural durante tanto tiempo. También porque, más allá del uso que veníamos haciendo de las nuevas libertades, éramos cada vez más conscientes del horror del que acabábamos de escapar. Por eso celebrábamos estar vivos y al mismo tiempo cargábamos con la culpa de estarlo, personajes kafkianos que oscilaban constantemente entre la risa y el rictus de terror.

Ahí nomás, de sobrepique, me encadené a Fabián Di Matteo y lo convertí en socio de la visión. Por entonces nos fascinaba una revista inglesa que se llamaba The Face, y quisimos que Caín tuviese una sofisticación gráfica similar. Éramos tan jóvenes, que no nos preocupó el efecto que tendría la diferencia en materia de condiciones de producción. The Face era una revista de lujo, de muchas páginas y papel grueso y brillante. Nosotros contábamos con presupuesto para 32 paginuchas y un papel berreta, pero nos lanzamos igual. ¿Para qué estaban los lectores, sino para salvar la distancia entre ambos productos con su imaginación?

La idea era que la revista fuese un conducto para la multiplicidad de estímulos culturales que existían en aquel momento. En parte porque la censura había retrocedido a mínimos históricos, en parte por la flamante cultura del video que permitía acceder a obras que antes no llegaban (cinematográficas, televisivas, musicales) y en parte por la creatividad maníaca que rezumaba a través de miles de poros argentos, la oferta era tan magnífica como variopinta. Repaso la revista ahora y no puedo sino pensar que Caín fue una suerte de Google cultural de la era pre-Google, cuando Internet todavía era un sueño digno de Blade Runner. La revista estaba hecha para que scrolleases por encima de los estímulos más disímiles: de Los Redondos a J. G. Ballard, de Maradona a Bukowski, de Belushi a Dolina, de la porno star Cicciolina a los Talking Heads, de Mishima a Goyeneche, de Las Gambas al Ajillo al Batman de Frank Miller —con historietas de Liberatore y de Art Spiegelman y de Jordi Bernet en el diome, como si esto fuera poco—, de forma que encontrases sí o sí algo que te enganchase. Caín era el billete dorado que granjeaba acceso a la fábrica de golosinas culturales. ¡Si no encontrabas nada tentador en el menú, debía ser porque estabas muerto por dentro!

 

 

Pronto sumamos a un reducido grupo de conspiradores: Marcelo Panozzo, Víctor Pintos, Claudia Acuña, Ricardo Ibarlucía, Eduardo Milewicz, Eduardo Grossman, Ana Torrejón, Pupi Caramelo. (Me da ternura y orgullo, al revisar el staff, encontrar a Lilia Ferreyra, último amor de Rodolfo Walsh, como encargada del archivo.) Y yo le daba duro, también. Al repasar las ediciones encontré un montón de seudónimos que usaba para publicar, más allá de mi nombre oficial: yo era también Sebastián Lima y Carlos Pizurno y Harold Demure y el Doctor Pretérito Uterino. Al revisar el puñado de números que llegamos a editar, me sorprende todavía la absoluta falta de todo prejuicio, la calidad de la escritura —inusual para entonces, y ahora ni les digo— y el lujo asiático del diseño de Fabián, que no sólo se impuso a la berretada del papel sino que sobrevivió al tiempo.

Mientras Caín duró, Fabián y yo nos dimos todos los lujos que pudimos. Por ejemplo, poner a Los Redondos en la tapa. (No recuerdo que ninguna otra revista de circulación comercial lo hubiese hecho antes, aunque mi memoria puede fallar.) O convertir el número de junio del '88 en una revista bifronte, con dos caras —en una Goyeneche, en la otra Los Cadillacs— con textos que procedían en direcciones inversas y se encontraban en la página doble central. Los números que concebimos transmiten todavía el entusiasmo, la efervescencia cultural de entonces... y también comunican a gritos lo que faltó para asegurar nuestra posición en el campo de batalla de aquel tiempo.

Salimos a la venta en el peor de los momentos —diciembre del '87: ¿a quién se le ocurre sacar una revista nueva en diciembre?— y al toque el país se vio sacudido por el segundo motín militar en menos de un año, liderado en este caso por el impresentable Aldo Rico. El edificio de nuestras libertades, cuyo cemento no había secado aún, tambaleaba. Pero nosotros —¡tan ingenuos como Caín!— queríamos seguir disfrutando del placer de experimentar y descubrir lo que hasta entonces había estado vedado. Lo que decidimos fue seguir haciendo equilibrio, mientras pretendíamos que no pasaba (casi) nada. Pero claro, el gobierno de Alfonsín empezó a irse en picada. La inflación, que en el '87 fue del 175 %, llegaría en el '88 a un 388 % que acabó con la pretensión de que con la democracia se comía, se curaba y se educaba. Y ahí Cascioli sacó la calculadora y decidió que el presupuesto que apartaba para nuestra revistita había sufrido muerte (anti)natural.

 

 

Pero nada muere para siempre. Esa organización maravillosa llamada AHIRA —Archivo Histórico de Revistas Argentinas— acaba de subir a su página las ediciones digitalizadas de todo Caín. O sea que Caín ha dejado ya de ser una figura errante, un objeto de culto de otra era de la gráfica argenta, para estar a disposición de cualquiera que decida husmear entre sus atractivos. Y si a esta altura no conseguí interesarte en esa oferta en particular, date una vuelta igual por la página de AHIRA, que es un arcón de tesoros virtuales y permite (re)leer revistas maravillosas de otros tiempos como Martín Fierro, Hora Cero, El ojo mocho, El diario del Juicio, Skorpio, Cerdos y peces, Minotauro, El Péndulo, Fierro, V de Vian y muchas más.

La tarea pendiente de Caín

Durante 1988 se marchitó la primavera cultural, al calor del poder que volvía a regir desde un cielo que nos era inaccesible. Y nosotros, los de entonces —una generación que había crecido en un país anti-político, donde ese quehacer era mala palabra—, no entendimos que con la cultura sola no bastaba. Recién en los '90 dejamos de ser espectadores o artistas individuales para, al calor de las misas ricoteras, reconocernos como banda. Y recién en este siglo comprendimos que sin proyecto común —político-cultural, para arrancar— no habría futuro, en un país cercado por las potencias del Norte y desangrado por su oligarquía.

Y aun así tuvimos una intuición al respecto, porque en abril del '88 (esto es, poco después del susto que propinaron Rico y los carapintadas) se nos ocurrió imaginar qué habría ocurrido si, en vez de dejarnos desmovilizar por Alfonsín y su pretensión de que la casa estaba en orden, los jóvenes hubiésemos seguido en las calles y lanzado una revolución. La cobertura del hecho irreal era pura expresión de deseos, claro, pero tenía su gracia. Incluía el "testimonio" de, entre otros, Charly García, Verbitsky, Beatriz Sarlo, Palo Pandolfo y Carlos Ulanovsky, que contaban qué habían estado haciendo cuando estalló la revuelta imaginaria. Y concluía con "la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, la CGT, la Policía Federal y la UIA" firmando su rendición en "el Salón de los Pasos Perdidos".

 

 

No estuvimos tan descaminados. Pero en fin, como ya dije: todavía faltaba mucho por andar. Tuvo que llegar Néstor para que entendiésemos que la lucha era en esencia política, y para entonces éramos cuarentones. Yo que demostré ser precoz para tantas cosas, fui —como tantos otros de mi generación— un late bloomer en materia de conciencia política, maduré tarde. Ahora releo Caín y percibo que contaba con casi todas las piezas del rompecabezas. Pero faltaba la visión integradora, la certeza de que aquellas nociones se articulaban para armar un mapa que conducía al tesoro oculto.

Hoy vuelve a estar jodida, la cosa. Vivimos razonablemente bien cuando funcionó la democracia y el Estado cumplió con su responsabilidad de velar por los derechos de todos, y en particular de los más desvalidos. A ese respecto fue un tiempo virtuoso, porque su conducción política nos recordó, en la ausencia de Dios, que en efecto debíamos cuidar de quienes teníamos al lado porque para eso constituíamos una comunidad. Pero ahora existen fuerzas que quieren repatriar al Dios gagá para que despliegue su show de truenos y reafirme su derecho a privilegiar a los Abeles y a cagarse en los Caínes porque sí, porque los prefiere y ya. (¿De qué sirve ser Dios, o pretender obediencia a la voluntad divina, si tenés que andar justificándote?) Y ese no es plan para nosotros, la murga de los renegados que hace ruido desde el fondo de la Historia: aquellos a quienes siempre se les encaja la factura por los platos rotos, los que viven renunciando a cosas mientras otros no paran de acumular, los que deben arreglárselas para todo con un palito y un cacho de alambre.

Si algo demuestra la situación actual es que nuestra democracia sigue atrapada en el relato del Génesis y no ha conseguido pasar a otro Libro. Los que llevamos tiempo en esta tierra podemos dar fe de que, en materia de sacrificios de sangre, superamos ya el equivalente del asesinato de Abel y del Diluvio Universal; puede, incluso, que haya mucho en común entre el episodio de Babel y este presente en que todo el mundo habla y nadie parece entender a nadie — ¿o no son las redes sociales una variante digital de la torre legendaria, aquel monumento a la vanidad humana?

 

Babel, según Bruegel El Viejo.

 

Pero, en ese caso, vendría bien entender que, para pasar de página y acceder a una instancia superadora, nuestro pueblo debería protagonizar algo parecido a la lucha de Jacob contra el Ángel, climax dramático del Libro del Génesis.

La historia se desenvuelve en el marco de una nueva disputa entre hermanos por el favor divino y paterno, en este caso entre Jacob y Esaú, que eran gemelos, lo cual tornaba imposible que uno se proclamase primogénito. Jacob va perdiendo desde el arranque, se banca un largo exilio y cuando llega la hora de la verdad, su hermano lo espera con cuatrocientos hombres —armados, se presume— mientras que él no cuenta más que con sus mujeres y sus hijos. Por eso decide poner a su familia a salvo, para lo cual la cruza al otro lado del río, y enfrentar solo su destino, casi como quien se entrega a su casi segura muerte. Y entonces, en plena noche, es atacado por una figura que el autor o autora del texto (Génesis 22, 24-31) se esfuerza por no identificar: "Un hombre", dice apenas.

La lucha se prolonga la noche entera. Al acercarse el alba, el extraño quiere rajar y, para precipitar la cosa, descoyunta la cadera de Jacob. (Lo deja rengo, bah.) Pero ni siquiera así Jacob lo suelta. El extraño reclama que lo deje ir porque el día asoma. (Una insistencia llamativa: ¿por qué lo inquieta la salida del sol, a no ser que se trate de una criatura nocturna?) Jacob responde que no lo soltará hasta que lo bendiga y le reclama que se identifique, que diga su nombre. El extraño se niega pero rebautiza a Jacob como Israel, que significa "aquel que se enfrentó a Dios y a los hombres y prevaleció", y finalmente concede la bendición. A continuación Jacob libera a la figura y pone por nombre a ese lugar Peniel, que significa: "Porque he visto a Dios cara a cara, y aun así se me perdonó la vida".

 

 

Todo lo cual sugiere —a cuenta del nombre que la criatura le da a Jacob y del nombre que Jacob confiere a ese sitio— que ambos blanquearon que el adversario de Jacob no era "un hombre", como pretende el texto, sino una entidad sobrenatural: el demoníaco Samael, ángel de la muerte, o un arcángel como Miguel —emanación de Dios— o un dios menor, como Metatrón. En cualquiera de esos casos, lo que hizo Jacob fue agarrar del cogote a Dios o al Diablo o a ambos en simultáneo y les dijo que, sin importar si el sol les perturbaba o tenían mejores cosas que hacer, no iba a soltarlos hasta que le diesen su bendición. Una bendición que, según la traducción de Harold Bloom significa "más vida": no una vida más larga per se, sino vida de una intensidad, de una plenitud, inédita.

Que es, precisamente, lo que nos queda pendiente por hacer. Agarrar del cogote a quien haya que agarrar, por poderoso que sea, y decirle que no vamos a largarlo hasta que nos permita vivir en paz. Porque ya hemos hecho todo el mérito necesario y porque ya sufrimos demasiado. Porque ya hemos pasado las de Caín. (Me encanta esta expresión popular que corrige la percepción que la tradición tiene del personaje, asumiéndolo, al igual que a Abel, como víctima.) Y porque merecemos cruzar nuestro propio río simbólico de una maldita vez y llegar a la tierra prometida.

Pero para eso, claro, tenemos que hacer un esfuerzo más. ¿Otro más? Y, sí. Es injusto, lo sé, porque ya lo hemos dado todo o casi y se nos ha ido la vida en la faena. Y sin embargo no queda otra, aunque nos cueste la cadera. Porque nuestra tarea, como decía Baudelaire, está inconclusa.

"Raza de Caín", cierra el poema, "sube al cielo / ¡Y arroja a Dios sobre la tierra!"

 

 

 

 

Caín

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí