LAS EDADES DEL LENGUAJE

Cuentos protagonizados por jóvenes, ¿constituyen literatura juvenil?

 

Con el advenimiento de la imprenta, la literatura comenzó a constituirse como tal a medida que se liberaba de los cánones religiosos. La poesía, el cuento, el ensayo fueron cobrando identidad propia y definiéndose de acuerdo al público que conquistaban. Con el correr de las décadas, bien puede afirmarse que esa demanda acompañó el desarrollo del capitalismo. Con éste, el libro convertido en mercancía, los siempre lábiles géneros literarios pasaron de operar a modo de una referencia para el lector, a constituirse en un indicador de catálogo –cuando no en un número de control de stock— para el distribuidor de libros y referencia en los anaqueles del librero.

Mutaciones que dieron lugar a curiosidades, situaciones confusas, a veces entre divertidas y patéticas, como la librera novata a la que un cliente solicitó la biografía de Freud escrita por Peter Gay y la chica fue a buscarla a la góndola de literatura queer. Cuestiones de todos los días. Otras conllevan ingredientes sociológicos de una ambigüedad que hacen dudar de la posibilidad de someterlos a análisis. Es el caso de la sigla Lij, impresa junto a las referencias editoriales y pie de imprenta, en las primeras páginas. No quiere decir otra cosa que “literatura infantil juvenil”, definición en función del espectro clientelar, constituyendo género propio. Complejo por cierto pues, pese a referirse a los períodos más cortos de la vida (infancia y juventud), se trata de lapsos en que suceden eventos sumamente diversos en poblaciones etarias asimismo disímiles. Por otra parte, dos complicaciones aledañas: a qué edad comienza y a qué edad termina cada etapa; y quién determina qué texto, qué libro corresponde –o no— a cada una de tales fases. Tiranía de dictador beodo, su arbitrariedad percude más a lo que queda fuera que a lo que queda adentro de las respectivas, ignominiosas categorías: ¿cómo una pura mente infantil ha de contaminarse con un folleto de ESI para 4º año secundaria?, rezongaría un fan de Milei.

 

La autora, Valeria Correa Fiz.

 

Sin llegar a tanto, algo así sucedió con Hubo un jardín, el volumen de siete cuentos de la escritora argentina, radicada en Madrid, Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971), catalogado por una burocracia urgida como narrativa juvenil por el simple hecho de que todas las historias están protagonizadas por niños, adolescentes o muy jóvenes adultos. Bestialidad equivalente a afirmar que Moby Dick debe ingresar en el anaquel de los textos cinegéticos y Guerra y Paz en crónicas bélicas. Salvando las distancias –mas no tanto—, en las narraciones de esta poeta y abogada volcada a las letras bulle una pasión por la belleza del lenguaje en la que quien desee ver la prolífica imbricación entre el porteño, el rosarino y el madrileño, puede lograrlo sin tapujos.

Pues la autora se encuentra empapada de cada una de esas, sus historias, sin importarle objetivos, propósitos, mensajes blancos, moralinas y demás didactismos que habitualmente impregnan los textos del género bienpensante pendejil. Nada de ello le importa, sin complacencias: “En el césped, había algunas parejas de adolescentes fumando porros y besándose: acné con acné, ortodoncia contra ortodoncia”. Puede suceder en el marco del descubrimiento, la elección sexual, tanto como durante el currito con que sobrevive la piba sudaca al inmigrar a España: “Me gusta poner inyecciones. Los culos cuentan cosas que las caras ocultan. Son como la segunda lectura que te proponen las buenas historias, una forma de releer. La ropa interior y el modo en que alguien se tumba, se baja los calzones para que la aguja entre en la carne y la velocidad con la que se los suben cuando todo ha terminado también cuentan. (…) Hay mucho relato encerrado en los cuerpos”.

Cualquier mortal con dos dedos de frente juega con las palabras. Forma personal de enaltecer el idioma, ese juego cobra vuelo cuando nadie pierde porque toda la ganancia se desliza en favor del lenguaje. No hay secreto oculto en la escritura de Correa Fiz, todo está a la vista. Juego nunca es manipulación y eso es lo que hace irrepetibles los lenguajes explorados por la autora en Hubo un jardín: “¿Quién decía, en Argentina, embustero en vez de mentiroso? (…) Y era una palabra hermosa, aunque el rigor de Hortensia se encargaba de desmentir mi etimología inventada. Embustero, en vez de contener un grotesco oso como mentiroso en las sílabas finales, terminaba con un tero. Embustero tenía liviandad de ave: mentir, volar y cantar como el pájaro. Ese grito de libertad no estaba en ninguna de las partituras que estudiaba”.

 

El mítico Hotel Edén.

 

Correa Fiz se demuestra capaz de adoptar como escenario una locación manifiestamente odiada –el Hotel Edén, en Córdoba, Argentina—, la misma celebrada en forma simétrica e inversa en la icónica novela homónima (1970) de Luis Gusmán, sin referencias, guiños ni prejuicios. De modo semejante, logra describir un escalofriante intento de robo a un frigorífico por parte de una bandita de adolescentes, incapaces de cargar la media res sobre sus espaldas, a través del bosque, bajo la lluvia, durante la inundación. Puro y duro el lenguaje azota sin edad, anula el romanticismo technicolor e instala la pasión perenne, esa que solo requiere del estímulo para desatarse. Cruel y palpitante, la vida misma, Hubo un jardín, decididamente no es un libro para jóvenes porque en renglón alguno aspira a tamaña exclusividad. Por el contrario, esos cuentos importan ser leídos más que los datos etarios de quién los lea; así de fuertes.

 

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Hubo un jardín

Valeria Correa Fiz

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2023

150 páginas

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