Las ideas sí se matan

Y algunas vuelven como zombies

 

A fines de 1840, cuando todavía no había cumplido treinta años, Domingo Faustino Sarmiento emprendió su segundo exilio a Chile. Al pasar por la quebrada de Zonda, escribió con carbón en una roca “On ne tue point les idées” (Las ideas no se matan). Relató el episodio unos años después en Facundo: “Salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros”. Sarmiento tradujo la frase —que él atribuye a Fortoul, mientras que Paul Groussac se la atribuye al Conde de Volney— de forma creativa: “A los hombres se degüella; a las ideas, no”. Como escribió Ricardo Piglia, “en el proceso de la traducción, la frase se nacionaliza y pasa a ser, de hecho, un texto de Sarmiento (…). No se trata, está claro, de lo que suele llamarse un error de traducción, sino de un procedimiento más complejo del que podemos encontrar ahí un ejemplo concentrado. Las ideas europeas son transformadas para que se adapten a la realidad nacional”.

Facundo fue escrito en la urgencia del exilio y la oposición a Rosas. Fue un panfleto brillante que tuvo el inesperado destino de libro fundante. Según Jorge Luis Borges, “Sarmiento comprendió que para la composición de su obra no le bastaba un rústico anónimo y buscó una figura de más relieve, que pudiera personificar la barbarie. La halló en Facundo (…). Rosas no le servía. No era exactamente un caudillo, no había manejado nunca una lanza y ofrecía el notorio inconveniente de no haber muerto”.

“Las ideas no se matan” es un enunciado potente que ilustra con brío el dilema que plantea en Facundo: “Civilización o barbarie”. Pero es, además, notoriamente falso.

Como lo demuestra la vida y, sobre todo, la obra de Sarmiento, las ideas sí se matan. Se matan con otras ideas. Si, por ejemplo, ya no consideramos que la Tierra es un disco enorme apoyado sobre los lomos de cuatro elefantes que, a su vez, están parados sobre el caparazón de una tortuga gigante, es porque muchos pensadores lograron “matar” esa idea y reemplazarla por otras que hoy defendemos. Del mismo modo, ya no apaleamos a quienes padecen trastornos mentales “para sacarles al Diablo del cuerpo”, ni consideramos que las mujeres no deban votar (al menos en nuestro país), y tampoco arrojamos a los herejes a una hoguera, todas estas ideas que alguna vez gozaron de buena salud.

Existen incluso “ideas zombies” —un gran concepto establecido por el economista Paul Krugman— que son aquellas que están muertas por las evidencias que hay en su contra, pero que persisten en seguir caminando. El economista neoyorquino considera que la “idea zombie” más importante en su país (y muy en boga en el nuestro) es “la idea de que bajar los impuestos a los ricos hará que hagan cosas maravillosas”. “No hay pistas de que recortar impuestos a los más pudientes funcione”, explica, “pero hay gente muy pudiente dispuesta a pagar a otra gente para que defienda esto”.

Hace unos días Horacio Rodríguez Larreta, actual jefe de gobierno porteño y precandidato presidencial de Juntos por el Cambio, afirmó querer “terminar con el kirchnerismo para siempre”. No es un proyecto extraordinario, ha sido repetido de forma más o menos explícita por los principales referentes de la oposición. La presidenta del Consejo Social de la Ciudad de Buenos Aires, Cynthia Hotton, ferviente cristiana, afirmó: “Queremos ser parte del gran cambio del país, hay que terminar con el kirchnerismo.” La otra precandidata a la presidencia de JxC y presidenta del PRO, Patricia Bullrich, agregó una componente instrumental y habló de “dinamitar” el “régimen kirchnerista”. Javier Milei, uno de los tantos candidatos reaccionarios que se autoperciben liberales, afirmó por su parte: “Vengo a exterminar al kirchnerismo”.

En los últimos quince años, a partir del primer gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el discurso de odio anti-peronista —circunstancialmente anti-kirchnerista— se ha banalizado en los medios con posición dominante, cuyos periodistas rivalizan a la hora de denigrar a la actual Vicepresidenta y a su familia. El intento de asesinato que padeció hace casi un año — negado al principio por esos mismos medios, y hoy ocultado— fue el corolario necesario de aquella prédica violenta.

A la vez que deshumanizan al kirchnerismo y a su líder, los medios empujan a la actual oposición de Juntos por el Cambio hacia la extrema derecha en sus propuestas y hacia el autoritarismo en sus prácticas políticas, que atentan contra el acuerdo democrático al que se llegó en 1983.

La oposición no plantea un debate de ideas, sino un sistema de suma cero, en el que la supervivencia de un sector —en este caso, la actual oposición, auto-denominados representantes de la democracia republicana— depende de conseguir la desaparición perpetua del otro.

En este derrotero, a 40 años de la recuperación democrática, la reacción conservadora contra las propuestas que intentan mejorar la vida de las mayorías es escalofriante. Porque ya no se trata de “matar” ciertas ideas, sino de aniquilar, exterminar y dinamitar a quienes las defienden.

La verdadera barbarie.

 

 

 

 

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