Las palabras y las cosas

El “plan de paz” sería un chiste si no estuviera transcurriendo la tragedia

 

El 12 de septiembre pasado la Asamblea General de las Naciones Unidas votó por abrumadora mayoría –votación que el Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu, calificó de “vergonzosa”– una resolución en favor de la solución del conflicto entre Israel y Palestina mediante dos Estados. Aún no habían pasado 24 horas desde que Netanyahu había afirmado que “vamos a cumplir nuestra promesa de que no habrá un Estado palestino”. La Declaración de Nueva York recibió el apoyo de 142 Estados, hubo 12 abstenciones y 10 votos en contra, entre estos últimos el de la Argentina, un tributo de Milei en su condición de vasallo de Estados Unidos e Israel. La Declaración preparó el camino para que en la cumbre que tuvo lugar el 22 de septiembre se ampliara el grupo de países que reconocen a un inexistente Estado palestino, lo que efectivamente ocurrió: el reconocimiento reúne hoy a 148 de los 193 países miembros de las Naciones Unidas, entre ellos Gran Bretaña y sus neocolonias, Australia y Canadá, mientras el genocidio que consuma Israel en Gaza se acerca a su segundo aniversario, con por lo menos 64.000 palestinos muertos y una catastrófica crisis humanitaria infligida mediante una hambruna como arma y la destrucción sistemática de la infraestructura y el territorio.

La Declaración es un acto simbólico que –como sugieren la historia y el presente– será ineficaz para detener el genocidio: los mismos gobiernos que han apoyado la aniquilación de palestinos en Gaza y no hacen nada para detenerla, ahora dicen defender un “Estado palestino independiente”; además, estos simbolismos se inscriben en la centenaria estrategia de consolidación del proyecto sionista de un Estado racista/supremacista con ciudadanos de primera –israelíes judíos– y de segunda –israelíes árabes/palestinos–, un sistema análogo al que el norte occidental avaló en su momento en Sudáfrica y Rhodesia. Para que este proyecto colonial sea ya difícilmente reversible, fue necesaria la colaboración durante más de 100 años de élites palestinas que se vieron así beneficiadas: lo mismo que en cualquier proceso de colonización, como el que en estos momentos se está consumando en la Argentina.

Los hechos son contundentes: intenciones al margen, el objetivo tantas veces enunciado de “lograr una paz justa y duradera en Oriente Medio” a través del reconocimiento occidental de un Estado palestino fantasma implica reconocer al Estado de Israel realmente existente: un breve recorrido histórico nos muestra que cuando las potencias occidentales reconocen un Estado palestino desafiando la realidad de su tozuda inexistencia, cuestiones centrales de la colonización israelí, como son actualmente la toma de Jerusalén Oriental y Cisjordania –aterrorizando allí a los palestinos indígenas– e incluso el genocidio en Gaza, quedan relegadas a un segundo plano y, entonces, se consolida el Estado colonialista israelí.

 

El muro de separación de Cisjordania. Foto: Shirin Yaseen, ONU.

 

 

La cumbre del 22 de septiembre pasado no fue el primer intento de establecer un Estado palestino. El mismo día pero de 1948 se fundó en Gaza el Gobierno Pan-Palestino (GPA), que reivindicó su soberanía sobre toda la Palestina del Mandato Británico. En la práctica, sólo pudo operar en lo que después sería la Franja de Gaza, debido al establecimiento de una colonia israelí durante el mes de mayo anterior, y a la ocupación por Israel de la mitad del territorio que el Plan de Partición de la ONU había asignado al Estado palestino. Estados Unidos había bloqueado la independencia palestina en 1947, cuando obligó a varios países a cambiar sus votos en el último minuto y apoyar la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, es decir el Plan de Partición, como documentó el historiador palestino Walid Khalidi en su libro From Haven to Conquist (Del Refugio a la Conquista, MdC.). Justamente fue Estados Unidos el artífice de que el Plan le otorgara la mayor parte de Palestina a la minoría colonizadora, cuyo Estado fue reconocido por los norteamericanos rápidamente, en mayo de 1948. Seis de los siete miembros de la Liga de los Estados Árabes reconocieron inmediatamente al Gobierno Pan-Palestino. Sólo Jordania, que controlaba el centro y este de Palestina –territorio que anexó el año siguiente y rebautizó como “Cisjordania”–, se negó a extender el reconocimiento. Occidente pronto reconoció la anexión jordana de Cisjordania. Debido a la hostilidad occidental y su complicidad en la división de Palestina entre Israel y el rey Abdullah de Jordania para impedir cualquier expresión soberana de los palestinos, el Gobierno Pan-Palestino se disolvió en 1953.

En 1988, el Consejo Nacional Palestino –parlamento palestino en el exilio, componente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP)– declaró en Argel la “independencia” en apoyo al primer levantamiento palestino (1987-1993), que la OLP luego bloquearía como precio a pagar por la firma de los Acuerdos de Oslo de 1993-94, a los que llegó debilitada después de perder el apoyo diplomático del Bloque del Este tras la caída de la URSS, y el financiero de las autocracias árabes después de la Guerra del Golfo de 1990-91. Los Acuerdos implicaron la quiebra de la resistencia palestina y la degradación de la OLP en la Autoridad Palestina (AP), desde entonces reconocida como cabeza de un Estado ficticio. Mientras decenas de países se apresuraron a reconocer ese Estado, Estados Unidos se negó, lo mismo que en septiembre de 2025.

Después de los Acuerdos, las negociaciones con Israel sobre asuntos clave –la independencia, las fronteras, Jerusalén y el retorno de los refugiados– nunca se materializaron –debían concretarse en un período interino de cinco años que finalizó en mayo de 1999–. Ante la demora en el tratamiento del “estatuto final”, Yasser Arafat, entonces presidente de la Autoridad Palestina, amenazó con declarar la independencia de Palestina en toda Cisjordania, Jerusalén Oriental y Gaza, territorios donde la Autoridad Palestina ejercía un control limitado o nulo. Las intimidaciones estadounidenses y las advertencias de los gobiernos árabes proyanquis lograron neutralizar a Arafat. En síntesis, recién cuando abandonó la genuina representación de los intereses del pueblo palestino e implícitamente reconoció el derecho de Israel a colonizar Palestina, en 1993 en Oslo, la Organización para la Liberación de Palestina fue aceptada como la voz oficial de ese pueblo.

La Autoridad Palestina fue convirtiéndose en un régimen colaboracionista y antidemocrático, expresión de esa invariable táctica –propia de las estrategias coloniales– que legitima y fortalece a los regímenes que suprimen los auténticos liderazgos populares y bloquean la capacidad de acción de los pueblos; algo que conocemos bien los argentinos: toda dominación intenta imponer a los dominados representantes dóciles, y entre los dominados siempre aparece/n alguno/s dispuesto/s a traicionar a su pueblo. Legitimación de pseudo representantes que en el caso que nos ocupa es practicada desde el mismo momento en que los ingleses conquistaron y colonizaron Palestina en 1917.

Fue la Primera Ministra italiana, Georgia Meloni, quien objetó el reconocimiento: “Personalmente, sigo considerando que el reconocimiento de Palestina en ausencia de un Estado, que no tiene los atributos de la soberanía, no resuelve el problema ni produce resultados tangibles para los palestinos”.

Declarar la independencia de un Estado antes de su creación y de haber consolidado tal declaración en los hechos no es algo extraño: cuando declararon la suya, las Provincias Unidas en Sud-América no se habían constituido como Estado nacional y aún no había concluido su guerra por la independencia; Estados Unidos declaró la primera independencia en 1776, aunque los británicos fueron derrotados en 1783 y los franceses reconocieron la independencia estadounidense en 1778. Por su parte, Haití declaró su independencia en 1804, 13 años después del inicio de su revolución, y después de que quienes habían sido esclavizados lograron terminar con la esclavitud y derrotar a los colonos franceses y al Estado colonial francés; sin embargo, Estados Unidos, país esclavista, se negó a reconocerla hasta 1862.

Pero en esos tres casos –para mencionar sólo algunos– declararon la independencia quienes lucharon para desalojar de su futuro Estado al imperio que los sometía. En cambio, en el caso palestino son los países imperialistas los que buscan otorgar el estatus de “independiente” a un Estado que encabezarían no quienes resisten a los colonos, sino quienes aceptan el colonialismo y la ocupación israelí; en otras palabras, el “Estado palestino independiente” que el norte occidental reconoce primero y pretende imponer después es el concebido por… el mismo norte occidental, investido con la autodeterminación forzada por el colonialismo. Un oxímoron más claro no se consigue.

Puede que éste no sea el razonamiento de Meloni, pero debería ser la preocupación de quienes piensan que ese reconocimiento pondrá fin –en lugar de profundizar– el control y exterminio palestino por parte de Israel.

El 21 de septiembre último, el Primer Ministro británico, Keir Starmer, aseguró que “el reconocimiento no era una recompensa para Hamás” y prometió que “el Reino Unido también tomará medidas para sancionar a altos cargos de Hamás en las próximas semanas”. Por su parte, el Primer Ministro australiano, Mark Carney, agregó: “El Presidente de la Autoridad Palestina ha asumido compromisos directos con Australia, incluido el de celebrar elecciones democráticas y promulgar reformas significativas en las finanzas, la gobernanza y la educación […] La organización terrorista Hamás no debe tener ningún papel en Palestina”.

Sin apartarse un ápice de la línea histórica impuesta por los británicos a través de la Declaración de Balfour en 1917, el lunes último se conocieron los 20 puntos de un plan para “la paz eterna en el Medio Oriente”, según palabras de Donald Trump, coautor con el ex Primer Ministro británico Tony Blair y con Benjamín Netanyahu, es decir Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel, para someterlo a consideración de la Autoridad Palestina: sería un chiste si no estuviera transcurriendo la tragedia. El plan implica una imposición, no una negociación; prevé la explícita y perpetua proscripción de Hamás –para algunos países occidentales, una “organización terrorista”–, elegida democráticamente por los palestinos que viven bajo ocupación la última vez que votaron; implica el final de la resistencia palestina y el control total de la Franja de Gaza; y contempla un gobierno “tecnocrático y apolítico” de palestinos para un período de transición, supervisado por una “Junta de la Paz” presidida por Trump e integrada por otros jefes de Estado y Tony Blair. Pero un informe confidencial filtrado por el diario israelí Haaretz el mismo lunes 29 reveló que la Junta estará compuesta por multimillonarios y empresarios, mientras que los palestinos “neutrales” serán sometidos a exigentes exámenes. Finalizada la transición, entregarán el gobierno a la Autoridad Palestina, que los palestinos no eligieron.

En febrero de este año, Trump habló de “apropiarse de Gaza” para dar paso a la “Riviera del Medio Oriente” y aunque ahora, según el plan, “nadie está obligado a abandonar Gaza, y quienes deseen irse serán libres de hacerlo y de regresar”, el cambio en el lenguaje es inverosímil, no sólo por la presencia de multimillonarios en la Junta, sino porque según algunos analistas, como Abed Abou Shhadeh, activista palestino radicado en Jaffa, la razón por la que se omite el desplazamiento forzoso está en que Israel no ha encontrado un tercer país que albergue a los palestinos expulsados: “Si encuentran un tercer país, seguirán expulsando palestinos”.

Lo dicho hasta aquí muestra una coincidencia sin fisuras entre las palabras de las definiciones previas al plan de “paz”, las del plan mismo y las que han dado y dan cobertura a Israel que, en una sus últimas acciones por la paz, interceptó en aguas internacionales a la Flotilla Global Smud –que intentaba llegar a la Franja con ayuda humanitaria– porque consideró que era una “provocación”. Una cosa son las palabras, otra muy distinta es la realidad.

 

 

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