Las reglas del marqués

La derecha reaccionaria reemplazó el discurso lógico por el de odio

 

En 1867, el deportista John Graham Chambers publicó en Londres un compendio de doce reglas destinado a regular el boxeo. John Douglas, noveno Marqués de Queensberry, apasionado del deporte en general y del boxeo en particular, apoyó la iniciativa con entusiasmo, lo que consiguió –algo injustamente– que el nuevo reglamento fuera conocido popularmente como las “Reglas del Marqués de Queensberry”.

Hasta ese momento, las peleas, por lo general clandestinas, duraban hasta que un púgil se rendía o caía desvanecido. Las nuevas reglas establecieron los rounds de tres minutos con intervalos de un minuto y una serie de normas elementales, como el uso de guantes, el tamaño del cuadrilátero o el lapso de diez segundos después de la caída de alguno de los contrincantes, a partir del cual el árbitro podía parar la pelea y designar un ganador. La regla número once prohibía el uso de “zapatos o botas con púas o clavos de alambre”, lo que nos da una pauta de lo que sería el boxeo antes de ser regulado por Chambers.

130 años después, el 28 de junio de 1997, durante un combate en Las Vegas, el peso pesado Mike Tyson le mordió la oreja a su rival Evander Holyfield, una acción defensiva no contemplada por las Reglas del Marqués de Queensberry. Además de ser descalificado esa noche, a Tyson se le retiró la licencia de boxeo y se le obligó a pagar una multa de tres millones de dólares.

Tyson fue sancionado de la misma forma que lo hubiese sido de haber subido al ring con zapatos con púas o clavos de alambre, o haber arremetido contra su rival a sillazo limpio, como ocurre en algunos combates de catch, actividad más relacionada con el espectáculo que con el deporte.

En su libro Agonística, pensar el mundo políticamente, la politóloga Chantal Mouffe escribió: “El debate democrático es entendido como una confrontación real. Los adversarios luchan –incluso ferozmente– pero de acuerdo con un conjunto compartido de reglas, y sus posturas –a pesar de ser irreconciliables en última instancia– son aceptadas como perspectivas legítimas”.

Si bien en política no existen explícitamente las Reglas del Marqués de Queensberry, podemos imaginar que la sentencia de Mouffe es un principio de regulación. En una discusión política –aún apasionada– los contrincantes acuerdan previamente –incluso de forma tácita– un parámetro esencial relacionado con el aspecto instrumental del debate: el discurso lógico. Eso no impide la mala fe o la chicana, artilugios que forman parte del debate político, al menos desde los sofistas en adelante, pero sí rechaza, o debería rechazar, el discurso que transite por fuera de los andariveles de la lógica.

Desde hace unos años asistimos, sin embargo, a un cambio en ese acuerdo elemental. No se trata de un cambio limitado a nuestro país, sino de una tendencia global. La derecha ultraconservadora o francamente terraplanista dejó de lado el discurso lógico y lo reemplazó por un discurso de odio que otorga un sentido de pertenencia a un grupo de ciudadanos frente a un enemigo común, cuya desaparición, al menos discursivamente, es legítimo invocar. Ya no se trata de ideas políticas diferentes, sino de una lucha moral, muchas veces relacionada con conceptos religiosos.

En otro de sus libros, En torno a lo político, Mouffe hace hincapié en ese cambio: “Lo que está aconteciendo en la actualidad no es la desaparición de lo político en su dimensión adversarial, sino algo diferente. Lo que ocurre es que actualmente lo político se expresa en un registro moral. En otras palabras, aún consiste en una discriminación nosotros/ellos, pero el nosotros/ellos en lugar de ser definido por categorías políticas, se establece ahora en términos morales. En lugar de una lucha entre ‘izquierda y derecha’ nos enfrentemos a una lucha entre ‘el bien y el mal’”.

Eso ocurre en la Argentina con la extrema derecha representada por La Libertad Avanza, pero también con Juntos por el Cambio, cuya línea más radical, liderada por Mauricio Macri, logró imponer a Patricia Bullrich, la ex Ministra Pum Pum, como candidata presidencial del espacio. Una candidata cuya principal propuesta de campaña es “terminar con el kirchnerismo”

 

Javier Milei, líder de La Libertad Avanza, asimila los impuestos a un robo, comparó al Estado –al que considera su “enemigo”– con “un pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina”, y agregó: “Y los políticos son los que ejecutan el Estado. Entonces, nuestros verdaderos enemigos son los políticos”. ¿Qué debate, más o menos constructivo, se puede impulsar en estos términos?

En materia de relaciones exteriores, Milei propone desplazar la embajada argentina en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, imitando la decisión que tomó el Presidente Donald Trump en 2017 con la embajada de Estados Unidos. Una iniciativa unilateral denunciada por la inmensa mayoría de la comunidad internacional, incluyendo a la Argentina. Milei explicó su propuesta –que ubicaría a nuestro país en primera línea del eterno conflicto israelí-palestino– señalando que “Jerusalén fue la capital que eligió el rey David”. Supeditar nuestra política exterior al Antiguo Testamento suena asombroso aún para el generoso estándar del terraplanismo vernáculo.

Ocurre que al elegir el discurso de odio –más relacionado con axiomas religiosos que con el discurso lógico que permite el debate y la refutación–, la derecha reaccionaria abandonó las Reglas del Marqués de Queensberry de la política. El terraplanismo sube al ring con una silla, representada por el moralismo selectivo, y muerde las orejas de sus rivales del campo progresista. Estos se enfrentan al dilema de responder de la misma forma, lo que iría en contra de su propia naturaleza –anclada históricamente al debate de ideas y al discurso lógico– o recibir pasivamente los sillazos disciplinadores y los mordiscos de odio.

Encontrar o no una respuesta a este dilema es lo que definirá los próximos años de la política, tanto global como doméstica y, por ende, el bienestar de las mayorías.

 

 

 

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