Las trampas de la unidad

Malvinas, el Guasón y el coronavirus: una prevención hecha de desconfianza y enemistad

 

Los argentinos conocimos muchas uniones. Una de ellas fue la de 1982. En las últimas semanas advertimos cierto tufillo a malvinizar a las audiencias para enfrentar la “guerra al Covid-19”. Parece que el coronavirus tiene la capacidad de no generar divisiones, de
construir consensos anímicos, hechos de miedo, mucho miedo, pero también, como diría Spinoza, de otras pasiones tristes que vuelven maldita esa unión. Más allá de que seamos kirchneristas, albertistas, marxistas o macristas, “todos estamos en el mismo barco”.

Malvinas es un nombre que quedó en la memoria por muchas razones, una de ellas es porque fueron meses donde los buenos se juntaron con los malos. Y que cada uno ponga en el casillero de los “buenos” a los grupos que le plazca. En la Plaza de Mayo estaban todos, o casi todos: no estaban los desaparecidos, ni las Madres, ni los exiliados y tampoco muchos argentinos que leyeron con angustia la empresa moral de la dictadura. Una Plaza que había sido entrenada en 1978, que venía a duplicar la euforia aprendida en el Mundial ‘78. En efecto, 1978 fue un año donde todos “jugamos el mismo partido” y con cada gol de la selección nacional nos sorprendimos abrazados con la persona que teníamos al lado, sin preguntarnos si se trataba de un torturador o un mero oficinista. Aunque está visto que muchas veces no hay diferencias entre los profesionales de la violencia y los asesinos de escritorio.

Todas esas uniones están malditas, porque no estaban hechas de diálogos plurales sino de chantajes morales que clausuraban la política. No había un intercambio paciente de argumentos sino mero consignismo huero, que convertía al diálogo en un monólogo urgente. En tiempos de guerra el que habla es un traidor, no son momentos para librepensadores. Quiero decir, la comunidad que se postulaba no era el fruto de debates pacientes, con todos sus desacuerdos, sino de la fatalidad de tener que deponer nuestras opiniones, de postergar las discusiones para tiempos mejores. No había voluntad de unirse sino un temor desesperado a volar por los aires. Como escribió Charly García en clave hobbesiana: “Parte de la religión”, es decir, aquello que nos juntaba era lo que nos separaba — el temor. El temor a la invasión o a los bombardeos; el temor a la exclusión social (por desocupación o pérdida de status); o, como ahora, el temor a la enfermedad. En todos los casos se trata siempre del temor a caer, el temor a la muerte, una muerte que ya no espera al final de la vida sino que se precipita por proximidad. La guerra, la pobreza y la enfermedad nos recuerdan la fragilidad de la vida, la puerilidad que tienen muchas veces las disputas que nos desencuentran. Disputas que resignamos, aunque secretamente las continuamos por otros medios.

 

 

 

2.

Hasta hace muy poco nos lamentábamos hablando de la posverdad: una vez más los
populismos de derecha habían puesto a la verdad más allá de la realidad. Hasta que la
realidad cayó por su propio peso. Y que conste que no estoy pensando en la caída de
las bolsas en todo el mundo. Con el coronavirus estamos prendidos de la realidad, le
seguimos el pulso, minuto a minuto, a cada instante. Estamos obsesionados con la
realidad, una realidad que pide ser explicada, o, mejor dicho, sentida, glosada,
exasperada, memeada, reenviada, reída, gritada, vigilada y denunciada.

Porque el problema no es que la realidad supere a la ficción, sino que la realidad sigue
siendo pensada a través de algunas ficciones que fuimos componiendo durante todos
estos años mentirosos que vivimos, donde se amasó y desde donde se catapultó la
posverdad. La combinación resulta explosiva: posverdad e hiperrealidad. Y que conste
que cuando digo ficción no estoy pensando en La peste de Camus o en
la novela de Dean R. Koontz Los ojos de la oscuridad; y tampoco en el universo
distópico cultivado por novelistas de la talla de Orwell, Ballard o Dick. Estoy pensando
en los formatos del periodismo televisivo y radial contemporáneo, hechos de
emociones, generalizaciones súbitas y mucha velocidad. Un periodismo ignorante pero
sensiblero, lleno de información chatarra, con datos que son incapaces de procesar o
digerir, y todo envuelto en imágenes loopeadas que tienen la capacidad de acelerarnos
las pulsaciones cardíacas. Un periodismo que ya no está para contar lo que sucedió
sino lo que está sucediendo, y si es posible, en vivo y en directo. Hace rato que el
filósofo y urbanista francés Paul Virilio advirtió que la velocidad estaba
reemplazando a la comunicación, o mejor dicho, que la velocidad se había convertido
en una forma de comunicación paradójica, una comunicación estallada hasta la
desaparición. Los periodistas nos bombardean con la realidad, con las noticias
urgentes, de último momento, con alertas de todo tipo. Un periodismo, entonces, que
tiene la capacidad probada de enloquecernos a todos y todas, de meterle más angustia
a nuestras vidas angustiadas. No sólo a nosotros sino a muchos funcionarios en los que
hemos depositado también nuestra confianza. Por suerte, y dicho sea entre paréntesis,
tenemos un Presidente que no está dispuesto a congraciarse con la gente, que mete
paños de tranquilidad para que tramitemos la cuarentena con responsabilidad. Un
Presidente que hace esfuerzos enormes para no perder la paciencia y hacerles bajar un
cambio a aquellos periodistas que siguen haciendo preguntas llenas de golpes bajos,
comparaciones dudosas y pronósticos truculentos. En fin, un periodismo que se hace
eco de las uniones malditas y colabora en la vigilancia y la delación.

 

 

 

3.

Y me quiero detener en estas dos palabras: vigilar y delatar. La unión está maldita
porque está cargada de prudencialismo. Hay un refrán popular que se repite hasta el
cansancio y dice: “Mejor prevenir que curar”. Esta frase es imbatible, no admite
refutación alguna, por lo menos del sentido común imperante. Pero no nos damos
cuenta de que la prevención hoy en día es el mejor vector para la punición, que con la
prevención llegan los punitivismos, sobre todo cuando la prevención la ejercen los
vecinos y vecinas alertas.

Le pido al lector que no se apresure y que ponga un poco de voluntad para entender. Por eso quiero ser explícito: no estoy diciendo que no haya que actuar preventivamente. No
estoy señalando tampoco que la cuarentena que dispuso el gobierno nacional no sea
necesaria, ni oportuna, ni factible, y ni siquiera estoy queriendo contrariar la imposición
de la cuarentena preventiva y obligatoria. (No faltarán los chantajistas de siempre que
nos van a decir que no es tiempo de discutir, que si reponemos la palabra le hacemos
el juego a los virus, de la misma manera que antes se le hacía el juego a la derecha. Se
puede llevar la cuarentena con pluralidad, sin resignar los debates, sobre todo cuando
no somos China.) Digo que la prevención no es siempre la misma. Hay prevenciones
que están hechas de amistad y cuidados entre sí, de ayuda mutua. Pero hay otras
prevenciones que, por el contrario, están hechas de enemistad, de sálvese-quien-
pueda, que son el fruto del miedo al miedo y del resentimiento abyecto.

Me explico: no todas las personas o grupos de personas pueden transitar la cuarentena
de la misma manera. Hay grupos que no tienen las condiciones materiales para
hacerlo, por la sencilla razón de que adentro de su casa, compuesta de una o dos
habitaciones, por ejemplo, viven 6 o más personas. Y que conste que no estoy
pensando solamente en los pabellones de las unidades de encierro o los calabozos de
las comisarías bonaerenses. Otras veces tampoco cuentan con entornos afectivos
oxigenados porque están cargados de violencias de distinto tipo (familiares, de género),
o de sostenidas indiferencias. En ese contexto resultará muy difícil imponer una
cuarentena. Quiero decir entonces que cuando la prevención está amasada en las
políticas de la enemistad, se le recomendará a la población la vigilancia y delación de
su prójimo. En cambio, si la prevención está vertebrada en políticas de la amistad, la
prevención viene con ayuda mutua.

En otras palabras: si pensamos la prevención con el otro, y podemos pensar en sus
circunstancias particulares, en sus vivencias, sus sentimientos, podríamos
llegar pensar la prevención en otros términos, no a través de la delación sino de la
solidaridad. Porque está visto que no todos podemos tramitar la cuarentena con la
misma heladera, los mismos ahorros, el mismo reaseguro. De modo que cuando la
prevención se desacopla del otro que tenemos al lado y de sus circunstancias, además
de volverse un privilegio de clase, la prevención se vuelve maldita. Esa “unión que
hace a la fuerza” encontrará muchas oportunidades, no sólo para reproducir las
desigualdades, sino para desplegar sus resentimientos a través de la denuncia, el escrache, el insulto y otras formas de violencia que pueden escalar hacia los extremos. Una violencia que podrá asumir formas diferentes: disturbios en los hospitales, palizas colectivas o tentativas de linchamiento, saqueos colectivos a comercios, incendios intencionados a las viviendas de las personas enfermas o que no hacen cuarentena. Detrás de un resentido hay un buen padre de familia que puede pasar de la risa al insulto en un abrir y cerrar de ojos. Estos resentidos son los guasones de la época que saben que, para salir de caza, tienen que pintarse la cara para sacar todo lo que llevan adentro.

Por eso cuando en Argentina escuchamos “prevención” estamos escuchando casi
siempre “punición”. Y que conste que no estoy pensando solamente en los dispositivos
punitivos del Estado, sino en el punitivismo que viene por abajo. Porque la prevención
llegará con vigilancia y delación vecinal. Peor aún, llegará con amenazas y
linchamientos reales o simbólicos en redes sociales. Entonces la unión está maldita, la
prevención que nos une no está hecha de amistad sino mezclada con resentimiento,
odio, enemistad. Esta unión maldita es total. Por eso mismo, cuando detecte un virus se
volverá implacable. La sociedad puede volverse una masa aislada que no dudará en
apuntar al prójimo cuando ponga en riesgo su salud y la de su familia.

Es una unión preventiva agarrada de los pelos, prendida con alfileres. Una unión hecha
con mucha desconfianza. No digo que todo volará por los aires, pero tampoco nos
hagamos ilusiones. Si escuchamos a muchos periodistas por la radio y la televisión,
estamos a punto de replicar el dedo pulgar positivo de las Malvinas. El optimismo pavo
corre en paralelo con los peores pronósticos. Un optimismo que sabe disimular la
violencia acumulada y contenida. Un periodismo que pendula entre la catástrofe y la
comunidad imaginada. Los mismos que ayer hablaban sacando espuma por la boca
son los que ahora aprendieron hablar de manera pausada, no interrumpen cuando le
dan la palabra al entrevistado de turno.

 

 

 

4.

Vuelvo al Mundial ‘78. En aquella oportunidad se ganó, y la gente eligió ver a un
campeón del mundo. Pero esta vez no se trata de ningún partido de fútbol y está visto
que nos van a meter cientos de goles. Entre paréntesis: espero sepa el lector disculpar
esta comparación odiosa, pero lo hago para formular la siguiente pregunta: ¿Qué
sucederá llegado ese momento? Tal vez convenga no sobreactuar la unidad, como
tampoco agregarle pánico a una sociedad que de repente se descubre otra vez frente al
abismo. Una sociedad –la argentina— que, estructuralmente hablando, no es la española
y tampoco la italiana, que encierra otras incógnitas que tienen que ver con la pobreza y
la marginalidad, pero también con el tamaño de la informalidad de su economía y el
trabajo. No niego entonces que no estemos en un momento sumamente crítico, pero
me pregunto si no habrá otra forma de tramitar la responsabilidad social que no sea
metiendo más miedo al miedo. Me pregunto si no se puede pensar en una prevención que no reniegue del otro, del mundo difícil que tiene el otro, sino que, por el contrario, lo
tenga presente para sentirlo y ser solidario.

La forma que asume esta prevención patriotera nos recuerda entonces a
otras uniones que estaban hechas también de miedo, desconfianza y mucha
prevención. ¿Acaso será por eso que en algunos barrios escuchamos a los
vecinos poner a la tardecita el Himno Nacional, la Marcha de San Lorenzo o Aurora?
¿Acaso será por eso que algunos policías se dedican a parar a los pibes y filmarlos
mientras les hacen hacer saltos en rana y cantar el Himno? (Vean el video en este link: https://www.facebook.com/ivonne.sanalberto/videos/1473598286156256/)

Pero ese patriotismo berreta y yutero no es patrimonio de la derecha. De hecho me sorprendió ver en algún periódico progresista de circulación nacional, noticias que explicaban cómo hacer una denuncia, dónde llamar, qué formulario completar.

En cada uno de nosotros acecha un resentido que nos halaga con la voz del sentido
común. El temor no suele llevarse bien con la solidaridad, corren por carriles distintos.
Una responsabilidad social, en estos momentos, es una responsabilidad hecha de
paciencia y confianza en las autoridades.

Por último coincido con lo que escribió Giorgio Agamben hace unos días, pero solo en
este punto: cuando dice que el problema no sólo es el presente sino también el futuro.
Con el pánico no hacemos más que dar otro paso para seguir polarizando los conflictos
y continuar metiendo a la democracia en un callejón sin salida. De lo contrario, cuando
todo esto pase —porque va a pasar, tarde o temprano va a quedar atrás— no vamos a
estar en mejores condiciones para debatir y decidir entre todos y todas cómo queremos
vivir juntxs. Y que conste que no lo digo por los funcionarios –muy poquitos— que se
hacen los guapos y cancherean frente a sus fuerzas de seguridad, sino por aquellos
vecinos que tienen el dedo en el 147 o el 911.

 

 

 

 

* El grabado que acompaña este artículo fue realizado por la artista platense Julieta Warman.

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