La semana pasada, urgido por la bronca y el deadline, intenté bajar a texto esta sensación: que la ultra-derecha actual nos está pasando el trapo en materia cultural, mientras nosotros, los del campo popular, no hacemos mucho más que desgarrarnos las vestiduras, quejarnos por la injusticia y reclamar el VAR, o lo más parecido al VAR (Video Assistant Referee, eso significa: estoy hecho un experto en siglas) que exista en materia cultural.
Me quedé con la sensación de que el apuro y la brevedad del texto —brevedad para mis parámetros, al menos— habían encallado en el gris de la imprecisión. Porque el tema es complejo, y los tiempos, ni les digo. Y hoy en día hablar de "cultura" es meterse en terreno cenagoso, porque nadie entiende lo mismo cuando la palabreja sale a relucir.
Sobre algunos principios, todavía podemos —creo— alcanzar una suerte de consenso. Por ejemplo: durante mucho tiempo, decir "cultura" era decir Alta Cultura. Grandes Obras, que sólo las mentes cultivadas (y con tiempo disponible para el ocio, habría que agregar) podían apreciar. El advenimiento de la industria y la fabricación a escala fordista intervinieron entonces, cambiando los vientos de una discusión que venía de lejos. Y de repente, "cultura" —o lo que, a partir de ahí, empezamos a llamar Cultura Popular— ya no era necesariamente lo más refinado, sino lo que más unidades vendía, se tratase de discos, libros o entradas. La masividad flamante emparejó el terreno, y permitió valorar formatos y artistas que hasta entonces no eran reconocidos y, por ende, no solían ser tema de la apreciación y la crítica (formalmente) culturales.
Fue una linda temporada, la de la Cultura Popular. Aun así, durante su reinado la tensión subyacente subsistió como Dios manda, porque esto no es un partido de fútbol, y tampoco una batalla. Acá no puede haber ni vencedores ni vencidos. Porque la Alta Cultura sigue y seguirá siendo un reservorio de obras de belleza inagotable. Y la Cultura Popular tampoco se consagró campeona indiscutida, porque la cantidad de unidades vendidas no es directamente proporcional a la excelencia estética o la relevancia socio-política de una obra o de un artista. (Acá no aplica el célebre adagio: Coma caca, millones de moscas no pueden estar equivocadas.) De todos modos, los formatos que el gran público bendijo, como el relato de género (novela), la música popular, la historieta y el cine, entregaron grandes obras a la Cultura A Secas. Y nuestro país fue una cantera generosa a ese respecto. Somos la cultura que acunó a Gardel, a Roberto Arlt, a Discépolo, a Oesterheld, a Leonardo Favio, a Quino, a María Elena Walsh, a Charly, Spinetta y el Indio. Gente salida de la entraña del pueblo, que produjo una obra que dialoga de igual a igual con los grandes de la Alta Cultura de todo el mundo y de todos los tiempos.
Pero, ¿qué pasa cuando la Cultura A Secas cambia tanto, que pierde territorio en común con su acervo, con su tradición, con su riquísima historia, al punto de convertirse en —o al menos, parecer— algo por completo distinto?
Aquí habría que hacer otro aro aro. Porque durante mucho tiempo usamos el término "cultura" del modo en que yo vengo usándolo hasta aquí. Cultura = Obras y Artistas. Cultura como lo que se cuelga en la pared, lo que se va a ver al teatro, lo que se hace sonar en casa para deleitarnos. Pero, con el desarrollo de las ciencias sociales, empezó a colar una idea de cultura más amplia. Cultura empezó a ser, también, la forma en que cada región o pueblo se relacionaba con su medio: el idioma desde ya, pero también las religiones, el desarrollo científico, la gastronomía, la organización social y las costumbres, las preferencias urbanísticas y arquitectónicas, las fiestas populares, los deportes. (¿Quién negaría, hoy, que Maradona es un ícono cultural, además de futbolístico?) Cultura, entonces, como lo que se bebe y se dice al brindar, como el mundo de creencias en que bautizamos a los hijos, como lo que hacemos, o no, en presencia de la muerte. Esto complejizó la fórmula, que pasó a ser consignada más o menos así: Cultura = Forma de Vida + Obras y Artistas.
Entonces llegaron las redes, con el advenimiento de la Era Digital, y patearon la(s) fórmula(s) a la mierda. Porque mutaron radicalmente uno de los términos de la ecuación, el de la Forma de Vida, mientras relativizaban la importancia de las Obras y de los Artistas. Nuestra Forma de Vida actual se ha fagocitado, o casi, al viejo concepto de Cultura. Hoy es casi lo único que hay, o al menos lo único que crece en progresión geométrica.
¿Estoy tratando de decir que los artistas y las obras de la cultura universal, además de aquellos que persisten en su arte, ya no importan? Claro que no. Si así fuese, ¿por qué seguiría escribiendo? Esa vocación y las obras que alumbra no desaparecerán mientras exista un humano vivo. Pero la nueva Forma de Vida alteró el modo de relacionarnos con el mundo: empezando por condicionar nuestra noción de lo real, pero trastocando también —y de manera muy concreta, aquí— la educación, el trabajo, el deseo y la sexualidad, las relaciones y la organización social, la salud mental, la política, la justicia, el consumo, el tratamiento (o más bien destrato, habría que decir) de la enfermedad y la vejez. En este contexto de turbulencias, ¿cómo no iba a verse afectada nuestra relación con las joyas de la corona cultural — los artistas y sus obras?
El significante "cultura" —la forma lingüística que adoptó esa idea entre nosotros, su envase— sigue siendo el mismo. Pero el significado, su contenido, ya no.
Hoy en día, la cultura ya no es lo que pensábamos que era hace veinte, o cien, o doscientos años. Y es probable que nunca más vuelva a serlo.
Ser (digital) o no ser
Nuestra dependencia del celular como ventana casi excluyente al mundo —porque la porción grossa de la información llega a través de esa pantallita, que usamos también para interactuar— ha sido funcional a una transformación socio-cultural impresionante.
La realidad que viven las generaciones más jóvenes no se parece a la de quienes las precedemos, ni de lejos. Y no me refiero tan sólo a las diferencias objetivas entre lo que era el mundo hace años y lo que es ahora. Me refiero, ante todo, a la diferencia entre percepciones. Que es exactamente la diferencia que existiría entre alguien que contempla el paisaje que tiene delante y alguien que tiene colocadas unas gafas de realidad virtual. Con esto no quiero decir que aquel que mira sin filtros tecnológicos tiene la vaca atada, porque su percepción es incompleta, limitada: tiene que procesar lo que ve, preguntarse por lo que no está a la vista, conseguir la información que le falta y arribar a una síntesis. Pero aquel que tiene puestas gafas de esas no está viendo lo que tiene adelante, su verdadera circunstancia, sino, ciento por ciento, lo que otra persona quiere que vea, y nada más. Y esto no es ciencia-ficción, esto es el diario de hoy. Porque los celulares son exactamente eso, unas gafas de realidad virtual, la ventana a través de la cual ven todo, la única fuente de todo lo que creen y, peor aún, de lo que creen saber. Lo único que les falta es un soporte que coloque el teléfono a la altura de los ojos, pero, a los efectos concretos, la cosa funciona como si ya tuviesen puestas unas de esas gafas todavía tan caras. Y eso determina su realidad: la condiciona, la agosta —agostar significa consumir, debilitar, destruir— hasta la locura.
Para empezar, la mayoría de ellos no cuenta con un proyecto de vida. Ya no quieren estudiar, porque piensan —con razones atendibles, lamentablemente— que no sirve para nada. Tampoco aspiran a un trabajo formal, porque en las condiciones actuales del mercado laboral, resulta más esclavizador que liberador: se invierten demasiadas horas, demasiada vida, para que a principios de mes te paguen una mierda que no alcanza. Para ellos no es prioridad irse a vivir con una pareja, porque el sexo de a dos no les calienta demasiado, su emocionalidad no es proclive al romance y no son de alentar planes a largo plazo. Como derivación de lo anterior, tener hijos suena a locura. (Hay montones que nunca dejaron de vivir en la casa familiar, y muchos que retornan hoy. Recién leí el posteo de una chica, casada y con un bebé, a quien la crisis la separó de facto: tuvo que volver a lo de sus padres con el crío... ¡mientras su marido se mudaba a lo de sus propios viejos!) La única prioridad, que en algún caso roza la obsesión, es la guita. Cómo hacerla del modo más fácil, para lo cual el telefonito suma otra utilidad a la hora de jugar online o especular con cripto.
¿Qué lugar otorgan estos pibes a los formatos tradicionales de la cultura: la literatura, el cine, el teatro, las artes plásticas? Mínimo. Sólo la música los convoca, a través de plataformas. Pero la experiencia que derivan de ella se parece a la de quien, más que degustar, consume. Le entran a canciones sueltas o a listas de temas aleatorios. Para ellos, la mayoría de los artistas son apenas un nombre, una etiqueta que a menudo ni retienen. No interesan como creadores de una obra más vasta que pueden consultar, como un conocimiento pasible de ser ampliado. Cuando comprás un caramelo, no entrás a googlear para descubrir quién y cómo lo creó, de dónde es oriundo, las minucias de su fórmula: te lo comés, nomás. Con la música nueva, eso es lo que hace la mayoría de los pibes: se la morfan y ya.
Así le entran también a ciertas series, pero no al cine ni al teatro. Y a videogames, pero no a literatura. Y a deportes, pero no a la televisión.
Esto explica por qué la ultra-derecha se mueve como se mueve: porque conoce a su público, los clientes potenciales a quienes desea llegar. ¿Para qué bancar productos culturales de formato tradicional, cuando el piberío no los compra? Lo más práctico es crear contenido para las redes, y moverlo todo el día. Memes, provocaciones — lo que se llama bait. El ejemplo de esta semana es el meme del Gordo Se La Dan equiparando a Milei con Maradona, a quien estos gansos bardeaban por gordo falopero. ¿Es que cambiaron de idea? Claro que no. Están provocando, nomás. Tirando una piedrita y revolviendo el avispero. Esa clase de cosas tienen alta visibilidad, y la misma persona que pica, que entra en el juego, lo replica y multiplica (incluyo también a todos los que, manifestándose indignados por lo que el posteo plantea, lo potencian al refritarlo): lo que se llama una estrategia win-win, pura ganancia.
La ultra-derecha vuelca sus recursos a diario —muy ricos, tanto en materia de presupuesto como de fierros— en la creación de contenidos de alto impacto y duración brevísima. La idea es engancharte en el menor tiempo posible. De ahí también la tendencia a usar siglas, que comprimen una idea en pocas letras: MAGA, VLLC, TMAP... ¿Para qué gastar caracteres —y tiempo, insisto—, cuando basta un eructo para comunicar lo esencial?
Pero, además de explotar a este público joven, trabajan para profundizar sus rasgos más rendidores y tornarlos permanentes. Esta semana se habló de una adquisición del canal Paka Paka llamada Tuttle Twins. No pierden pisada, estos tipos: ¡ya comenzaron a operar sobre los niños, formateando votantes del futuro! A través de ese dibujito yanqui se les dice, por ejemplo, que ir a la universidad es al pedo; que libertad y mercado son lo mismo; que los emprendedores son buenos y los gobiernos y sus regulaciones —que incluyen los impuestos, por supuesto— son malos; que no existe problema para el cual el capitalismo no tenga una solución ideal; permitiéndose incluso falsear la historia, al presentar a Einstein como enemigo de la educación formal.
El pibe que se pasa el día celular en mano, ya sea para trabajar como para jugar o especular o divertirse, no reclama cultura en sus formatos tradicionales. (Más allá de música, con el caveat establecido, y la ocasional serie.) No necesita leer, ir al teatro o al cine, ver tele. Y no sufre su ausencia. Su horizonte mental está atiborrado de contenidos breves, durante las 24 horas de cada día. Su cabeza es un constante show de fuegos artificiales, que no frena ni cuando duerme. Está preparado para tener la concentración de un láser, sí... durante escasos minutos, porque al toque se te dispersa, se pierde, se le va la olla. Pero eso no significa que se quede en blanco, porque al instante sale en busca de otro estímulo parecido, tan espectacular como efímero. A esta altura, a muchos ni siquiera les alcanza con una pantalla sola, necesitan de al menos dos, en simultáneo. Por eso les cuesta cada vez más atravesar la experiencia escolar. Lo que allí les presentan apenas califica como estímulo. Para los pibes es como lo que ver la lluvia —la estática— de la TV era para mi generación: una nada gris.
Esta semana me llamó la atención un posteo que contaba que, según un agente literario, los adolescentes ya no pueden leer un relato en tercera persona, con un narrador omnisciente. Suena lógico: toda su comunicación es de un yo a otro yo. Cuando se topan con una historia contada por alguien que parece saberlo todo y estar en todos lados, se preguntan: pero, ¿quién está hablando? Y por eso se pierden... Obvio que no se trata de algo que ya le ocurre a todos los pibes, pero la tendencia crece.
Se sienten a sus anchas entre memes, animaciones digitales, videítos de YouTube, siglas, partidos de fútbol (con sus apuestas afines, claro), chats y posteos, videogames. Por eso no les entra nada más: porque no tienen margen. Su Forma de Vida lo es todo, consume su entera provisión de oxígeno mental. Esa es toda la cultura que demandan y que quieren.
Una generación que preocupa, porque es vulnerable. Las herramientas de que dispone son las que el mismo sistema les dio a través del telefonito. Y no digo esto desde la presunción de que los adultos somos una luz. No somos modelo de nada, porque aceptamos vivir nuestras vidas en abyecta dependencia de una materia rara que manejan los ricos a piacere, a saber: la guita. Bailamos todos los días al son de la música que se les ocurre tocar. Pero la sujeción de los pibes es todavía peor, porque ellos también dependen de la guita, pero además son esclavos de una segunda dependencia. Su percepción del mundo no se diferencia del feed que les tira el sistema a través de los telefonitos. Necesitan que los dueños de la tecnología les digan cómo es un mundo, una realidad, que nunca aprendieron a ver con sus propios ojos. Convertidos desde niños en adictos, sin la mediación digital no saben ni quiénes son ni lo que piensan. Cuando, a mediados del siglo pasado, William Golding concibió El señor de las moscas, necesitó apelar a una isla desierta para atrapar allí a sus protagonistas, estudiantes ingleses, y forzarlos a convertirse en salvajes. Hoy no hace falta isla alguna. Cortá la luz de una ciudad entera, y al mes de vivir así vas a estar rodeado de bárbaros.
La tentación es creer que llamar Cultura a esta realidad actual sería un error, porque se trata de un fenómeno tan menor como pasajero. Pero no es menor ni pasará pronto, a no ser que se produzca un pulso electromagnético y chau Internet. Esta Forma de Vida llegó para quedarse. Puede que los memes y las siglas de hoy languidezcan y queden fuera de uso, sí; pero sólo se apartarán para ser reemplazados por otros memes y otras siglas. Por eso mismo, sin que esto signifique dejar de producir películas, ni de montar obras u óperas, ni de pintar y escribir, tenemos por delante un desafío: el de crear cultura que dialogue con esta Forma de Vida, el de expresar lo que queremos decir, lo que consideramos esencial, en los formatos que las nuevas generaciones consumen y metabolizan.
No hace falta que los creadores de formatos tradicionales nos desvelemos, pensando cómo brillar en el escaparate digital. Pero tampoco podemos dejar la mente de jóvenes y niños en manos de la ultra-derecha. Quienes perseveren en el ámbito de la cultura de siempre, serán bienvenidos. Es imprescindible ofrecer a las nuevas generaciones algo que se aparte de lo que están habituadas, sacarlas de su zona de confort, desafiarlas a superarse. (¿Se dieron cuenta de que, en el vacío político actual, la única figura capaz de atravesar generaciones y sectores y convocar a la protesta sin ser cuestionada es... El Eternauta, cuyo atuendo es replicado en la calle y su imagen multiplicada en la cartelería? Pero ojo: eso ocurre porque El Eternauta es también una serie, y en carácter de tal —y no como historieta— coló un pie en el horizonte digital de los pibes.)
Pero también necesitamos artistas y comunicadores que se dirijan a los jóvenes. Y para hacerse oír, sería absurdo ir donde no están: hay que ir donde están y viven mentalmente, llegar a sus celulares, moverse como Pancho por casa dentro de su realidad virtual — que es, para ellos, tan válida y contundente como su realidad real.
Porque los monos de la ultra-derecha se vuelven locos cuando los cruzás con gracia e inventiva en el terreno que consideran propio. Esta semana el mismísimo Trump perdió la chaveta, cuando una periodista lo confrontó con una sigla que esta semana hizo furor en los Estados Unidos: TACO. ¿Qué significa TACO? Trump Always Chickens Out, o sea: Trump Siempre Se Caga Y Retrocede, en referencia a que amenaza todo el tiempo con cosas —tarifas altísimas, poner en caja a Putin— en las que termina reculando. Y encima el acrónimo viene de fábrica con imágenes adheridas. Porque, por un lado, taco es un bocadillo mexicano, muy popular en los Estados Unidos. Pero además porque la sigla usa la expresión to chicken out, que significa cagarse, pero a la vez chicken es gallina, razón por la cual circulan miles de memes con gallinas rubias y gordas como Trump.
Un punto de inflexión se dará cuando el piberío deje de pensar en Milei y sus cascarudos como iconoclastas y empiece a asociarlo con el establishment, con el orden represivo; y cuando vuelva a asociarnos a nosotros —como debe ser— con la rebelión. Si yo quisiera iniciar hoy un movimiento revolucionario, juntaría a un núcleo creativo con un grupo de espadachines digitales. Y no sé si necesitaría mucho más. Eso falta: orgas digitales. Vengo diciéndolo desde hace años, sin suerte. Pero de todos modos lo repetiré ahora, sin grandes esperanzas de ser escuchado.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 8.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 10.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 15.000/mes al Cohete hace click aquí