León, León, León

Lo que seguro "Trotsky" no representa es un ardid stalinista para manchar la reputación del líder revolucionario

 

Entre la irritante idea de “cometer el pecado de tomarse demasiado en serio todo” y la advertencia de “estar viendo propaganda rusa”, se encuentra aquello que llamamos posverdad. A la liviandad del primer comentario leído en La Nación y a la cínica y típica advertencia anticomunista yanqui, se le suma la necesaria reivindicación de la figura del revolucionario soviético que firman desde el nieto de Trotsky, los reconocidos intelectuales Slavoj Žižek y Fredric Jameson hasta Horacio González y Myriam Bregman, entre muchxs otrxs. La serie Trotsky que ahora se difunde masivamente por Netflix disparó el debate.

¿Qué es Trotsky? Entenderlo como un simple producto de la industria cultural o como un vil mecanismo de la vieja escuela de propaganda estalinista probablemente nos inhiba de captar su completo sentido. Sin duda, algo de cada cosa está presente. Pero no alcanza con enumerar en clave positivista todas las tergiversaciones de la serie, que sólo malintencionadamente pueden llamarse “licencias históricas”. Desde una posición crítica y anticapitalista, resulta inerme denunciar un ataque a la figura de Trotsky sin comprender que esta serie representa el ingreso con pie de plomo de la Rusia “ortodoxa” en el mundo de la hegemonía posmoderna.

 

Una serie mala leche

Trotsky es en primer lugar una serie malintencionada. Está plagada de tergiversaciones fácticas y se asienta en una lectura individualista de los procesos históricos. No hay más actores que líderes políticos mesiánicos, manipuladores y viles. Sobre esto apuntan correctamente los planteos del comunicado difundido en defensa de Trotsky. Basta solo con mencionar el ficcionado careo en Viena entre el líder revolucionario y Sigmund Freud, el psicoanalista que se estaba consagrando con su develación  del inconsciente en el mundo moderno, quien advierte en las pupilas de su retador intelectual un homicida serial y por ello le pide que sea su caso de estudio.

El espectador crítico amaga con apagar el televisor de un piedrazo cada cinco minutos. Los usos de la posverdad a los que tanto nos hemos acostumbrado en estos últimos tiempos no dejan de causar un reiterado estupor. Pero el espectador medio queda atrapado en la apuesta rusa por involucrarse en una competencia al mejor estilo de la guerra fría, donde combina en el terreno de la industria de la memoria, una riquísima y particular tradición fílmica con algunos de los elementos más convocantes de la industria de las series on demand: sexo, drogas, intrigas y sangre. Puede tratarse de un engendro ficcional de recursos repetitivos y aburridos que Netflix se ha cargado a los hombros, pero no deja de ser como advierte el cronista de La Nación la muestra de que Rusia tiene recursos y talento para ser un actor de peso en la industria audiovisual mundial, tal como lo ha demostrado con las animaciones infantiles.

Lo que seguro Trotsky no representa es un ardid stalinista para manchar la reputación del líder revolucionario asesinado en México en 1940. Joseph Stalin mandó asesinar a su opositor pocos años antes de que el ejército nazi cayera sobre la fortaleza de Brest y obligara a la Unión Soviética a ingresar a la “gran guerra patria”, de la que Stalin saldría erigido como “el gran salvador”. Pero siendo que Stalin aún hoy —desestalinización y caída del socialismo soviético mediante— sigue siendo considerado por una gran mayoría de rusos uno de los grandes líderes nacionales, ¿cómo es que la serie Trotsky representaría un ataque stalinista cuando el mismo Stalin aparece encarnando la figura más siniestra de la serie, tanto que sobre el final se ensaya una especie de recuperación de las figuras de Lenin y Trotsky en clave de alianza tardía frente al oscurantismo en que devenía la revolución?

Comprender Trotsky implica leer su contexto de producción. Hace poco más de un año se cumplieron los cien años de la Revolución de Octubre. Entonces Vladimir Putin optó por un ruidoso silencio. Sólo envió un saludo protocolar a los festejos conmemorativos de gala que realizó el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR), el segundo partido más grande de Rusia. Durante la manifestación callejera organizada por los comunistas y a la que adhirieron decenas de organizaciones, partidos y sindicatos de izquierda, habrán asistido no más de 15.000 personas. En los medios apenas se recordó el acontecimiento fundante del siglo XX.

Estuve en Moscú durante aquellos días y noté que la apuesta más fuerte se estaba haciendo por medios ficcionales. Transmitida por uno de los canales rusos de mayor alcance, Channel 1, Trotsky fue una más de estas apuestas en aquel contexto. En paralelo, el segundo canal en importancia Rossiya 1, estrenaba otra serie de características similares enfocada en Lenin, llamada “El demonio de la revolución”. Ambas fueron superproducciones que contaron con lxs principales actores, directores y productores del cine ruso.

 

 

El Channel 1 es un viejo canal soviético, abierto al capital privado tras la caída de la URSS. Controlado por la gestión estatal que mantiene 35% de las acciones, los dos grandes inversores privados son el magnate Roman Abramovich (presionado a vender algunas acciones por la oficina antimonopólica) y el grupo financiero y multimediático National Media Group (NMG), a través de la empresa RastrKom-2002, controlado por el banquero Yury Kovalchuk, el principal dueño de Rossiya Bank, multimillonario sindicado por la oposición rusa como “el banquero de Putin”.

De estas entrañas surgieron en los últimos tiempos otras superproducciones cinematográficas que encajan muy bien con las series mencionadas. El Almirante, producida en 2008 por Konstantin Ernst, gerente de medios y CEO de Channel 1 (mismo productor de Trotsky), destaca la figura de Alexander Kolchak, el destacado jefe de la Armada zarista y principal figura del movimiento antirrevolucionario durante la guerra civil, finalmente ejecutado por el poder soviético. Por otro lado, Vladimir Khotinenko, reconocido actor y director ruso, director de El demonio de la revolución, produjo diez años atrás la película histórica Pop, la primera película artística filmada bajo los auspicios y con participación activa del Patriarca de Moscú y Toda Rusia, Alejo II, cabeza de la Iglesia Ortodoxa, que destaca los actos heroicos de patriarcas en la zona del báltico bajo la ocupación nazi.

 

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Si no alcanza con estos señalamientos de una tradición nacionalista, filozarista y ortodoxa en todo este embrollo, basta mirar el último minuto de la serie Trotsky en el que aparece una placa final con el proverbio bíblico de Salomón, que reza: “El camino de los impíos es como la oscuridad; no saben contra qué tropiezan.”

 

Reconciliación y statu quo

A mi entender, lo más polémico de la serie es la figura de Jackson (Ramón Mercader, quien está enterrado junto a los héroes de la Unión Soviética en Kúntsevo). En apariencia de forma inexplicable, en él está contenido todo el mensaje de los poderes fácticos de la Rusia actual.

No hay una animosidad particular novedosa contra el líder de la IV Internacional, sino una excusa para trabajar en espejo la construcción de la identidad rusa del siglo XXI. Jackson representa una moral particular, porque en definitiva no pueden ocultar su misión asesina, pero en su intención de construir la biografía de su víctima, achaca a Trotsky haber abandonado a su familia, ser un mal padre, un apóstata, un traidor a la fe (incluso a la judaica) y a la nación y al alma rusa.

Todos los demás elementos, lugares comunes, del debate histórico se entretejen bajo esta obsesión identitaria: la crítica al bolchevismo en aquellos años de guerra civil, el supuesto rol del financiamiento alemán de la revolución, fin de la guerra con Alemania, el asesinato de la familia zarista, la sofocación en Kronstadt, etc.; aunque todo ello reforzado por el desasosiego y las decisiones trágicas de los oficiales de espíritu nacionalista que siguieron las órdenes de Trotsky como líder del Ejército Rojo y como comisario para la guerra y las relaciones exteriores.

En esta misión, la alianza que expresa el putinismo gobernante —donde la iglesia ortodoxa juega un rol central— se une al Sistema Netflix. ¿Cuál es este punto común? La reconciliación bajo el statu quo del capitalismo posmoderno. Se puede descubrir ello en producciones de características bien diferenciadas de Netflix. Véase por ejemplo lo que sucede con la impactante serie-documental The Vietnam War tanto con la longeva serie ficción The Walking Dead. La exploración de la vivencia personal y de la tragedia individual justifica todo. El contexto no existe o se diluye velozmente. Hacia el final, vietnamitas y yanquis se abrazan felizmente. Lo hacen también Ricki y Negan, en las últimas temporadas sobre los muertos vivos donde exploran el sentido de la ley y la reconciliación en un mundo sin Estado, después de una feroz matanza mutua y más allá de los faccionales sentimientos de revancha que se mantienen vivos.

Con perdón del spoileo, Negan entiende muy bien el sentido de la reconciliación, que es una concepción muy particular del sentido de la justicia. No es lo que sucede con Trotsky en la ficción, que amaga comprender para finalmente provocar a Jackson y todo lo que en él se condensa, lo que termina justificando el accionar asesino del espía estalinista. Este es el sentido que pretende imponer la alianza gobernante en Rusia, a menos de tres décadas de tanques bombardeando la Duma estatal y en un escenario actual de desmovilización de las protestas callejeras opositoras por izquierda (del Levy Fronty leninista — no trostkista) y por derecha (los neoliberales navalnistas).

 

John, el inconformista

En 1971, en un contexto bien distinto, el gran director de cine italiano Sergio Leone dio una de las puntadas finales de su particular subgénero del western italiano. ¡Agáchate Maldito! fue un hermoso y potente (aunque no muy aclamado) relato sobre la revolución mexicana.

 

 

El héroe en este film (Juan Miranda) es un bandido descreído de las grandes causas que intenta rehuir a su contexto. En una brillante y atractiva escena, se cruza con su alter ego, John, el irlandés, con quien termina fundiéndose de forma más emocional que ideológica. Lo que interesa aquí es que su permanente intento de fuga y su ambición personal son anuladas por un proceso histórico que crea a su héroe. El momento final de transformación de su conciencia frente a un bolso con dinero y joyas al que sucumbe pero que termina arrojando cuando la multitud lo levanta en andas, es todo lo contrario a la idea de los líderes mesiánicos que arrastran a los pueblos a episodios sangrientos persiguiendo oscuros intereses y mandatos patológicos.

“John, John, John” era la pegadiza musicalización que representaba en este film el inconformismo y la entrega total a una lucha contra el orden social de pobreza y padecimiento de las mayorías, sostenido sobre estructuras represivas y violentas  que permiten comprender la trama histórica.

Siguiendo esta guía se puede hacer una lectura de la obra del Teatro Gorki de Berlín que cerró hace pocas semanas el Festival Internacional de Buenos Aires. “Atlas del comunismo” es un teatro-documental en clave de género que enseña muy distintas historias de comunistas alemanas que explican qué era el comunismo para ellas, por qué se desencantaron con su régimen, pero también por qué la historia que le siguió no las convocó (esta mención al género contrasta brutalmente con la perspectiva machista de Trotsky, que reproduce lo peor de la industria del on demand respecto del consumo del cuerpo femenino). Desorientadas estratégicamente en un mundo donde reinan las injusticias pero conscientes de lo que no quieren ver regresar, las protagonistas exploran con megáfonos un grito heterogéneo, podría interpretarse que en busca de lo que el recién fallecido profesor Erik Olin Wright tituló como “real utopías”.

En el film de Leone y en la obra teatral berlinesa las tramas individuales no excusan ningún currículum personal y no se desenganchan de ningún contexto.

Se ha dicho que el lema con que Netflix encara sus producciones es: “Nuestra principal competencia es el sueño de la gente”, el adormecimiento on demand. Trotsky representa un burdo ataque contra una de las principales figuras revolucionarias del siglo XX. Pero es más que eso. La producción rusa se enmarca en una industria que se muestra sumamente fértil para la reproducción de la hegemonía del capitalismo posmoderno, esa que Jameson sintetizó perfectamente con la idea de que “hoy es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. En el mundo de la posverdad, no sólo no cabe la idea de revolución. Allí, pocos se animan siquiera a silbar el “John, John, John”.

 

 

 

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