Liberalismo y narcotráfico

El combate a las drogas con más militarización destruirá los resabios de democracia en Ecuador

 

El conflicto armado interno declarado el 11 de enero por el recientemente electo Presidente de Ecuador, Daniel Noboa, contra 22 organizaciones criminales ligadas al narcotráfico, es sólo la punta del iceberg de este flagelo internacional enquistado, con distintos grados, en el tejido social e institucional de toda América Latina. Ello ha dado lugar a que, desde inicios del milenio, la violencia se haya duplicado en la región, inclusive en países como Costa Rica, Uruguay y Chile.

En los últimos años, la guerra contra las drogas ha dejado miles de muertes, pérdida de control territorial en manos de narcotraficantes, infiltración en las instituciones del Estado –incluidos jueces, fiscales y militares– y, lo peor del caso, incremento de países productores (Honduras, Guatemala, Paraguay), un mayor consumo en la región (con el liderazgo de Brasil, la Argentina y Chile) así como en Estados Unidos, que registra el récord de muertes anuales, en particular por el fentanilo y otras drogas sintéticas que se han sumado y han desplazado en parte a la cocaína y la morfina, entre otras.

Por ello, es creciente el número de estudiosos del tema que evalúan y plantean soluciones a esta lacra social, que implican la liberalización de su consumo.

 

De isla de paz a plataforma exportadora

El experto ecuatoriano en este tema, Fernando Carrión, señala que durante las dos últimas décadas del siglo pasado el Ecuador era una suerte de oasis, rodeado por Perú y Colombia, importantes productores de cocaína. El pequeño país andino, por su alta densidad demográfica, no tenía ningún peso en la producción. Además, sus vecinos tenían problemas con la presencia de organizaciones terroristas y guerrillas armadas: Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) en Perú, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Colombia. Pero a principios del milenio Ecuador empieza a convertirse en una importante plataforma de tránsito del tráfico de cocaína.

¿Cómo fue posible esto? Carrión lo atribuye a la instrumentación, en 1999, del Plan Colombia, en el marco del cual Estados Unidos destinó cerca de 20.000 millones de dólares para combatir militarmente al narcotráfico. Esto dio lugar a la expansión del narcotráfico hacia sus vecinos, Ecuador y Venezuela, así como a Brasil, hecho que a su vez incrementó la violencia en esos países. A ello se añade el hecho de que, en el año 2000, la economía ecuatoriana se dolarizó, lo que facilitó el lavado de activos, que en Ecuador equivalen a entre el 3,5% y el 4% de su PBI.

A raíz de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, el gobierno estadounidense declaró a los terroristas, migrantes y narcotraficantes como los principales asechos para su seguridad. Entonces surgieron estrictos controles en el transporte aéreo y marítimo, y las fronteras terrestres adquirieron, por default, importancia para el narcotráfico. La frontera entre México y Estados Unidos y, consecuentemente, los carteles mexicanos, se articularon con grupos de Ecuador y Colombia e incrementaron su presencia.

Esta ampliación del ámbito de acción de los carteles de la droga dio lugar a cambios en sus formas de operación y a una división y especialización territorial del narcotráfico. Los cárteles de antaño, que tenían un comando central y se encargaban de la producción y del transporte, se convirtieron en bandas criminales que fueron conformando una red global de diversas actividades independientes que conectaban territorios distantes y sectores diferentes. Esta forma de actuar determinó, entre otros, el desarrollo de las fronteras en las que operan, las cuales adquirieron un crecimiento demográfico y económico que les permitió cierta autonomía frente al Estado.

Por otro lado, la reducción de la demanda en tiempos de la pandemia de Covid-19 determinó la búsqueda de nuevos mercados y Ecuador desempeñó un papel crecientemente importante como tránsito de los estupefacientes. A ello contribuyó el impulso a las políticas del Estado mínimo, que, entre otras, debilitaron la institucionalidad del control del crimen organizado. Estas políticas se iniciaron durante el gobierno del ex Presidente Lenin Moreno y continuaron durante los 18 meses de gobierno de Guillermo Lasso.

En efecto, en el marco del proceso de optimización de recursos y eficiencia del Estado se fusionaron organismos estatales –inclusive aquellos encargados del control y de la seguridad–, se redujeron los gastos sociales y se instaló una política de mano dura. Durante los cuatro años del gobierno de Lenin Moreno hubo 23 estados de excepción, en los 28 meses del gobierno de Guillermo Lasso hubo 22, y en menos de dos meses del gobierno de Daniel Noboa hubo un estado de excepción seguido de una declaración de conflicto interno armado (léase guerra), con la definición de 22 estructuras criminales como contrincantes a enfrentar.

Ese conjunto de circunstancias ha hecho que Ecuador quede como el epicentro de tránsito entre la producción de droga de Colombia y Perú y con fuertes conexiones con los carteles mexicanos, que se encargan de embarcarla hacia Estados Unidos. La droga producida en Bolivia y parte importante de la de Perú tienden a dirigirse hacia el sur (Chile, la Argentina y Brasil). El aumento del consumo interno de drogas en esos países ha determinado a su vez un incremento del lavado de activos, lo que a su vez ha dado lugar a una reorganización de las estructuras criminales que han aumentado y cambiado su carácter. La violencia tradicional interpersonal derivada de la pobreza, como estrategia de supervivencia, se ha transformado en una donde impera la planificación, la inteligencia, la organización, la división del trabajo y la tecnología.

Combatirla con una mayor militarización, como ha planteado el gobierno de Ecuador con el respaldo del estadounidense, no resolverá el problema de la violencia y sólo destruirá los resabios de democracia en ese país. Ese tipo de estrategias ha fracasado.

 

El fracaso de la guerra contra las drogas

En 1971, el entonces Presidente Richard Nixon declaró que el enemigo número uno de Estados Unidos era el abuso de drogas y lanzó una ofensiva mundial para lidiar con los problemas de las fuentes de oferta, además de criminalizar a los consumidores. Entonces, Nixon estaba preocupado por los opiáceos que consumían los combatientes en Vietnam. Como gendarme del mundo se inmiscuyó en otros países y, entre otros, prohibió el consumo de marihuana en Nepal, que hasta entonces era libre.

Para reforzar su estrategia, en julio de 1973 creó la agencia del gobierno estadounidense para la Administración del Control de Drogas (DEA) con la finalidad de desterrar todas las drogas ilegales, tanto de su consumo como de su producción. La DEA fue expulsada por Evo Morales en 2008 por sus profundas discrepancias en la política antidrogas.

La DEA, el Plan Colombia, la Iniciativa Mérida para México o la Ley de Promoción de Preferencias Arancelarias Andinas y Erradicación de Drogas (ATPDEA) han fallado en el cumplimiento de sus objetivos. No sólo Estados Unidos es el mayor consumidor de drogas en el mundo sino que la producción no se ha reducido y el consumo se ha incrementado. A esas conclusiones llegó una Comisión bipartidista creada por el Congreso estadounidense en 2017 para evaluar su política exterior antinarcóticos en el hemisferio occidental. Esta Comisión, conformada por expertos, ex funcionarios, ex congresistas y académicos, publicó un informe en diciembre de 2020 en el que señaló que la política apoyada por Estados Unidos de eliminar blancos prioritarios en México había exacerbado la violencia y diversificado los cárteles; que gran parte de las armas que circulan en México provienen de Estados Unidos y que la violencia en Centroamérica había alimentado flujos de migrantes que ingresan al país del norte para buscar mejores oportunidades y seguridad.

El informe de la Comisión señala que el proceso de certificación de erradicación de cultivos “ofende a aliados y hace poco para detener prácticas corruptas”. Concluye que el énfasis exclusivo en reducir la oferta ha tenido poco efecto sobre el flujo y disponibilidad de las drogas, y que políticas como la erradicación de cultivos han acarreado costos políticos, económicos y sociales. Lo más importante del mismo es el reconocimiento de que una estrategia integral debe controlar la demanda interna de drogas y que es imposible eliminar completamente el narcotráfico.

Es creciente el número de estudiosos del tema que consideran que la prohibición del consumo es parte de un sistema obsoleto de solución al problema. Asimismo, que debe prestarse atención a problemas sociales como el desempleo, la educación y la salud, que crean vulnerabilidades en la población y propician el consumo de drogas. El camino de la legalización de algunas drogas parecería inevitable. En Canadá ya está legalizado el consumo de marihuana. Inclusive hay una provincia, la Columbia Británica, donde se ha establecido en enero del año pasado un programa piloto que despenaliza la posesión de pequeñas cantidades de drogas duras como cocaína, heroína, metanfetamina, fentanilo y morfina. En Estados Unidos hay 37 estados que permiten el uso medicinal y, en 23, también con fines recreativos. Uruguay, en 2013, se convirtió en el primer país del mundo en liberalizar el cultivo, el consumo y la distribución de la marihuana con fines medicinales y recreativos. En México se está evaluando eliminar su prohibición.

La posición de Javier Milei con respecto al consumo de drogas no es totalmente ajena a estos enfoques. El Presidente sostiene que el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo. “Yo no puedo meterme en la vida de un consumidor de drogas, siempre y cuando el Estado no se haga cargo de los costos de su salud”, señala. Sin embargo, su visión individualista, exenta de algún atisbo de sentido comunitario, determina la falta de una pieza importante para encajar con los planteamientos modernos. En general, estos abordan el libre consumo de algunas drogas con un enfoque de salud pública, incompatibles con Estados minimalistas. Las respuestas para combatir el narcotráfico requieren un enfoque liberal en la comprensión del consumo, pero un Estado presente y eficiente que lo enfrente con una mirada social y no militar.

 

 

 

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