Llora, llora urutaú

Reducir las jornadas de trabajo implica mayor productividad y menos accidentes de trabajo

 

Marisa Santos y Fernando Porta escribieron este hermoso poema relacionado con el trágico episodio relacionado con la guerra llamada de la Triple Alianza o, como se la denomina, Triple Infamia.

En el caso que me ocupa, el título no tiene relación con las aves. No importa de qué ave se trate. En realidad se vincula con los malos gallináceos.

La jornada de trabajo en la Argentina está entre las más extensas de los países con similar PIB. Si se compara a la Argentina con diez países de similar PIB, las jornadas máximas legales suelen ser de 48 horas semanales –con excepción de Noruega, Israel, Nigeria y Dinamarca–, las jornadas promedio suelen ser inferiores y la de nuestro país es de las más altas. Según un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la jornada promedio en la Argentina es de 38 horas semanales. En esta comparación, sólo es superada por Filipinas y Egipto.

Hoy es común entre especialistas de diversas orientaciones políticas o filosóficas sostener que no se genera empleo. Adoptando esa premisa como cierta, hay que buscar la forma de empleabilidad para evitar la tragedia personal o familiar que implica la desocupación, sin dejar de lado las consecuencias sociales.

Ante esta pretendida dificultad para generar nuevo empleo, el desafío elemental o primario es cómo repartir mejor el empleo que existe, sin perjuicio de tratar que la economía (el comercio, la industria, los servicios) crezca, de manera que forzosamente se necesite el aumento de la población asalariada.

Con mis limitaciones derivadas de lo que se supone que es mi especialidad, la legislación laboral, enfoco mi búsqueda de soluciones en la extensión de la jornada.

Si bien no hay una relación matemáticamente exacta entre la reducción diaria o semanal del trabajo, es de resaltar que su disminución ayuda a una distribución más equitativa de ese bien escaso que es el empleo. Para simplificar este cálculo, supongamos que para determinada producción se necesitan 480 horas de trabajo. Esa producción se podría realizar con 10 operarios trabajando a jornada completa. O bien con 12 trabajando 40 horas semanales. O incluso con 15 trabajando 32 horas semanales. La experiencia en países que han reducido su jornada máxima señala no sólo que la producción se ha incrementado sino también que, gracias al mayor descanso, se redujo la cantidad de accidentes laborales.

Puedo ser repetitivo pero permítanme insistir en las ventajas que implica una reducción de la jornada de trabajo: a) mayor productividad y b) menos accidentes de trabajo.

Ambas circunstancias son beneficiosas no sólo para el trabajador sino también para el empleador, que ve incrementada su producción y reducidos los costos derivados de los riesgos del trabajo. Remedando al ex ministro de Economía del radicalismo Juan Carlos Pugliese, a los empresarios les puedo hablar a su corazón pero también en dirección a sus bolsillos.

Entonces creo que se podrían tomar medidas estructurales pero también de emergencia. Entre estas últimas hay que reducir a la mitad la cantidad de horas extraordinarias o suplementarias. Recordemos que la cantidad de horas extras permitidas están limitadas a 30 mensuales y 200 anuales. Sólo con la reducción transitoria de dichos límites se incentiva a los empleadores a la contratación de nuevo personal.

Por supuesto que no hay que limitarse a soluciones temporales o de emergencia. No será lo mejor para el país y para quienes viven de su trabajo que cuando se cumpla en 2029 el centenario de la Ley 11.544 lo festejemos con la misma extensión de la jornada de cien años atrás.

Militemos para lograr avanzar en los derechos laborales. Así lo manda la Constitución cuando en su art 75 inciso 19 proclama la progresividad de los derechos e instala con jerarquía suprema el principio de justicia social.

 

* El autor es abogado laboralista.

 

 

 

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