Lo que cuentan Samuhí y Napalpí

Medio centenar de policías chaqueños descargaron sus fusiles sobre lxs indígenas

 

La fábrica de tanino de Samuhí comenzó a funcionar en 1917. Samuhú, así llamaban los guaraníes al palo borracho rosado común en la región chaqueña y así Walter Hinckeldeyn decidió llamar a su empresa, que contaría además con una desmotadora de algodón y obrajes para extraer madera. Ubicada en el centro sur chaqueño, entre Villa Ángela, Charadai y Villa Berthet, cuando se instaló la fábrica ya existía una pequeña población maderera en la zona, que llevaba el nombre de Urutaú. Con los años, Hinckeldeyn mandó a construir algo parecido a un poblado, donde se establecieron, como simples asalariados y usufructuarios de la vivienda, centenares de trabajadores y trabajadoras. Los jefes tenían sus chalets y el dueño, una mansión.

Desde Resistencia hacia el oeste, en aquellas dos primeras décadas del siglo XX se habían ido fundando numerosas pequeñas poblaciones fabriles como Samuhí, en buena medida atraídas por la demanda del mercado mundial. El ferrocarril, que lentamente había ido abriendo camino hacia Santiago del Estero, movilizaba a miles de personas. Haciendas de grandes propietarios y colonos que se aventuraban en la fiebre del quebracho y del algodón, seguían el mismo camino.

A Hinckeldey, los obreros le llamaban “el explotador”, porque los hacía trabajar en jornadas laborales de doce horas. De origen alemán, llegado a comienzos de siglo para trabajar en una firma importadora y exportadora, hizo carrera en La Forestal, pasó con un cargo jerárquico por Villa Guillermina, en el norte de Santa Fe, y terminó abriendo su propio obraje, aserradero y fábrica mas al norte. En septiembre de 1922, “un obrero” —así firmó su carta—, se dirigió desde Samuhí a los editores del periódico Bandera Proletaria de Buenos Aires, para protestar por la reinstalación de la jornada de 12 horas, sin que los obreros pudieran resistir la medida restauradora. Ya no sabían tener la organización gremial de antes, se lamentaba.

Indígenas cazadores de La Sábana, Chaco, febrero de 1922. Archivo General de la Nación Argentina, documentos fotográficos. Código: AR-AGN-AGAS01-DDF-rg- Caja 2508 - Inventario 129888

 

A los pocos días, las oficinas de la prensa proletaria, perteneciente a la recién nacida Unión Sindical Argentina, recibieron otro correo desde Samuhí, con una carta donde ahora se narraban los atropellos policiales que sufrían. En aquella localidad se había instalado un circo ambulante, que entretenía a las familias obreras y a los trabajadores cuando salían de su largo turno laboral. Isidro Gamboa, uno de estos, había tomado de más, al parecer, y largó un exagerado grito durante un pasaje cómico, despertando la hilaridad de las muchas familias presentes. Pero al sargento de la policía la exageración no le pareció cómica y, sable en mano, en compañía de su séquito, apaleó bárbaramente a Isidro y a su hermano Nicolás. “No quisieron ser menos que la burguesía de Samuhí”, escribió el obrero, relatando la extendida indignación que generó el brutal atropello entre los presentes, quienes hacían ahora todo lo posible para recuperar la libertad del camarada.

Por aquel entonces, hace un siglo, las largas y extenuantes jornadas laborales eran más que habituales en todo el país y, desde hacía varios años, una de las principales quejas del movimiento obrero. Las heroicas luchas sociales, impulsadas por el fantasma revolucionario que se levantaba desde Moscú, habían llegado al Chaco. Se alcanzaron inéditas conquistas y se logró reparar el mancillado orgullo de lxs trabajadorxs. Pero una ola reaccionaria, de brutal violencia, se abatió sobre la clase obrera, echando por tierra las ilusiones de quienes pretendían que se expandiera y consolidara lo que se conoció como la política del “obrerismo yrigoyenista”. Los hechos de represión tuvieron, como las luchas obreras de entonces, un indudable alcance nacional. Las calles de una popular Buenos Aires, los pueblos tanineros de La Forestal, las haciendas de esquila de la Patagonia, los puertos y cultivos de yerba mate en Misiones, las campiñas y campos de Córdoba, la provincia de Buenos Aires y Santa Fe, en todos estos territorios se batieron los brazos reaccionarios. Policías privadas y estatales, creaciones sui géneris, regimientos del Ejército y grupos de choque parapoliciales, como los de la Liga Patriótica, ejecutaron grandes masacres y pequeños actos represivos.

En la Unión Sindical Argentina, la central obrera creada tras las derrotas de 1921, como continuidad de la llamada FORA IX, convivían en aquellos años primeros años de la década de 1920 los todavía llamados “sindicalistas revolucionarios”, socialistas, comunistas y algún que otro independiente. Esa lastimada unidad, luego de la ola reaccionaria del cambio de década, duró unos pocos años. En 1926, gremialistas, en buena medida de militancia o afinidad socialista, fundaron la Confederación Obrera Argentina y los comunistas, poco después, formaron el Comité de Unidad Sindical Clasista, llamado CUSC. Los anarquistas, por su parte, mantenían, en sensible retroceso, la FORA, ahora sin aditivos como V Congreso o Anarco-Comunista, como los habían sabido tener en la década anterior para diferenciarse de la central conducida por los “sindicalistas revolucionarios”.

Población de la Reducción de Napalpí, en Quitilipi, luego de que fuera rechazado su pedido de que se les diera de comer, de acuerdo al fotógrafo. Enero de 1920. Archivo General de la Nación Argentina, documentos fotográficos. Código: AR-AGN-AGAS01-DDF-rg- Caja 2508 - Inventario 129887.

Hechos como el de Samuhí no eran inusuales, pero ahora se producían en un contexto de derrota y dispersión del movimiento obrero, de desmoralización y franco retroceso, y de revancha de las clases dominantes. El llamado “obrerismo yrigoyenista” se había mostrado demasiado selectivo y frágil. Hipólito Yrigoyen, el “caudillo” radical, era el líder de las revoluciones políticas que habían jaqueado al régimen oligárquico en el cambio de siglo y que habían llevado a ampliar —un poco— el juego electoral. Con su llegada a la presidencia, en 1916, los sectores más importantes de la clase trabajadora bajo el modelo agroexportador, ferroviarios y marítimos principalmente, lograron por primera vez que el Estado nacional se volcara a su favor en los conflictos con la patronal. Pero esta grieta se mostró todavía demasiado coyuntural.

Los años de Marcelo Torcuato de Alvear en la presidencia, el sucesor de Yrigoyen, y el regreso del “Peludo” a la primera magistratura en 1928, hasta su pronto derrocamiento en 1930, no estuvieron exentos de conflictividad, pero el impacto de la derrota obrera y una relativa prosperidad económica derramada sobre las clases dominadas atenuaron cualquier resistencia. Pero no hay prosperidad que pueda ocultar la explotación. Los obreros de Samuhí, como los de las más de veinte fábricas de tanino de la región chaqueña, volvieron a trabajar 12 horas diarias. Los trabajadores de La Forestal, en el norte santafesino, veían además bajar sus jornales a los niveles previos a las huelgas. Más esfuerzo y menos remuneración.

Así como se quejaban los obreros fabriles de Samuhí, también lo hacían lxs indígenas qom y moqoit, que trabajaban en las explotaciones de algodón y en los obrajes de la región. En la mañana del 18 de julio de 1924, un avión militar despegó del Aeroclub de Resistencia y, en pocos minutos, se encontraba sobrevolando la zona de Napalpí, a menos de cien kilómetros al norte de Samuhí. Centenares de indígenas se concentraban para reclamar por los bajos jornales y la poca paga por el algodón que algunos de ellos cultivaban en pequeños terrenos. A la mañana siguiente, medio centenar de efectivos de la policía chaqueña se hicieron presentes y, mediando unos quinientos kilómetros, descargaron sus fusiles sobre lxs indígenas. No discriminaron por sexo ni edad. Incrédulos y malamente armados, lxs que no cayeron abatidos por las balas se desbandaron hacia el monte, cargando a lxs heridxs que podían. Luego, volvieron a ser integradxs a la sociedad chaqueña, como asalariadxs, silenciadxs.

La masacre fue un brutal acto de disciplinamiento laboral y uno de los más extremos episodios del genocidio indígena. Napalpí era una reducción indígena, establecida en 1911, al final del largo proceso de conquista militar de los territorios de Santa Fe hacia el norte. Existía otra reducción en Formosa, la de Fray Bartolomé de las Casas. Anteriores experimentos, como la colonia de San Antonio de Obligado, habían fallado y terminado en masacre. Las reducciones eran administraciones estatales propuestas por la clase dominante para “civilizar” a las comunidades indígenas, es decir, una vez expropiadas, para ofrecer sus brazos baratos a las explotaciones algodoneras y obreras de la zona.

La administración de la reducción permitía a los indígenas cultivar pequeños terrenos cuando no era requerida su fuerza de trabajo. También, trabajar estacionalmente en las explotaciones de caña de azúcar de más al norte. Funcionaba entonces como una suerte de válvula distribuidora de brazos para las producciones en la región y como sistema de control.

En 1924, escaseaban trabajadores para el cultivo, porque en otras regiones se percibían mejores jornales. El gobernador del Chaco, Fernando Centeno, prohibió entonces a los indígenas salir del territorio. Estos, reclamando un mayor jornal, se declararon en huelga. La protesta incluyó pequeños y furtivos ataques a los cultivos y la apropiación del ganado para alimentarse. No tardó entonces en expandirse una psicosis malonera entre productores y autoridades. Las represalias no se hicieron esperar, mientras Centeno prometía soluciones y la libertad de los indígenas presos. Nada de ello ocurrió. El descontento volvió a crecer. Pronto, medio millar o más indígenas se concentraron en un campamento en El Aguará, allí mismo en Napalpí, donde a los pocos días fueron masacrados.

La prensa informó sobre la masacre producida, criticándola o justificándola. En la Cámara de Diputados de la Nación se oyeron los escabrosos detalles del hecho. Los atacantes ultimaron a todos, cortaron orejas, penes y testículos, que exhibieron en la comisaría de Quitilipi. Saquearon e incendiaron. Luego de los hechos, el gobernador del territorio estampó ante la prensa las etiquetas exculpatorias: eran “subversivos” y “vulgares delincuentes” que perseguían “fines inconfesables”. En esta línea, un expediente sumario se abrió de inmediato para investigar lo sucedido. Frente al juez Justo Farías, varios de los policías involucrados coincidieron en su versión de los hechos: los indios se mataron entre sí, mocovíes contra tobas; atentaron además contra la propiedad; cuando unos ochenta policías se acercaban a la zona, fueron atacados por poco menos de un millar de indios revoltosos y bien armados; afortunadamente, ningún policía resultó herido. El juez les creyó y los sobreseyó. Ningún sobreviviente fue llamado a contar lo que sucedió.

 

Ruinas de la fábrica de Samuhú (Gonzalo Vigil)

 

La masacre se produjo un año y medio después de la paliza recibida por los hermanos Gamboa. En aquel mismo año, 1924, el movimiento obrero lanzaba una de las pocas huelgas generales de la década, para oponerse a la ley 11.289 conocida como ley de jubilaciones. Con distintos argumentos, las corrientes del movimiento obrero se unieron en la calle para dar marcha atrás con su aplicación: porque se limitaba el control obrero de los fondos, porque serían utilizados para financiar la crisis de deuda nacional, porque los aportes tenían que salir de los explotadores y no de los trabajadores, por la baja edad de jubilación establecida, entre otras razones. La huelga se anunció el 1° de mayo y se llevó adelante días después. Los empresarios también se oponían y adhirieron con un lockout, que fue rechazado por la USA. La ley fue suspendida y derogada, pero el movimiento obrero estaba en franca disgregación. Todavía intentaba asimilar la violenta represión de la nueva década y la que se seguía ejerciendo, además de los cambios —más imperceptibles— llegados con la Primera Guerra mundial.

Recién volvería a iniciar un camino de luchas abiertas con el regreso de Yrigoyen a la presidencia en 1928. Pero el viejo caudillo volvió a mostrarse ambivalente, selectivo en sus concesiones y represiones. Prácticamente ningún sector del movimiento obrero o que decía representarlo lo defendió cuando fue derrocado en septiembre de 1930. Ello, pese a que había hecho sancionar la Ley Nº 11.544 que legalizaba las 8 horas de trabajo por día, aquella por la que clamaba “el obrero” de Samuhí. Entonces ya se había producido el crack bancario de 1929 en Estados Unidos y la crisis económica se había dispersado hacia otras economías. En la Argentina se abría una nueva etapa, en la que el movimiento obrero experimentaría profundas transformaciones, pero seguirían las masacres, ya ocurrieran bajo gobiernos democráticos como el de Alvear o bajo regímenes dictatoriales.

 

 

 

Para leer (algunas lecturas fáciles y otras no tanto) sobre estos temas:
Mario Vidal, Napalpí, la herida abierta, Librería de La Paz, 2008
Nicolás Iñigo Carrera, “La violencia como potencia económica”, en Génesis, formación y crisis del capitalismo en el Chaco, 1870-1970, Editorial Universidad Nacional de Salta, Salta 2011. (link)
Carlos Salamanca, “Revisitando Napalpí. Por una antropología dialógica de la acción social y la violencia", en Runa XXXI, 2010 (link)
Norberto Caro, Soy Samuhú. Historia de nuestro pueblo, instituciones y personalidades destacadas.
Luciana Anapios, “La ley de jubilaciones de 1924 y la posición del anarquismo en la Argentina”, en Revista de Historia del Derecho, Sección Investigaciones, N° 46, INHIDE, Buenos Aires, julio-diciembre 2013 (link)
Para ver (películas y documentales) sobre la masacre de Napalpí:
Fundación Napalpí: documental sitio web, con textos y videos explicativos.
Testimonio de familiares de sobrevivientes: (link)
Napalpí, relatos de una masacre: (link)
Trailer de la película Ley Primera (2017): (link)
La Nación Oculta, documental: (link)
Película El último malón (1917), producida por Alcídes Greca, sobre los acontecimientos de San Javier, en 1905: (link).

 

 

 

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