Lo que resta de Franco

Preguntas sobre qué hacer con los cuerpos de genocidas y dictadores cuando mueren

 

Francisco Franco fue exhumado el 24 de octubre de 2019. Sus restos, trasladados al cementerio El Pardo-Mingorrubio en los suburbios de Madrid, reposan junto a los de su mujer, Carmen Polo. El procedimiento, cumplido bajo medidas de alta seguridad, se realizó en presencia de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, y de familiares del antiguo dictador, sin los honores de Estado que exigían sus allegados. Esta fecha histórica es el corolario de una larga batalla jurídica en una España dividida por su pasado franquista – un pasado criminal que no dio lugar a ningún procesamiento penal ni a una condena política consensual. Franco, afectado por la enfermedad de Parkinson, murió en el poder el 20 de noviembre de 1975, tras haber sido mantenido artificialmente en vida durante más de un mes. El “Caudillo” había planificado con cuidado tanto su fin como su sucesión. Prueba de ello es la sepultura que hizo erigir en vida: el imponente y muy turístico mausoleo del Valle de los Caídos, una basílica monumental construida por prisioneros republicanos, en honor a los muertos de la victoria fascista durante la Guerra Civil española. La tumba de Franco, regularmente cubierta de flores, estaba rodeada por los restos óseos de más de 30.000 víctimas de la Guerra Civil (1936-1939), arbitrariamente trasladados allí por el régimen franquista en los años '50.

El dictador −arquitecto de su propia herencia más allá de su muerte− no habría podido imaginar este hondo revés, fruto de debates tanto intensos como acalorados. El destino de los despojos mortales de Franco y el carácter problemático de su sepultura en el corazón del Valle de los Caídos que invitaba a un desplazamiento, fueron destacados en vano, reiteradamente, por diversas instancias: una Comisión española de expertos en 2011, el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las desapariciones forzadas o involuntarias, así como el Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y  las garantías de no repetición, Pablo de Greiff, en 2014 y también el Congreso de Diputados, cámara baja del Parlamento, que adoptó una “proposición no de ley” en ese sentido, en 2017. Pero lo que marcó el punto de inflexión fue la llegada al poder en junio de 2018 del primer ministro socialista Pedro Sánchez, que provoco la conmutación. Se pronunció de inmediato a favor del traslado de los restos de Franco para así poner fin al hecho de que la célebre basílica fuera un lugar de apología del franquismo.

Esto desencadenó un tenso enfrentamiento judicial entre la familia del antiguo dictador y el gobierno, tras una modificación por decreto de la ley sobre la memoria histórica de 2007, destinada a precisar que solo las víctimas de la Guerra Civil pueden estar enterradas en el espacio de conmemoración del Valle de los Caídos, y dos resoluciones del Consejo de Ministros que desembocaron en la decisión de reinhumar a Franco en el cementerio de El Pardo. El 24 de septiembre de 2019, la Corte Suprema falló por unanimidad, validando la constitucionalidad de las decisiones gubernamentales, por entender que no violan ni el principio de igualdad de tratamiento, ni el respeto de la libertad religiosa o de la intimidad personal y familiar. La Corte destacó asimismo que el traslado de los restos de Franco busca poner fin a una situación impropia en un Estado de derecho democrático. Por último, la Corte Europea de Derechos Humanos rechazó el 17 de octubre el pedido de suspensión de la exhumación interpuesta en forma urgente por la Fundación Francisco Franco. Si bien la España pos-dictatorial se construyó con base en una transición que implicó un “pacto del silencio” y una ley de amnistía, ¿hoy se convertirá en una “democracia más perfecta”, al decir de José Luis Zapatero, quien fue el promotor de la ley sobre la memoria histórica de 2007?

En mayor escala, esta saga judicial ilustra, una vez más, la realidad y el impacto de la vida pos-mortem de los dictadores y criminales de masa. En cualquier caso, las cuestiones planteadas con fuerza por estos muertos tan singulares son idénticas, aunque se sitúen en contextos heterogéneos. ¿Qué hacer con sus restos? ¿Cómo comprender su herencia, la memoria de su persona, de sus crímenes y de sus víctimas? Estas interrogantes no son nuevas. Acompañan desde siempre los grandes desafíos que conlleva el cadáver de cualquier déspota, genocida u otro verdugo, incluso mucho tiempo después de su desaparición. Los trabajos pioneros de Katherine Verdery y John Borneman así lo atestiguan: son el punto de partida de un cuestionamiento fundamental sobre la vida política de los despojos mortales de representantes de la autoridad al final de la Segunda Guerra Mundial, o a la caída del antiguo bloque comunista. Más recientemente, recordamos por ejemplo las movilizaciones que rodearon el entierro de Jorge Rafael Videla en la Argentina, tras su muerte en 2013, o el traslado de los restos de Ferdinand Marcos en las Filipinas, cerca de 30 años después de su deceso.

De hecho, la muerte del tirano, aun siendo natural, no es nunca anodina. Cualesquiera sean las circunstancias y el contexto, su muerte no borra nada. En cuanto a la suerte que corren sus restos –envueltos en el anonimato o en un aura de heroísmo, abandonados o patrimonializados, objetos de profanaciones o de honores–, se inscriben siempre en medio de trayectorias político-jurídicas complejas e inusuales. Y revelan un posicionamiento del Estado, asumido en mayor o menor medida, frente a una herencia de violencia. Así se ve cómo esta vida de ultratumba, captada por el derecho, tiene una amplitud y un sentido cambiantes según las configuraciones en las cuales sobreviene la muerte, pero también según la efectividad de las transformaciones −o de las resistencias−, que engendra en el transcurso del tiempo.

 

 

  • Texto publicado en francés en el periódico suizo Le Temps, el 25 de octubre de 2019. (Traducción al español: Ana Guarnerio.)

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