“Los penitenciarios desplegaban un plan cuidadosamente pergeñado por equipos multidisciplinarios para enloquecer a los más frágiles a través de una batería de herramientas constituida por la infraestructura edilicia como base en el caso de Caseros, el juego perverso con la medicación psiquiátrica, la intervención en las horas de sueño, la intermitencia en las visitas familiares, la manipulación a través de psicólogos, psiquiatras y sacerdotes especialmente preparados para los propósitos de la dictadura carcelaria: desquiciar a los presos políticos”.
Antes y después de los años plenos dictatoriales, entre 1975 y 1984, unos 10.000 presos políticos atravesaron las crueldades de un plan sistemático de humillación, hostigamiento, locura y exterminio. Pergeñado y en forma paulatina perfeccionado a partir de la experiencia recabada durante el terrorismo de Estado, estaba no solo orientado a socavar el espíritu militante sino a ejemplificar al conjunto de la sociedad, incluso a esa porción refugiada en el exilio, las eventuales consecuencias de su disenso. Proceso de devastación singular, apuntaba a exponer el costo de “intentar subvertir los mecanismos establecidos. Para mostrarlos locos o quebrados, como se les había prometido adentro” de los presidios. En efecto, un latiguillo recurrente de los carceleros fue “Ustedes de acá van a salir locos, putos o quebrados”. Quienes no lograron soportar la crueldad de ese dispositivo “cuidadosamente diagramado por el régimen e implementado por el sistema penitenciario, terminaron en el suicidio. Un suicidio inducido o una muerte buscada desesperadamente para huir del dolor del minuto siguiente. De cualquier manera es un homicidio generado por otro en el cuerpo de quien se quita la vida”.

Como la tortura, el genocidio, los vuelos de la muerte, el robo de bebés y asesinato de sus madres, la desaparición, la miseria planificada mediante la extranjerización productiva, en fin, tantos otros planes sistemáticos específicos planificados por el régimen militar, el implementado para los presos políticos careció de improvisación. Ese intrincado dispositivo criminal es desplegado por las periodistas Silvana Melo (Olavarría, 1961) y Claudia Rafael (Campana, 1961) en las casi trescientas páginas de Historias rotas, locura y suicidio en las cárceles de la dictadura. Investigación rigurosa, privilegia hechos y caudal probatorio por sobre el efecto subjetivo y la sensibilidad, sin desdeñarlo. Así como la apertura y el cierre del volumen se detienen en el análisis crítico —desde la psiquiatría a cargo de la especialista Diana Kordon y en el dispositivo político-ideológico relevado por el Hernán Invernizzi, respectivamente—, el desempeño y la voz de las víctimas ocupa más de catorce perfiles de varones y mujeres. Conjunto representativo al visitar experiencias diversas en distintos presidios, sobrevivientes, personajes martirizados, con y sin antecedentes de disturbios en la personalidad. Testimonios de primera mano, conmovedores hasta el estremecimiento, aproximan situaciones recurrentes en diverso tiempo y lugar, indicadores categóricos del carácter sistemático implementado.
Fueron aproximadamente medio centenar de informantes calificados quienes otorgaron las trágicas piezas que componen este siniestro rompecabezas del terror; contrario, contiguo y paralelo a las formas sordas de resistencia, al soterrado tejido de redes de solidaridad y sostén identitario entre los compañeros de infortunio. Destellos de pertenencia y afán por sobrevivir, componen prácticas sociales capaces, si no de blindar, al menos amortiguar los embates desestructurantes de la condición humana.
En este panorama, las autoras tienen muy en cuenta el efecto de espejismo desatado a partir del retorno a la democracia, cuando comenzaron a salir a la luz los hasta entonces inimaginables espantos de los centros clandestinos de detención y exterminio. Los presos políticos liberados en forma paulatina, por el mero hecho de haber sobrevivido, quedaron situados en un lugar muchas veces secundario. Se omitía, sin ir más lejos, que antes de ser reconocidos legalmente y enviados a una cárcel, los prisioneros estuvieron un tiempo desaparecidos, sometidos a los vejámenes regulares, despojados de toda integridad y remitidos a otros cautiverios en estado calamitoso.

En las prisiones les aguardaba otro sistema no menos perverso, dotado de mecanismos de distinta sofisticación. La administración compulsiva de psicofármacos en dosis aleatorias, en procesos sobremedicados e interrumpidos en forma abrupta, producían trastornos metabólicos catastróficos, desatando muchas veces graves episodios psicóticos. En otra secuencia y en la misma medida, la saturación gastrointestinal de una dieta saturada en grasas y su repentina reversión, producían estragos en el sistema digestivo, debilidad, pérdida de piezas dentarias, caída de cabello, distonías varias. Prolongados períodos de aislamiento, ningún contacto con la luz natural (con la solar, ni pensarlo), constituían sutiles o groseros peldaños hacia la demencia.
Una dotación de profesionales entrenados se encargaba de socavar la subjetividad. Psicólogas jóvenes, de menos de treinta años, aplicaban técnicas conductuales dirigidas a fomentar la confusión identitaria. Los médicos —como se indicó— cometían sus prácticas iatrogénicas, mientras los sacerdotes procuraban el colaboracionismo con los represores. Salvo del equipo psicológico que se mantiene en el misterio, las autoras lograron algunos nombres. Al frente de todo, el coronel Antonio Dotti, titular del Servicio Penitenciario Federal. Los curas Hugo Mario Bellavigna (las presas lo apodaban San Fachón); el capellán del penal de Caseros, Alejandro Cacabelos (“yo antes que ministro de Dios ante ustedes, soy un empleado de la cárcel”) y el nunca suficientemente ponderado Christian Von Wernich. Los médicos Jaime Dombiak, Cristóbal Copes, Alfredo Wybert, Enrique Leandro Corsi, Carlos Domingo Juríos y Luis Domingo Favole. Y tantos otros.
Detenido entre septiembre de 1973 y mayo de 1986, el hoy periodista Hernán Invernizzi sintetiza al final de Historias rotas afirmando que los verdugos de este plan sistemático para los prisioneros “querían algo peor que la muerte. Los necesitaban cada vez peor, pero vivos; cada día más desesperados, pero vivos; cada año más y más devastados por un sufrimiento físico y psíquico que estiraban infinitamente usando los recursos que la medicina, la psicología y la religión ponían en sus manos. El poder dictatorial tuvo una estrategia de control social y político cuyo fracaso no la vuelve inexistente, irreal o imaginaria. Fracasó, pero existió”.
FICHA TÉCNICA
Historias rotas, locura y suicidio en las cárceles de la dictadura
Claudia Rafael y Silvana Melo
Buenos Aires, 2025
284 páginas
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