Los Bill Gates y la tierra

El problema de la propiedad del suelo, base de la injusticia social

 

Entre la toma del Capitolio en Washington y la asunción de Joe Biden como Presidente de Estados Unidos, pasó casi inadvertida una noticia de alto voltaje: el multimillonario Bill Gates se convirtió en el máximo propietario de tierras agrícolas en Estados Unidos. El hecho reabre un viejo dilema que en nuestro país parecía clausurado a partir de los sucesivos golpes de Estado y de la imposición de una corriente hegemónica que delimitó los marcos en los que la discusión debía darse. ¿Se puede avanzar en una distribución más justa de la tierra?

Las consecuencias de la última dictadura-cívico militar (1976-1983) en nuestro país son de diversa índole: sociales, políticas, económicas. Una en particular es la que nos interesa hoy: la del plano de las ideas.

El proceso iniciado con la autodenominada “Revolución Libertadora” (que de revolucionario no tuvo nada y mucho menos de libertadora) se profundizó con la dictadura de Juan Carlos Onganía en el segundo lustro de la década de 1960 y se coronó en la última dictadura.

Los tres procesos tuvieron como hilo conductor restituir un supuesto orden social que había sido puesto en jaque por el mayor proceso de inclusión social de nuestra historia: el peronismo. La Constitución de 1949 (con su artículo 40 y la función social de la propiedad) contenía en potencia –para quienes llevaron adelante los sucesivos golpes– el principio del caos. El orden necesitaba restablecer la piedra angular sobre la que se erigía el edificio social: la propiedad privada. Cualquier intento jurídico o político que esbozara algún principio de duda al respecto debía ser cortado de cuajo. La abolición de la Constitución de 1949 fue el inicio de dicha restitución del orden.

Sin embargo, las organizaciones libres del pueblo mantuvieron encendida la llama del debate. Sólo por citar un ejemplo, la Confederación General del Trabajo (CGT) encabezó en la década de 1960 (luego de los planes de lucha de La Falda y Huerta Grande) una serie de encuentros que terminaron en la fundación de la Comisión Coordinadora por la Reforma Agraria (COCOPRA) en 1963. Hasta 1966 la COCOPRA protagonizó una serie de iniciativas y recomendaciones que terminaron en el Congreso Nacional en junio de 1966. Veinte días después, el golpe de estado de Onganía obturó la discusión. El Onganiato logró, a fuerza de represión, borrar el debate sobre la reforma agraria del ámbito de lo público.

Durante la década de 1970, las Ligas Agrarias, organizaciones campesinas, mantuvieron latente la discusión en las bases. El golpe final vino con la última dictadura. La persecución sistemática de los dirigentes sociales, sindicales y políticos, la anulación de la libertad de expresión y el terror como mecanismo lograron desterrar no ya tan solo del ámbito público, sino también del académico y del de la militancia la discusión sobre la reforma agraria.

José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de economía del dictador Jorge Rafael Videla, dictaminó en 1980 el cierre del Consejo Agrario Nacional (CAN), institución fundada por ley en 1940 que tenía entre sus objetivos evitar la concentración de tierras. No es menor destacar que la ley de creación del CAN fue la primera que incluyó la función social de la propiedad en nuestro país.

Fue necesario el surgimiento de organizaciones sociales de nuevo tipo (como el Movimiento Campesino de Santiago del Estero –MOCASE–, el Movimiento Nacional Campesino Indígena –MNCI–, los Movimientos de Trabajadores desocupados –MTD–) para que volviera a ponerse sobre la mesa el problema básico de la injusticia social en nuestro país: el problema de la tierra.

La disputa, desde entonces, es abismal. Y el problema se profundiza cuando observamos que el status quo ocupó también los ámbitos académicos. Hay un discurso hegemónico –y casi sin fisuras– que parte de tres premisas e inunda las aulas, los micrófonos y las publicaciones: no existe el campesinado en nuestro país, la tierra no es más el reservorio de valor al que acuden los dueños del capital para resguardar sus riquezas y el problema no es la propiedad del suelo sino cómo se distribuye la renta.

 

 

 

Algunas ideas para el debate

Cada una de estas premisas puede ser respondida, o por lo menos puesta en duda si observamos detenidamente nuestra historia y nuestro presente.

 

“No existe un sujeto histórico campesino”:

A finales de la década de 1980 las tomas se volvieron una constante en las regiones periurbanas, al mismo tiempo que se expandía la frontera agrícola y poblaciones campesinas eran desplazadas. Esto produjo, por un lado, la destrucción de agroecosistemas y sus consecuencias ecosociales y, por otro, el hacinamiento de contingentes enormes de población en condiciones de insalubridad y de escasez de recursos para la subsistencia. Obviamente otra de las consecuencias más directas fue el aumento del precio de la propiedad urbana y los alquileres.

Como respuesta surgieron movimientos sociales de nuevo tipo, el Movimiento Campesino de Santiago del Estero y el Movimiento Nacional Campesino Indígena en el territorio rural fueron quizás las primeras expresiones. En las ciudades los movimientos de trabajadores desocupados, por ejemplo el MTD Solano, desde fines de los ochenta organizó tomas de tierras.

Por otro lado, la agricultura familiar produce (según el INTA y la FAO) el 80% de los alimentos que consumimos. Los verdurazos de la Unión de Trabajadores de la Tierra, los bolsones agroecológicos que cada día son más consumidos, buscan poner de manifiesto esta problemática: no sólo hay sujeto, sino que es el que nos alimenta.

 

“La tierra no es más el lugar al que acuden los dueños del capital para resguardar sus riquezas”

A medida que se expandía la frontera agrícola, grandes extensiones de tierra fueron adquiridas de diversos modos por grandes capitalistas. Son conocidas las escandalosas extensiones de tierras que adquirieron Benetton o Lewis en la Patagonia Argentina. Un poco menos pública es la adquisición de tierras por el grupo CRESUD, que pertenece a los hermanos Elsztain, que superan actualmente el medio millón de hectáreas. Otro ejemplo de un empresariado que buscó en la tierra un resguardo para su capital es Lázaro Baez. Pero el fenómeno no es solamente nacional: Bill Gates se convirtió hace pocos días en el mayor poseedor de tierras cultivables en Estados Unidos con casi 100.000 hectáreas.

 

“El problema no es la propiedad del suelo sino la distribución de la renta”:

El censo agropecuario de 2018 arrojó como resultado que en el país existen actualmente 863 unidades productivas (ojo, no dueños, sino unidades productivas) de más de 20.000 hectáreas. En total, estas 863 unidades productivas acumulan casi 35 millones de hectáreas, es decir el equivalente a una provincia de Buenos Aires y dos veces la provincia de Tucumán sumadas. Estas 863 unidades productivas no están destinadas al consumo interno. Los sucesivos intentos por “distribuir más justamente la renta” fracasaron uno tras otro. Los casos más recientes: Vicentin y las restricciones a las exportaciones de maíz. No hace falta siquiera remover el fantasma de la 125. En el otro extremo, decenas de miles de productores en condiciones de precariedad absoluta, que nos alimentan y que tienen que pagar el arrendamiento a los dueños de la tierra.

 

Mientras tanto más de la mitad de nuestras pibas y pibes está por debajo de la línea de pobreza. La hora llama, el desafío de la intelectualidad argentina estará en desarmar los silogismos erigidos sobre estas tres falaces premisas o –como solía decir la abanderada de los humildes– “la bandera flameará sobre sus ruinas”.

 

 

 

 

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