LOS BUENOS NOS ESTAMOS CANSANDO

Eso opinaba Mafalda a comienzos de los '70, y hoy sigue siendo tan válido como entonces

 

Según la escasa información de que se dispone, la tal Mafalda, ciudadana argentina de apellido desconocido, habría nacido en 1960. La fecha se desprende del hecho de que, cuando apareció la primera tira gráfica —29 de septiembre de 1964—, la niña sonaba como una criatura precoz, que en marzo de 1965 comenzó el jardín de infantes, cosa que por lo general se hace a los 5 años. (Existen tiras que confirman que todavía no sabía leer ni escribir, actividad para la que abusaba de la buena voluntad de su vecino Felipe, que es un año mayor.) Pero además, en marzo del '66 anunció que se venía su sexto cumpleaños en una tira del diario El Mundo. Entonces, ¿sesenta y seis menos seis? Han cambiado muchas cosas desde entonces, ¡tal vez demasiadas!, pero ciertas cuentas siguen arrojando los mismos resultados.

A partir de su aparición en la revista Primera Plana, de la que acaban de cumplirse 59 años, hasta su tira final del 25 de junio del '73 en la revista Siete Días, el desarrollo de Mafalda dejó de ser cronológico: a mediados del '73 no parecía tener más que 7 u 8 años, en lugar de los 13 que debería haber tenido. Los tiempos narrativos suelen darle la espalda al calendario. Charlie Brown, el protagonista de la tira de Charles M. Schulz llamada Peanuts, tardó 50 años en envejecer apenas cuatro. En el universo de Mafalda, el único indicador fiable del paso del tiempo es su hermanito Guille, que nació en el '68 y evolucionó de bebé a crío que ya dejó atrás el chupete, mientras las criaturas a su alrededor —papá y mamá, su hermana y sus amigos— permanecieron casi idénticos, mejorados tan sólo por la evolución del dibujo.

 

Quino y la nena, allá lejos y hace tiempo.

 

Pero la elasticidad del tiempo narrativo no impide jugar con los elementos del universo que creó su autor, a quien conocemos como Quino aunque sus documentos lo identificaban como Joaquín Lavado (1932-2020). Técnicamente, en el mundo real Mafalda sería hoy una señora de 63 años, no mucho mayor que yo. Lo cual permite inferir que la pobre, como tantos de los que vivimos en este país desde los '60, debería haber sobrellevado la dictadura. Y después, en inevitable sucesión, es probable que haya archivado los viejos discos de Los Beatles durante Malvinas, sin dejar nunca de cantar esas canciones dentro de su cabeza; que haya sentido la esperanza que encendió el retorno de la democracia; que haya atravesado el dolor abrasador de la revelación de los horrores cometidos por los genocidas; que haya seguido el juicio a las Juntas con unción; que haya rabiado ante las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; que haya padecido la híper; que haya creído brevemente en el Menem que prometía revolución productiva; que se haya sentido enajenada ante la banalidad de la pizza, el champagne y la corrupción convertida en sistema de gobierno; que haya puesto, tal vez, una ficha en Chacho Álvarez, ya que nunca en De la Rúa; que haya perdido ahorros dentro del Corralito y manifestado en las calles durante diciembre del 2000; que haya experimentado desconcierto primero y bronca después, cuando mataron a Kosteki y Santillán; que haya sido sorprendida por los Kirchner, cuando ya nada esperaba de la política ni de los políticos; que haya advertido a amigos y conocidos contra Mauricio en 2015, porque como decía Néstor y a ella ya le constaba, Mauricio era Macri; que haya masticado con amargura la decepción que supuso Alberto; que haya celebrado el Mundial en las calles, durante diciembre pasado, cruzándose con alguno de nosotros en alguna esquina; y que, al día de hoy, enfrente estas elecciones con la misma sensación entre la alarma y el delirio a lo David Lynch que nos visita a tantos. Si Quino la hubiese diseñado con cabellera lacia en el original, en 2023 habría adquirido ya esa bola de pelo con que la identificamos, de tanto tirarse de las mechas en los momentos de frustración e impotencia.

 

 

Esta es una interpretación, nomás, respecto de uno de los derroteros que pudo haber tomado el personaje, de haber sido real. Son imaginables mil variantes más, pero siempre dentro de un marco acotado de posibilidades. Nadie en su sano juicio imaginaría a una Mafalda que se hizo de derecha o que renunció a pensar la realidad. Esa pendejita tan inteligente y sobre-informada, que ya en los '60 se preocupaba por la salud no sólo política sino ecológica del planeta, no habría encontrado durante las décadas siguientes más que confirmación respecto de su rechazo al capitalismo sin freno. Lo más probable es que hoy fuese vegetariana, además de feminista militante.

Eso, claro, en el mejor de los casos. Porque existe otra posibilidad que se desprende naturalmente de la Mafalda que conocimos a mediados de los '60. Y que hubiese cumplido los 16 pocos días antes del asalto que puso fin a la democracia. En aquel tiempo era habitual que las y los pibes militasen desde muy temprano, en un clima social y cultural tan politizado, de efluvios pre-revolucionarios. Cuesta imaginar que una chica como Mafalda, con esa cabeza y esa formación, se hubiese mantenido ajena al zeitgeist. Hablamos de Mafalda, no de Susanita.

 

 

No quiero irme de mambo especulando qué podría haber sido de Mafalda si hubiese caído en manos de los genocidas. Ante todo, porque Quino fue siempre un señor muy medido y discreto, que prefirió la elusión al trazo grueso, e imagino que no le puso fin a la tira a mediados del '73 tan sólo por agotamiento creativo. (Poco después eligió exiliarse, después de haber recibido la visita de una patota en su edificio, a modo de aviso. Por las dudas, en su última tira una Mafalda dormida sonríe mientras sueña con un alzamiento popular que copa el planeta — sueño que Susanita comparte en sincro, pero considerándolo una pesadilla.)

A la hora de imaginar probabilidades siniestras, me basta con desviar la mirada hacia otra chica que, como Mafalda, fue tapa de Siete Días. Marie-Anne Erize era modelo, militaba junto al cura Mugica y fue secuestrada en octubre del '76. Según una ex prisionera, los militares de los que dependía el campo de concentración jugaban para que el azar decidiese en qué orden violaría cada uno a la chica a quien llamaban "La Francesa".

 

 

 

Mafalda y Marie-Anne Erize: las chicas de tapa.

 

Lo de Marie-Anne no fue una excepción sino algo más parecido a la norma, en lo que hace a las secuestradas por los genocidas durante aquellos años. Antes de la muerte, lo que esperaba a las Mafaldas de entonces era la tortura, la violación, la humillación. La clase de cosas que un impresentable de hoy vuelve a llamar "excesos", en el marco de una presunta guerra que sólo ocurrió en su cabeza, en la de los genocidas y de quienes todavía hoy reivindican el genocidio. Porque una disputa que tiene de un lado a las Fuerzas Armadas, la Policía, la Gendarmería y todo el poder de fuego del Estado, pero del otro lado a cuerpos desnudos, o en el mejor de los casos armados como para asaltar un kiosko y gracias, no es ni será nunca una guerra.

Es una masacre.

 

La escopetita de fusilar ideologías

Para mí al menos, que soy su coetáneo, releer Mafalda es encarar un trip al pasado. La devoción de Quino por el detalle me lleva de regreso al mundo de mi infancia. Los muebles, los bondis y los autos, las radios y las teles, las pilchas, los teléfonos fijos, la posibilidad de fumar en todas partes, los chicos circulando solos por la calle que era escenario de juegos colectivos, la ciudad empedrada donde todavía abundaban los almacenes de "gallegos" pero no había súper chinos y ni rastros de nada llamado McDonald's. (Como mucho, Manolito aspiraba a rebautizar el negocio familiar como "Manolo's".) Al igual que la criatura de Quino, yo crecí en un mundo sin computadoras ni Internet ni celulares, que hoy pinta casi antediluviano.

Pero por supuesto, también hay cosas que no han cambiado nada. Ya desde el comienzo, Mafalda descree de los políticos en general y de los gobiernos en particular. Era lógico: nació durante la presidencia de Frondizi, quien fue desplazado cuando ella tenía dos años para ser reemplazado por el títere de Guido, y expresó sus primeros resquemores durante el gobierno de Illia, que padecía ya una campaña de desprestigio en los medios —como acabo de decir, ciertas cosas no cambiaron nada— que lo acusaban de incompetente, de lento. La revista donde Mafalda debutó, Primera Plana, formaba parte de esa andanada. En diciembre del '65, cuando la nena ya había emigrado al diario El Mundo, en Primera Plana mostraron una viñeta de Illia como un viejo con una paloma en la cabeza, a punto de cortar un pan dulce. El dibujo tenía este epígrafe: "¿Y si les digo que tampoco sé cómo cortar un pan dulce?" En otra viñeta del mismo número, Illia aparecía como una tortuga que se preguntaba: "¿Qué apuro hay?" Le quedó para siempre, el apodo. De allí en adelante todos le dijeron Tortuga, y en 1966 el general Onganía aprovechó ese descrédito para asaltar el poder.

 

 

Buena parte de nosotros llegó a la madurez política con gobiernos que de lentos e ineficientes no tenían nada. Tanto Néstor como Cristina, así como hoy Axel en la provincia de Buenos Aires, fueron máquinas de producir realidad. Generaban novedades positivas a diario. A los conservadores, los reaccionarios y los fachos no le gustaron ni les gustan nada las cosas que hacían y siguen haciendo (entre otras cosas, ya que estamos, difundir Mafalda en las escuelas), pero estaba claro que no podían acusarlos de no saber cortar ni un pan dulce. Claro, después vinieron un par de piñas arteras, el uno-dos que nos embocaron primero Macri y después Alberto, y ahora ese discurso de la Mafalda embrionaria vuelve a estar de moda. Los políticos no servirían para nada, lejos de ser la solución, constituirían parte del problema. De hecho, alguna de las tiras de Mafalda vendrían de periquete a la campaña de Milei. (No se preocupen, no estoy avivando giles: esta gente no lee, o a lo sumo no lee nada que no sea un panfleto ultra-liberal o facho-militarista.)

Pero, aún así, se vuelve imposible defender la idea de que el discurso anti-político podría haber impulsado a Mafalda a simpatizar con la derecha actual. A la nena la irritaba la ineficacia de los únicos políticos que había llegado a conocer —radicales, para más datos, ya que el peronismo seguía proscripto—, pero tenía claro que ni la derecha ni mucho menos los gobiernos militares representaban una alternativa positiva. Mafalda desconfiaba del sistema que tiende a endiosar al dinero por encima de todas las otras cosas, así como hoy lo endiosa el Milei que considera que lo que no es rentable no tiene derecho a existir. (La cosmovisión del candidato libertario está representada por el Manolito que se indigna ante la frase: "Nadie vale por lo que tiene, sino por lo que es". "Vamos", replica el hijo del almacenero, "¡si el que no tiene, ni siquiera es!") Y por otro lado Mafalda abominaba de la violencia. Ella es la nena que le enseñaba a Miguelito que la macana que los polis llevaban en la cintura era "el palito de abollar ideologías".

 

 

Hoy suena casi ingenuo asociar violencia con palazos, pero hay que entender que la Mafalda cuya vida alcanzamos a compartir transcurrió antes de la dictadura de Videla y Massera. Lo que sí llegó a conocer tenía que ver con las tundas que Onganía comandaba, en oleadas represoras como aquella de La Noche de los Bastones Largos. Pero los represores de los '70, quienes cambiaron los palitos por las Ithacas y dejaron de abollar para directamente balear, entendían que la acusación de Mafalda los señalaba también. A comienzos de julio del '76, los asesinos no se contentaron con fusilar a cinco religiosos desarmados, perpetrando ese crimen que conocemos como La Masacre de San Patricio. Por un lado, dejaron un mensaje que justificaba esas muertes porque se trataba de "zurdos": uno de los calificativos que Milei prefiere a la hora de insultar, casi tanto como la retornada Chiqui Legrand. (Hasta a Rodríguez Larreta lo acusó de zurdo. A la izquierda de Milei queda el 99% de la humanidad.) Pero además se tomaron el trabajo de despegar un poster de la habitación de uno de los fusilados y ponerlo encima del cadáver de Salvador Barbeito. Era el poster donde se la ve a Mafalda señalando el palito de abollar ideologías.

 

Los fusilados y el poster de la nena.

 

La nena abogó siempre por la paz, exigía el desarme mundial y la proscripción de las bombas nucleares, se soñaba intérprete en las Naciones Unidas para poner paños fríos a las declaraciones de países adversarios. Para Mafalda era normal jugar a que era Presidenta, aunque recelase de la capacidad de su género para conservar un chisme. (Imagino que hoy esa tira puede ser considerada machista, pero no olvido que la creación de Quino defendió sostenidamente el derecho de las mujeres a salir del corset de la familia tradicional. No en vano la protagonista es una cría — la tira se llama Mafalda, no Felipe.) Por eso es razonable decir que, de estar viva hoy, Mafalda no condonaría el reinado de las dos cosas que aborrecía aún más que la sopa: el capitalismo rampante y la violencia, caras complementarias de la misma moneda.

Entre las cosas que no cambiaron están las presiones a que se somete a los países latinoamericanos. En una tira Mafalda se niega a obedecer a su madre, porque está jugando a ser Presidenta y, dice, los Presidentes no obedecen a nadie. Pero su madre le retruca: "¡Y yo soy el Banco Mundial, el Club de París y el Fondo Monetario Internacional!" Esa tira podría haber sido escrita mañana. De esa realidad se desprende una segunda, también vigente. En otra tira la mamá regresa indignada de hacer las compras, profiriendo frases que en estos tiempos recuperaron actualidad: "¡Es una barbaridad, un escándalo! ¡Con estos precios, no hay dinero que alcance! ¡Yo no sé dónde vamos a parar!" Mafalda se burla de ella, porque está diciendo cosas que ya por entonces eran un cliché, un lugar común. Como su madre toma a mal la chanza y le revolea una verdura por la cabeza, Mafalda concluye: "La inflación vuelve susceptible a la gente". Y, sí. Esa es una de las razones por las cuales hoy estamos, entre otros estados de ánimo, susceptibles. A todos nos vendrían bien unas gotas o grageas de ese Nervo Calm que parecía esencial a la dinámica de la familia de Mafalda.

 

 

Tampoco cambió la realidad de la pobreza. La miseria está ahí, en las calles, en las villas miseria que Mafalda descubre al volver de sus vacaciones en el tren, en la viejita homeless que se refugia de la lluvia en un umbral. Y ella no sólo la registra: la padece. Para Mafalda es algo intolerable, la prueba de que el sistema en que vivimos es defectuoso. "Me parte el alma ver gente pobre", dice, "habría que dar(les) techo, trabajo, protección y bienestar". (Susanita, en cambio, se conformaría con esconderlos. La rubia es un perfecto exponente del gorilismo, seguro que el 22 vota a Pato. Cuando lee una pintada que dice "El pueblo al poder", estalla de este modo: "¿Para qué? ¿Para que después quede todo el poder lleno de cáscaras de naranja, papeles usados y manchas de sandwiches de chorizo?" La única diferencia es que hoy diría "manchas de choripán". Si no se casó con un García Moritán, Susanita, le pego en el poste.)

Mafalda no considera que la pobreza sea una consecuencia natural de la incapacidad de cierta gente para cotizar en el mercado. Para ella, la única medida del valor de un ser humano no es su precio en dólares. Mafalda cree que todos los seres humanos tienen derechos que deben ser atendidos. Ya a mediados de los '60 hablaba de derechos humanos con todas las letras, en una charla con Felipe durante la cual se lamentan porque los perciben "cada vez más torcidos". Con coherencia superior a sus años, también es tolerante y abierta a las diferencias. Puede jugar contenta con el muñeco de un negrito que le regaló su mamá, mientras que Susanita no acepta más que tocarlo con un dedo, que después procede a lavar.

 

 

Del mismo modo, aún cuando es crítica con sus padres —a él no consigue respetarlo por lo que considera su inmadurez y falta de ambición, de su mamá le revienta que no se haya realizado individualmente mediante el estudio superior, que le permitiese desarrollar una carrera—, los sabe buena gente y mejor intencionados. Ni Mafalda ni Guille hubiesen llegado a ser como son en un hogar jodido, disciplinario, autoritario o dedicado a la humillación de los más pequeños, al estilo de los Macri y de los Milei. Lo que sí les reclama la nena es su falta de compromiso político, que es lo que tantos desaparecidos le reclamaban a sus mayores y de algún modo pretendieron sobrecompensar. En una tira encara a su madre, quien elude su responsabilidad pretendiendo que entender de política le dificultaría hacer bien las tareas de la casa. ¿Resultado de la discusión? Se le quema la comida y hay que gastar extra en una pizza. Otra de las cosas que advertí durante mi relectura actual de Mafalda: nunca antes había percibido cuán apretados estaban sus viejos en materia de presupuesto, clase media siempre al filo del ataque de nervios.)

Pero Mafalda acepta que, aunque limitados, sus padres tienen buen corazón. Cuando le pregunta para qué estamos en este mundo, Raquel —que así se llama la madre, del padre nunca se supo nombre— le responde: "Para trabajar, para amarnos, para hacer de este un mundo mejor". Mafalda le responde con cierto cinismo, porque entiende que su madre no está haciendo todo lo que podría para mejorar este mundo. Pero no reniega de los objetivos que mamá le plantea, uno puede colegir que apenas difiere en los métodos que considera necesario adoptar para alcanzarlos. En ese sentido, Mafalda es una perfecta representante de la generación de los '60, que se sintió llamada a crear un mundo nuevo como tantos otros jóvenes.

 

 

Pero ese mundo nunca llegó, fue violentamente abortado. Y a partir de los '70, el universo que parió a Mafalda (el personaje) y que hizo posible que disfrutásemos de Mafalda (la obra) como de un espejo donde nos reconocíamos, dejó de existir. Creo que ya no existe siquiera la clase media de la que Quino hablaba y de la que tantos nos sabíamos parte. Después del genocidio, a partir de la creación de la Internet y de nuestra inevitable transformación de miembros de una comunidad en consumidores individuales, la duda es más bien: ¿cómo deberíamos leer a Mafalda, qué se entiende de Mafalda, desde esta realidad nueva?

 

"¡Contagiame!"

Leí en las redes hace pocos días —no doy crédito al autor o autora de la idea porque no lo recuerdo, vi la idea al vuelo y no tomé nota— que una de las razones que explicaría por qué estamos como estamos era que los jóvenes ya no leen Mafalda, ahora leen Gaturro. Es una noción a la que hace falta desmenuzar, porque así suelta ofusca tanto como revela.

En primer lugar la daría vuelta, porque planteada de ese modo responsabiliza a los jóvenes, que en este caso son más bien víctimas. En las sociedades contemporáneas —tanto en aquella en la que yo fui niño y joven, como en la presente—, uno lee lo que está al alcance, lo que circula. Que hoy los medios grandes no publiquen a autores como Quino sino a mediocres como Nik no es responsabilidad de los jóvenes, sino de los medios. Y los medios grandes ya no publican a autores como Quino no porque no los haya, sino porque su línea editorial no se lo permite. En los años previos al '76, hasta los medios mainstream publicaban opiniones abiertas, porque el mundo entero avanzaba en la dirección de tolerar diversidad. Una creación como la de Quino fructificaba en medios comerciales como El Mundo y Siete Días a pesar de las presiones de la censura, porque lo esperable era precisamente que los diarios y las revistas empujasen las barreras de lo permitido. Para eso estaban, entre otras razones. Desde la proscripción del peronismo en el '55, medios y periodistas se habían especializado en ese tipo de pulseadas. Eran parte de la gracia del oficio.

 

 

Eso acabó con la dictadura, para retornar con Alfonsín y perdurar con Menem —que era pícaro y sabía que perseguir a sus críticos sólo los envalentonaba— y desaparecer otra vez con el siglo nuevo. La diferencia entre el diario Clarín dirigido por Roberto Guareschi en los '90 y el dirigido por Ricardo Kirschbaum a partir de los años 2000 es la misma que separa el día de la noche. Exagerando para fijar imágenes, como dice un amigo: uno era el Washington Post y el otro es el Pravda de la época de Nikita Kruschev, cuando la Unión Soviética existía todavía — del signo ideológico inverso, pero igualmente dogmático.

Esto no le ocurrió sólo a Clarín y La Nación, por supuesto. Se dio en el contexto del proceso mundial de hiper-concentración económica, y complementando la clase de comunicación que impuso el nuevo universo digital. Ya no había lugar para hacer periodismo, los diarios se convirtieron en armas de fuego de una disputa político-económica. De algún modo se twitterizaron, empezaron a comunicar como si no dispusiesen más que de imágenes y unos pocos caracteres. En esas circunstancias, lo que importa es llamar la atención, fijar agenda y ganar la discusión, en lugar de pensar y proporcionar elementos para reflexionar. La expresión periodismo de guerra es una antinomia, una contradicción entre términos, porque la guerra arrasa con la responsabilidad de informar de manera fidedigna, imponerse se vuelve más importante que contar la verdad. En los medios grandes de hoy, una tira como Mafalda no tendría lugar, porque no se dejaba regir por otro principio que no fuese el deseo de su autor de comprender más y mejor el mundo que le había tocado. Gaturro, en cambio, es un emprendimiento comercial, una franquicia a ser explotada de todas las formas que el merchandising permita, y por eso es condescendiente con sus lectores, el equivalente artístico de la papilla para el bebé.

 

 

Es cierto que los pibes ya no leen Mafalda como antes y es cierto que la sociedad cambió de una manera que mucha gente se resiste a entender. Lo que me pregunto es: ¿significa eso que la juventud ya no estaría en condiciones de leer Mafalda, o algo equivalente? Claro que no. El tema es que, para que una producción cultural sostenida impacte en las nuevas generaciones hace falta, primero, un nuevo tipo de autor o autora, que emerja de la sensibilidad actual. Y segundo, que dé con el vehículo adecuado para comunicarse, dado que ninguna obra obtendría una popularidad equivalente a través del envase de tira cómica de un diario o revista. Más temprano que tarde se gestarán formatos nuevos, que circularán ante todo por celulares y pantallas. Que todavía no existan o no hayamos reparado en ellos, y que no hayan impuesto aún a personajes que se conviertan en íconos, no significa que la juventud actual no esté en condiciones de identificarlos y valorarlos. Los pibes y pibas de hoy están en condiciones de engancharse con un personaje preguntón y cuestionador como Mafalda, que nunca nivela para abajo. De momento sólo siguen a los personajes que les presentan, que por lo general proceden de los jueguitos y del anime, porque no pueden valorar lo que no existe o lo que no les llega. Pero eso no implica que vayan a perdérselo, cuando aparezca un personaje distinto. Que en un momento u otro surgirá, porque su natural inclinación a la rebeldía demandará voces ficcionales que la canalicen.

Pero, ya que estábamos con Mafalda, regreso a la discusión de su valor en el presente. ¿Podría disfrutarla, metabolizarla la generación actual? Mucho de su material remite a un mundo que ya no existe, y eso puede crear una distancia artificial entre la obra y sus potenciales lectores de escasa edad. Pero lo importante es que lo esencial de Mafalda no perdió relevancia. En ese sentido, celebro que un documental como Releyendo Mafalda se difunda a través de Disney y Star +. Yo lo encontré un tanto liviano para mi paladar, pero valoro lo que puede significar a la hora de reintroducir la obra en una realidad que ha cambiado tanto.

 

 

Los chistes sobre el almacén y el yo-yo huelen a viejo inevitablemente, pero lo que hay que rescatar y ayudar a que circule otra vez son aquellos que, lejos de haber caducado, adquieren hoy una nueva urgencia. Mafalda es una piba que abre los ojos a un mundo que deja mucho que desear, y eso es perfectamente actual. Pero además se planta y hace preguntas incómodas. ¿Qué pibe o piba de hoy se rehusaría a identificarse con esa actitud, la de cuestionar a viva voz la porquería de mundo que les estamos legando? Pero además Mafalda presenta un modelo a contrapelo del vigente, lo cual constituye un desafío al lectorado 2023, algo que debería interpelarlo. Mafalda no es papilla para bebés. ¡Mafalda es picante!

Porque Mafalda —el personaje— no corre detrás de la salvación individual. Al contrario, se compromete con la defensa de valores que exceden su propio pellejo. Es profundamente demócrata, y pacifista, y cree que la única salida real es colectiva. Empezando por su propio hogar: cuando llama a su puerta un vendedor, Mafalda le discute que en su familia no hay jefes: "Somos una cooperativa", responde. La nena no se resigna al ordenamiento social, al contrario, lo impugna. Cuando le enseña a su hermanito Guille el jueguito tradicional con los dedos ("Este otro flaquito le echó la sal, este el aceite, ¡y este gordo pícaro se lo comió!), lo reinterpreta de una: "¿Pescás el fondo social del asunto?" Además es naturalmente solidaria con sus pares. Cuando una madre hace llorar a su crío con sus retos y trata de usar a Mafalda para avergonzarlo, Mafalda se niega de un grito y le replica: "Por suerte la nena tiene conciencia gremial".

 

 

Pero además es sensible ante aquellos que no tienen su misma suerte. Cuando ve a un par de pibitos pidiendo limosna en la puerta de una iglesia, busca una curita en el baño de su casa y se pregunta: "¿Y cómo hace uno para pegarse esto en el alma?" También le enrostra a Manolito que existen más valores que los del mercado: "Morales, espirituales, artísticos, humanos". Y no se contenta con la mediocridad de la salvación individual, sino que aspira a más no sólo a modo de realización personal, sino para —como su mamá le ha enseñado— hacer de este un mundo mejor. En una tira de la serie que describe sus primeras vacaciones (porque los padres de Mafalda son unos pelagatos, como dice Guille: clase trabajadora que vive contando las monedas, lo cual también es un elemento que le confiere actualidad), la nena se para en la playa a ver el cielo y reflexiona: "Pensar que este mismo sol alumbró a Shakespeare, a Pasteur, a San Martín, a Bach", y concluye cayendo de rodillas e implorando: "¡Contagiame!"

 

Ninguna de estas características está de moda hoy. Lo cual podría ser interpretado de forma negativa, pero yo creo que precisamente por eso, porque va a contramano de la sensibilidad de los jóvenes actuales, podría interesarles. Porque no los conformaría sino que les supondría un reto, una invitación a estar a la altura. Y los jóvenes de hoy valoran los desafíos. La sociedad habrá cambiado mucho y la clase media de entonces ya no existe, pero sigue habiendo hogares en los cuales, más allá de las dificultades del presente, se inspira a los pibes para desarrollar su potencial, amar y tratar de mejorar la realidad. Sin ir más lejos, yo tengo una hija que es como imagino a Mafalda a los 31 —incluyendo lo vegetariano y lo feminista— y uno de nueve años que es un personaje de peli de Wes Anderson. (El otro día veía Asteroid City, que está llena de niños extraordinarios, mientras este me hablaba en paralelo, y sentí que la película se había derramado de la pantalla al living de casa.) Esto es lo que pienso e intuyo yo, al menos, que a diferencia del padre de Mafalda sigo creyendo que estos son mis tiempos, y por eso no me siento merecedor, todavía, de que me bajen el pulgar y digan que ya estoy ¡ÑAC!

 

 

Ojalá Mafalda reciba un segundo viento y vuelva a circular entre las nuevas generaciones, porque más allá de las cosas que cambiaron irremediablemente, tiene mucho que decirles. Empezando por la actitud. Nada me gustaría más —y nada nos vendría mejor— que los jóvenes imitasen la viñeta en que Mafalda se para en medio de una plaza, se arremanga, se escupe las manos, las frota y a continuación grita: "¿Por dónde hay que empezar a empujar este país para llevarlo adelante?"

 

 

Porque, como dice otra tira, tanto jóvenes como adultos coincidimos en que "sería lindo levantarse un día y encontrarse con que por fin la vida de uno depende de uno". Porque también sería bueno que algún día pusiésemos fin a la diferencia que existe entre la definición de democracia que consta en el diccionario ("Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía") y el modelo que padecemos en la vida real. Porque a lo mejor un día alguien del CONICET le hace caso a Mafalda, se aviva y desarrolla una vacuna contra la mala sangre, que tan bien nos vendría. Y porque llevamos demasiado tiempo entonando esa canción de protesta que Mafalda entona en una tira, delante de un micrófono improvisado con una lata y un escobillón, y cuya estrofa decía:

No sabemos bien quién tiene

La culpa de esto, ni nada

Pero ya tanta violencia

Se está poniendo pesada.

Según su autora, la tal Mafalda, ciudadana argentina de apellido desconocido, la canción se llama Los buenos empezamos a cansarnos.

Podría ser, sin duda alguna, el hit de esta temporada primaveral.

 

 

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