Los inolvidables olvidados

La música que escuché mientras escribía

 

No llevo la cuenta, pero creo que Fred Astaire está entre los invitados más frecuentes a esta página, junto con Bach, Pau Casals, Pantaleón y Tony Bennett. Astaire fue el primero, cuando lanzamos este cohete hacia la luna, hace ya ocho años y cuando Maurizio, que es Macrì, había ganado la elección de medio término y todo era catastrófico. La idea era que en los peores momentos, siempre hay espacio para el placer y la belleza, que ayudan a soportar mejor y a disponerse a cambiarlo. Es decir, estábamos en el comienzo del tercer año de una calamidad que parecía tener nafta para un largo trayecto.

Esa idea estuvo presente cada vez que volvimos a Fred Astaire y sus musicales ingenuos de la década de 1930, cuando Estados Unidos atravesaba la peor crisis de su historia. Oírlo cantar y verlo bailar era una forma de fuga de esa realidad espantosa.  Su compañera más frecuente fue Ginger Rogers. El esquema era siempre el mismo. Él se enamoraba como un niño y ella hacía todo lo posible por sacárselo de encima, hasta que al final caía en sus brazos. Es increíble que la química poderosa que había en sus números musicales, no se trasladara a la vida real. Pero tenían tanto éxito que tuvieron que hacer diez películas juntos. Él era un perfeccionista que la forzaba a ensayar hasta que le sangraran los pies. El resultado es deslumbrante. Fijate que en las escenas de baile no hay cortes, las hacen de un saque y con mínimo movimiento de cámara.

 

 

Él tenía una pequeña voz pero era un cantante exquisito, que dejó huella en Tony Bennett, que para mi gusto es el mejor de todos. Ginger Rogers, que lo acompaña por la eternidad, no era mi favorita. Siempre preferí a Rita Hayworth y Cyd Charysse, e incluso a Eleanor Powell. Las dos primeras rebosaban de sensualidad, además de ser bailarinas profesionales, y Powell era insuperable como tap dancer. El cortejo de Fred con Cyd Charisse en Dancing in the Dark, que bailan en The Bandwagon, me parece el colmo del romanticismo. Tal vez hay mérito de él, que ya tenía 54 años y no hacía más el ingenuo.

 

 

Sin embargo siempre supe que Ginger era una actriz completa, incluso ganadora del premio Oscar de 1940 a la mejor por Kitty Foyle, mientras que él mejor que sólo cantara y bailara. Ella tenía además un humor filoso. Cuando todos encomiaban al grillo del frac y la galera, ella se jactó de que hacía lo mismo que Fred, pero con tacos aguja y retrocediendo. Hace unos días me topé en YouTube con una selección de números de Ginger y Fred y la descubrí como si fuera la primera vez. No hay nada tan lindo como advertir cosas nuevas que no reconocimos antes aunque las tuviéramos ante los ojos. Me ayudó que sólo vi los números musicales, sin el chirrido que me causaba en las películas el contraste entre la sofisticación y el refinamiento de él, aunque venía de una familia humilde, y la rozagante conurbanidad de ella. Pero cuando baila y no habla te morís de gusto.

Antes de conocerse, ella, que tenía poco más de 20 años, hizo un número muy llamativo en The Gold Diggers of 1933 (Los buscadores de oro de 1933), codirigida por Melvin LeRoy y el insuperable coreógrafo Busby Berkeley, que tenía un caleidoscopio en la cabeza y lo tornaba real con los cuerpos de sus bailarinas. We're In The Money, se apresura a dar por terminada la depresión y celebra que circule el dinero, que "es lo que se necesita para llevarnos bien" y que "puede convertir tus sueños en oro".

 

 

Pero esa película ligera también contiene un número musical conmovedor, que recordé el 2010 cuando vi el show de Fuerza Bruta en el bicentenario de la Revolución de Mayo. Se llama My Forgotten Man (Mi hombre olvidado), que habla de todo lo que subyacía en las películas de Fred Astaire. La actriz Joan Blondell y la contralto Etta Moten cantan la tremenda letra que Al Dubin escribió como una invectiva al Estado. Mi rudimentaria traducción dice:

No sé si merece alguna simpatía.

Guárdense su simpatía. Así está bien para mí.

Me bastaba con gambetearla cada día.

Hasta que vinieron y se llevaron a mi hombre olvidado.

Acordate de mi hombre olvidado,

le pusiste un rifle en la mano

Lo mandaste bien lejos

Gritaste hip hip hurra,

¡Pero miralo hoy!

Acordate de mi hombre olvidado,

Le hiciste cultivar la tierra

Caminaba detrás del arado,

El sudor caía de su frente

¡Pero miralo ahora!

En un tiempo me amaba

Yo era feliz;

Él me cuidaba

¿No me lo vas a traer de vuelta?

Porque desde que el mundo es mundo

Una mujer debe tener un hombre;

Olvidarse de él, te das cuenta,

Significa que te olvidás de mi.

Como mi hombre olvidado.

 

Al final, cuando el policía quiere llevarse al hombre arrumbado en la vereda, ella lo impide. Le abre el saco para que se vea que ese desocupado que duerme en la calle es un héroe de guerra, que esconde su inútil condecoración.

En esas imágenes hay ecos de la Nueva Objetividad, del expresionismo y del movimiento Dada que brotaron en Alemania durante la República de Weimar, entre las dos guerras mundiales, con exponentes superlativos como Otto Dix y George Grosz. Allí están los lisiados de guerra, los hombres sin trabajo, las mujeres que se prostituyen para sobrevivir, los niños con hambre, los grandes capitalistas que cuentan sus ganancias.

Te imaginarás por qué aquellos films estadounidenses de hace 90 años me hicieron pensar en la Argentina de hoy. Creo que también podremos dejarlos atrás, como hicimos con el amarillo, antes de que se lo deglutiera el morado, pero siempre que reservemos un lugar para el placer y la belleza.

 

Un dibujo de Grosz y una pintura de Dix, sobre los 'hombres olvidados' de Alemania. 

 

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