Los mitos de Israel

Un relato bíblico y la negación de una ocupación colonial para justificar el apartheid contra los palestinos

 

La colonización de Palestina por inmigrantes judíos fue similar a otros procesos de colonización europea que tuvieron lugar en Estados Unidos y en Australia por iniciativa de colonos británicos, o en Sudáfrica, por los afrikaners. Según Patrick Wolfe, uno de los principales estudiosos del colonialismo, autor de Settler Colonialism and the Logic of Elimination of the Native, lo que ha caracterizado a todos estos proyectos coloniales es “la lógica de la eliminación”, es decir que los colonos utilizaron todos los medios a su alcance, incluyendo el genocidio, y todas las justificaciones posibles para erradicar a las poblaciones nativas. Añade que junto a esa lógica operó una segunda, que denomina “la lógica de la deshumanización”, dado que en muchos casos, habiendo sido víctimas de persecuciones en Europa, los migrantes debían deshumanizar a los nativos, considerándolos inferiores, para someterlos a sufrimientos similares o peores a los que habían recibido en sus tierras de origen. Desde el mito que consideraba la colonización como una “carga del hombre blanco” hasta los mitos actuales sobre el surgimiento de Israel, todos los procesos de colonización han sido recubiertos con relatos mitológicos que intentan legitimar las acciones que se llevan a cabo. Como sucede en estos casos, estos relatos se consiguen trenzando algunas hebras históricas reales con otras ficticias, producto de la imaginación interesada en defender e idealizar el programa colonizador. Es por ello que reconocer los mitos para despojarlos de su carga simbólica imaginaria, es un modo de despejar los obstáculos que impiden una solución racional y justa de los conflictos actuales.

 

 

Una tierra sin gente para una gente sin tierra

Desde la visión proporcionada por el sionismo judío, Palestina era una tierra despoblada que debía ser recuperada por su pueblo original que –según el relato bíblico– habría sido expulsado con la destrucción del Segundo Templo, alrededor del año 70 después de Cristo, iniciando así la “diáspora” que lo mantuvo errante alrededor de dos mil años por Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y Rusia. Estamos aquí en presencia de vínculos imaginarios entre territorios y pueblos que eran habituales en el pensamiento racial-nacionalista que emergió a finales del siglo XIX. Según Shlomo Sand, profesor de la Universidad de Tel Aviv, perteneciente a la corriente de nuevos historiadores judíos, autor de La invención del pueblo judío (Akal, 2011) y La invención de la Tierra de Israel (Akal 2012) los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a esclavitud, los habitantes de Judea siguieron viviendo en sus tierras tras la destrucción del Segundo Templo. Una parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la gran mayoría se sumó al Islam durante la conquista árabe en el siglo VII. Por consiguiente, según Shlomo Sand, puede asegurarse que son los actuales campesinos palestinos y no los judíos europeos –incorporados al judaísmo por acción del proselitismo religioso– los verdaderos descendientes de los habitantes de la antigua Judea. Por otra parte, si bien el relato bíblico desempeña un papel muy importante en la narrativa israelí, que considera que al pueblo de Israel le fue entregada la tierra prometida por Dios a Abraham, el argumento es muy difícil de sostener ante los no creyentes. Lo cierto es que la Biblia es una recopilación de relatos míticos que diferentes autores fueron modelando a lo largo de cientos de años y que por lo tanto, si bien es una gran obra literaria, carece de valor como documento histórico. Finalmente, desde la perspectiva jurídica, ¿podría alguien reclamar una propiedad basado en ser descendientes de antiguos poseedores que la habrían abandonado hace casi 2.000 años? La narración bíblica en el Éxodo menciona la conquista hebrea de ciudades habitadas de Palestina por cananeos, heteos, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos, lo que deja fuera de lugar la pretensión de cualquier grupo étnico de reivindicar la soberanía “original” en Palestina.

 

 

La ocupación colonial de Palestina

El origen del conflicto palestino-israelí no está en el Antiguo Testamento sino en la formación de un movimiento etno-nacionalista a finales del siglo XIX que decide crear un Estado judío en un territorio donde existía una sociedad árabe autóctona y milenaria. El sionismo fue entonces una respuesta al virulento antisemitismo vigente en Europa, pero también era un producto de las ideologías nacionalistas románticas vigentes en aquella época. El movimiento sionista no contó en sus comienzos con el apoyo de los rabinos ortodoxos, que consideraban que el sionismo interfería en la voluntad de Dios de retener a los judíos en el exilio hasta la llegada del Mesías, ni tampoco de los judíos que residían en los países europeos más avanzados, que confiaban en la integración y consideraban que el sionismo era una ideología que ponía en cuestión la lealtad de los judíos alemanes, franceses o ingleses a sus propios países. Paradójicamente quienes brindaron los primeros apoyos al sionismo fueron los cristianos evangélicos británicos, que creían que el “retorno judío” suponía el cumplimiento de la promesa divina del fin de los tiempos, el regreso del Mesías y la resurrección de los muertos. Pero tras estas visiones religiosas se ocultaba el antisemitismo, ya que la empresa ayudaba a vaciar Europa de judíos. Según Shlomo Sand, cuando el ministro de Asuntos Exteriores británico Arthur Balfour prometió en 1917 a Lionel Rothschild un hogar nacional para los judíos, a pesar de su gran generosidad, no propuso establecerlo en Escocia, su lugar de nacimiento. La Declaración Balfour está considerada como la fuente de legitimidad política y jurídica más importante para el establecimiento de los judíos en Palestina. Pero fue el mismo Balfour el que en 1905 había promulgado una rigurosa legislación antiemigración para evitar que entraran en Gran Bretaña los emigrantes judíos que huían de los pogromos en Europa del Este.

El proceso de colonización de Palestina, en la primera etapa del establecimiento de Israel, se logró por medio de la limpieza étnica, matando y aterrorizando a la población local. Alrededor de 500 aldeas palestinas fueron destruidas por la Haganah, el ejército de los colonos judíos, y 750.000 palestinos fueron expulsados por la fuerza en 1948. Los trabajos de investigación de los nuevos historiadores judíos, recogida en ensayos como La limpieza étnica de palestina de Ilan Pappé (Editorial Crítica) y El muro de hierro de Avi Shlam (Editorial Almed), dan cuenta pormenorizada de esa estrategia. Como señala Pappé, “el hecho de que los expulsores fueran recién llegados al país y formaran parte de un proyecto de colonización hace que el caso de Palestina se asemeje a la historia colonialista de limpieza étnica de las Américas, África y Australia, donde los colonos blancos cometieron tales crímenes en forma rutinaria”. En la actualidad, como sería muy difícil utilizar esos métodos, lo que se quiere es provocar el éxodo de modo indirecto, aumentando las dificultades de vida a los árabes establecidos en los territorios ocupados en Jerusalén Este, Franja de Gaza y Cisjordania tras la Guerra de los Seis Días en 1967. En esa ocasión se evitó una anexión formal de esos territorios porque hubiera conducido a un Estado binacional sin mayoría judía. Los esfuerzos de los supremacistas judíos para forzar la “transferencia” de palestinos se manifiestan en la ocupación de viviendas palestinas en los barrios de Sheik Jarrah en la Ciudad Vieja de Jerusalén. La represión policial a los manifestantes palestinos que se negaban a ser expulsados es la causa invocada por Hamás para disparar sus cohetes hacia ciudades israelíes desde la Franja de Gaza.

 

Expulsión de palestinos por colonos judíos.

 

 

 

La única democracia de Oriente Medio

En la década de 1990 un importante número de académicos y periodistas judíos expresaron sus dudas sobre la caracterización de Israel como una democracia. Uno de ellos, el geógrafo Oren Yiftachel, describió a Israel como una “etnocracia”, es decir un régimen que concede a un grupo étnico ventajas legales sobre los demás. Según Shlomo Sand, “se la puede llamar una etnocracia judía con rasgos liberales, es decir un Estado cuyo propósito principal no es servir a un demos igualitario-civil sino a un ethnos religioso-biológico que históricamente es totalmente ficticio pero dinámico, excluyente y discriminatorio en su manifestación política”. Otros, como recientemente la ONG pacifista judía B’Tselem, consideran que se ha impuesto un régimen de apartheid similar al que existió en Sudáfrica. Sobre el sistema de apartheid en Israel existe un completo informe para la ONU preparado en 2017 por Richard Falk, profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Princeton que fue retirado por presiones de Israel.

Este año se ha publicado un nuevo documento elaborado por Human Rights Watch (HRW), denunciando las prácticas abusivas de Israel como crímenes de apartheid y convocando a la ONU al establecimiento de una Comisión de Investigación.

 

 

 

 

El apartheid es un crimen de lesa humanidad que está definido en la Convención Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen de Apartheid de 1973 y en el Estatuto de Roma de 1998 de la Corte Penal Internacional (CPI). En julio de 2018 la Knesset, el parlamento israelí, aprobó la Ley del Estado-Nación que define oficialmente a Israel como “el Estado-Nación del pueblo judío”. “El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío”, reza la nueva ley. De modo que quienes consideran que Israel es la única democracia de Oriente Medio se verán en dificultades para explicar cómo compatibilizan la democracia con el supremacismo judío recogido en la ley.

 

 

 

Legítima defensa

Según Israel la aviación del Estado judío estaría haciendo uso del derecho a la legítima defensa respondiendo con ataques a objetivos militares de Hamás en respuesta a los cohetes que lanza sobre algunas ciudades israelíes. En realidad lo que Israel viene haciendo es destruyendo metódicamente las infraestructuras civiles de Gaza. Un edificio como el de la Universidad Islámica, que contenía una biblioteca y aulas, acaba de ser destruido, al igual que varios centros escolares, centros de salud, puentes y carreteras, centrales eléctricas, antenas de radio y de televisión, etc. que también han sido objetivo de los bombardeos. Israel justifica oficialmente estas acciones con el argumento de que el grupo terrorista Hamás utiliza civiles como “escudos humanos”. Para algunos portavoces israelíes, toda Gaza se habría convertido en un inmenso “escudo humano” sobre el cual resulta lícito arrojar bombas y misiles. Desde la perspectiva del derecho internacional, el argumento defensivo israelí es insostenible. Según el Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949, constituye infracción grave a sus disposiciones “dirigir intencionalmente ataques contra bienes civiles, es decir, bienes que no son objetivos militares” o “lanzar un ataque intencionalmente, a sabiendas de que causará pérdidas de vidas, lesiones a civiles o daños a objetos de carácter civil o daños extensos, duraderos y graves al medio natural que sean claramente excesivos en relación con la ventaja militar general concreta y directa que se prevea”. Por consiguiente, desde la ley internacional, aún en el supuesto no probado de que se utilicen civiles como “escudos humanos”, esto no autoriza a disparar sobre esos mismos civiles. En el caso de Gaza, tampoco debemos descartar –dada la magnitud del daño inferido– que esté en el ánimo de los militares israelíes aterrorizar a la población civil. Se trataría de inferir una suerte de castigo colectivo a los habitantes de Gaza para que se rebelen contra los lanzadores de cohetes. Actualmente se ha abierto un proceso en el Tribunal Penal Internacional, tanto contra Hamás como contra el Estado de Israel, por crímenes de guerra similares a los actuales cometidos en los enfrentamientos de 2014.

 

 

Los bombardeos de los últimos días dejaron 232 muertos en la Franja de Gaza y 12 en Israel. Foto Télam.

 

 

La acusación de “antisemitismo”, lanzada habitualmente contra los críticos de las políticas de los gobiernos del Estado de Israel, ha sido usada hasta la extenuación. Como señalan los profesores John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt en El lobby israelí (Editorial Taurus), se trata de una táctica muy efectiva por varias razones: 1) El antisemitismo es una conjunto de creencias que en el pasado provocó grandes males, incluidos los monstruosos crímenes del Holocausto. Por consiguiente es una forma sencilla de desprestigiar y de impedir que muchos expresen en voz alta las reservas que tienen acerca de las políticas de Israel; 2) La táctica funciona porque es difícil que nadie demuestre, más allá de toda duda razonable, que no es antisemita, especialmente cuando manifiesta una actitud crítica frente a Israel; 3) La acusación tiene muchas posibilidades de encontrar eco entre los integrantes de la comunidad judía que siempre contemplan con preocupación la aparición de brotes de antisemitismo. El antisemitismo es un fenómeno despreciable de larga y trágica historia, pero lo que es evidente es que no se puede colocar sistemáticamente el sambenito de “antisemitismo” a la crítica que se formula a las políticas de los gobiernos ultraderechistas de Israel.

 

 

La acusación de antisemitismo para negar crímenes de guerra.

 

 

 

La propuesta de un estado binacional

Un factor que dificulta la resolución pacífica del conflicto palestino-israelí es el deseo del gobierno de Israel de preservar a toda costa el carácter judío de su Estado. Hasta ahora la ONU y una mayoría de países europeos han venido defendiendo la idea de dos estados, uno israelí y otro palestino, el segundo asentado en los territorios actualmente ocupados de Cisjordania y Gaza. Sin embargo, para muchos analistas la propuesta de dos Estados ha sido un elemento distractor de Israel mientras llevaba a cabo su plan oculto de ocupación total de Palestina. Ante esa nueva realidad Virginia Tilley, una experta internacional de nacionalidad sudafricana, ha escrito un convincente ensayo sobre el conflicto, titulado Palestina-Israel: un país, un Estado (Editorial Akal), defendiendo la tesis del Estado binacional palestino. El argumento principal de Tilley es que la retirada israelí de Cisjordania, que permitiría la formación de un Estado palestino viable, ya no es imaginable porque la malla de los asentamientos judíos se ha hecho prácticamente inamovible y es una decisión que ningún gobierno israelí tiene ni voluntad ni motivos para abordar. La presencia de los asentamientos judíos en Cisjordania ha reducido el territorio palestino a un residuo demasiado pequeño para sostener un Estado viable. El “Estado palestino” que está en la mente de los negociadores internacionales desde Oslo consistiría en unos bantustanes aislados, con un gobierno incapaz de controlar los recursos hídricos o de gestionar su comercio con los países vecinos. La propuesta alternativa es apuntar a un Estado binacional democrático, donde con plena igualdad de derechos políticos y sociales puedan convivir en paz israelíes y palestinos. Es una idea que no debiera ser descartada como eventual alternativa ante el empantanamiento que sufre el proceso de formación de dos Estados. Algunos analistas también pensaban que era muy difícil terminar con el sistema de apartheid en Sudáfrica y conseguir la convivencia entre negros y blancos. Sin embargo, finalmente se alcanzó ese objetivo luego de atravesar innumerables dificultades.

Lejos de ser una utopía, la idea de un Estado binacional estuvo entre las alternativas que barajó el Comité especial de las Naciones Unidas sobre Palestina en 1947. Uno de los proyectos –que luego fue descartado– decía que “la partición de Palestina es injusta, ilegal e impracticable, y la única solución justa y viable es el establecimiento inmediato de un Estado unitario, democrático e independiente con salvaguardias adecuadas para las minorías”. Albert Einstein participaba de la misma idea: “Yo vería mucho más razonable el acuerdo con los árabes sobre la base de una vida conjunta en paz –escribió– que la creación de un Estado judío”. Finalmente cabe señalar que la Declaración del Establecimiento del Estado de Israel de 1948 también sentaba las bases para un Estado binacional cuando se comprometía a “asegurar una total igualdad de derechos sociales y políticos a todos sus habitantes, sin tener en cuenta su religión, raza o género”. Ahora bien, con independencia del arreglo político que se arbitre en el futuro con uno o dos estados, lo verdaderamente relevante es que Israel ponga fin al sistema de apartheid sin dilaciones ni pretextos.

 

 

 

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