El 27 de abril de 1956, el dictador Pedro E. Aramburu derogó la Constitución Nacional. Lo hizo a través de una proclama militar, que repuso la Constitución de 1853, “con algunas restricciones”. Un hecho asombroso aún para nuestra asombrosa historia reciente.
La Constitución derogada había sido establecida por la Convención Constituyente de 1949, convocada durante la primera presidencia de Juan D. Perón. Con más del 61% de los votos, el oficialismo obtuvo 110 de las bancas de convencionales que estaban en juego y el radicalismo (la principal oposición) las 48 bancas restantes. Fue un ejemplo de constitucionalismo social, el movimiento que en América Latina se expandió a partir de la Revolución mexicana, bregando por la inclusión de los derechos sociales en nuestras cartas magnas. El capítulo III establecía los “Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura” incluyendo el “derecho al bienestar” e incluso el “derecho al esparcimiento”, una verdadera provocación. Aunque la mayor provocación, al menos simbólica, fue la incorporación de un nuevo párrafo en el Preámbulo: “ratificando la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”.

En 1957, la dictadura de Aramburu convocó a una nueva Convención Constituyente, en Santa Fe, con el peronismo proscripto y el voto en blanco de un amplio sector de la ciudadanía. La Convención, ilegítima en su origen, fue caótica en su desarrollo. En realidad, el objetivo fue darle un barniz legalista al bando militar que había derogado la Constitución de 1949. La única reforma conseguida fue el agregado a la Constitución de 1853 del artículo 14 bis, luego convalidado por la reforma de 1994 y vigente hasta hoy.
El famoso artículo, tal vez el más ignorado de nuestra Constitución, fue impulsado por Crisólogo Larralde, presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical del Pueblo. Con el peronismo proscripto, el caudillo radical buscaba capitalizar la defensa de los derechos sociales, al menos desde lo enunciativo. En efecto, el 14 bis es un resumen jibarizado del capítulo III de la Constitución de 1949. Está separado en tres partes: derechos del trabajador, garantías sindicales y seguridad social. Establece, entre otros, el derecho al trabajo, al salario mínimo, a una retribución justa y móvil, a condiciones dignas de labor, a una jubilación, a igual remuneración por igual trabajo, a una vivienda digna, a la seguridad social e incluso dispone la participación de los trabajadores “en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. Un derecho que el gobierno actual calificaría de bolchevique.

Hace unos días, la Cámara de Diputados aprobó un aumento del 7,2% para todas las jubilaciones, así como el incremento del bono que reciben las jubilaciones mínimas, que pasaría así de $70.000 a $110.000. Teniendo en cuenta que las jubilaciones mínimas (que cobra casi el 70% de los incluidos en el sistema) perdieron casi un 30% de poder adquisitivo desde que se implementó el nuevo esquema de cálculo de haberes establecido por el gobierno, la iniciativa de los diputados no parece extrema. Sin embargo, consiguió enfurecer a los funcionarios oficialistas y a los periodistas serios, dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar.
El ministro Caputo, el Timbero con la Nuestra, denunció que el modesto incremento previsional habría impulsado el alza del riesgo país, poniendo en peligro la macroeconomía sana. En realidad, una macro sana que no resiste ni siquiera una mejora acotada de las jubilaciones tal vez no esté tan sana.
Cristiano Rattazzi —retoño bobo de la familia Agnelli, desterrado en los confines del imperio de la automotriz italiana— se enfureció con los diputados: “¿Cómo puede un Congreso, que yo sí estoy convencido que es un nido de ratas, decidir en cuestiones económicas?” Además de dudar de la legitimidad de nuestros representantes a la hora de “decidir en cuestiones económicas”, Rattazzi señaló que muchos sectores se resisten porque “perdieron privilegios”. No sabemos si entre esos privilegiados se encuentran los jubilados que deben sobrevivir con $360.000 al mes y que son apaleados cada miércoles frente al Congreso, con precisión helvética, por invocar el “derecho al bienestar”.
El Pauta Fantino, personaje entrañable de la picaresca mediática, confesó “estar harto y asqueado” (https://x.com/adriansalvaOK/status/1930959696036257825) aunque no por las jubilaciones de miseria, sino por el voto de los diputados: “No votaron por los jubilados sino para cagarlo a Milei (...) votan porque se les terminan los curros”. Tampoco en este caso queda claro a qué curros se refiere, pero no descartamos que considere que exigir una jubilación digna sea un delito.
Por su lado, el diputado radical Martín Tetaz votó a favor del incremento, pero denunció las moratorias jubilatorias establecidas por los gobiernos kirchneristas por ser “demagógicas”: “Es increíble que tanta gente inteligente no conecte las jubilaciones de hambre con el hecho de haber jubilado 4 millones de personas que no aportaron.” (https://x.com/martintetaz/status/1930457881649848426)
En realidad, quienes no hicieron los aportes no fueron los trabajadores sino sus empleadores, sería por lo tanto injusto dejarlos sin haberes por una falta ajena. Además, dichos haberes no sólo se financian con los aportes de los trabajadores activos sino también con nuestros impuestos; impuestos que los trabajadores pagan, sean formales e informales, o se ocupen de tareas de cuidado no remuneradas, en su gran mayoría mujeres. Todos trabajaron a lo largo de toda su vida y ganaron el derecho a recibir una “jubilación móvil”, como estipula el artículo 14 bis, que impuso un correligionario del diputado Tetaz, inspirado por una Constitución peronista.
Un gran principio de economía política establece que “los números deben cerrar con la gente adentro” (Máximo Kirchner dixit). Expulsar gente fuera del sistema para que cierre la contabilidad es muy fácil, como lo vemos hoy: sólo requiere de una cierta crueldad instrumental y del apoyo irrestricto del sector más rico y poderoso de la sociedad. El resultado es un país para muy pocos, eso sí.
Si el aumento modesto se confirmara en el Senado, el gobierno ya adelantó que lo vetaría. En un tuit furibundo, el Presidente de los Pies de Ninfa fustigó a los políticos en general y a los diputados en particular: “La primera ley de la economía es la escasez: no hay de todo para todos. A su vez, la primera ley de la política es: ignorar la primera ley de la economía. Por cínicos y/o ignorantes todo lo que proponen son políticas que llevan a la pobreza.”
En realidad, el problema de la humanidad en nuestra época no es la escasez sino la distribución injusta que impone una inaudita concentración de la riqueza. Los ultrarricos que tienen tristeza viajan por el espacio mientras consideran, como Elon Musk, que los Estados gastan demasiado en jubilaciones y pensiones. Pero, más allá de ese error conceptual, lo que nos está diciendo el Presidente es que los recursos son demasiado escasos como para andar destinándolos a quienes más los necesitan: jubilados, asalariados, niños enfermos o personas con discapacidad, pero también estudiantes, científicos, enfermeros o investigadores. Esos recursos son pocos y deben ir hacia los pocos.
Por si quedara alguna duda, el Presidente de los Pies de Ninfa retuiteó un texto repulsivo sobre “los abuelitos que construyeron un país de mierda para sus nietos, votando para el ojete toda su vida” que merecen “cobrar jubilaciones de mierda”.
A diferencia del caudillo radical Larralde, que buscó retomar la bandera de los derechos sociales de sus adversarios, el menos en lo formal, los entusiastas de la motosierra se felicitan por pisotearla. Están dulces, y mientras consigan seguir endeudándonos en divisas para mantener el dólar planchado, se sentirán eternos.
Cuando ya no lo consigan, cuando este nuevo experimento neoliberal sobre seres vivos termine como terminaron todas los anteriores, tendremos que volver a debatir sobre la concentración de la riqueza y su resultante: la pobreza crónica. Pobreza que arranca, vaya casualidad, a partir de la última dictadura, el primer experimento neoliberal en nuestro país.
Pese a lo que nos quieren hacer creer los meritócratas que —como Rattazzi— tomaron la precaución de nacer ricos, esa es nuestra gran cuenta pendiente.
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