Los olvidados

De mí no se acuerdan, dicen que nunca me vieron. Que no soy de aquí, que no tengo remedio

 

Quizás sea mejor titular “los ignorados”. Adivinen a quién me refiero, pues el mero hecho de haber acertado vale más que las pocas palabras que aquí les destinaré y, sobre todo, que aquellos hechos destinados a hacerles justicia o, mejor dicho, a que la JUSTICIA, dicha así con mayúsculas, se ocupe de ellos.

El tema de las persecuciones políticas en materia penal fue tema central de aquello que supo llamarse periodismo hasta que, por una u otra razón, las figuras principales de la política nacional, incluidos allí la ex Presidenta y el Vicepresidente de la Nación y varios de sus ministros o colaboradores principales, alcanzaron la libertad o, en algunos casos, también la absolución. No me quejo por ello; muy por lo contrario, si aprecio este cambio de gobierno es, principalmente, por haber logrado que ciertos funcionarios judiciales prevaricadores, dado el giro de los acontecimientos políticos, tomaran un rumbo distinto y corrigieran sus errores, si así pueden ser llamados. Varias veces, en presentaciones judiciales acerca de “nuestra” justicia, tuve oportunidad de predecir que esos “errores” se verían reparados sin demasiada intervención de sus víctimas, casi diría, por los mismos hechos y personas que implican “hacer justicia” y hasta por los mismos funcionarios en ciertas ocasiones. Quien conoce desde adentro la labor judicial, no necesita algo más que la experiencia para acertar con esta solución.

Pero, por la misma razón, acierta quien distingue quienes seguirán soportando “el peso de la justicia” criminal. Y a uno de estos grupos quiero referirme hoy en día, a aquellos llamados genéricamente “vulnerables”, o, mejor aún, “vulneradísimos”, para quienes la justicia es sólo la cárcel o la muerte. Nadie ignora, incluso en la misma provincia donde se desarrollaron y desarrollan aún los hechos, que la característica de ser indígena –descendientes directos de pueblos originarios de nuestra región, conquistados, sometidos y luego colonizados por quienes ahora los juzgan—, calificables como pobres y, más aún, mujeres, representan características principales que los colocan en esa situación. Voy a referirme a la asociación barrial Túpac Amaru, con sede principal en Alto Comedero, barrio de la ciudad de San Salvador de Jujuy, a su jefa, Milagro Sala, a sus colaboradores, todos de biografía archiconocida no sólo por los jujeños sino en todo el país, cuyos emprendimientos por ellos mismos, excluidos de su sociedad, son bien conocidos para casi todos: casas dignas para sus habitantes, fábricas que permiten obtener los materiales de construcción, los muebles y la ropa de trabajo para colaborar en el emprendimiento y hasta los conocimientos necesarios para ellos y sus hijos. Yo he tenido oportunidad de conocer sus realizaciones, las casitas distinguidas por la figura de Túpac Amaru, el Che Guevara o de Evita en sus tanques de agua, el parque con su gran piscina para deleite de niños que no conocían antes otra cosa que bañarse en ríos o arroyos infectados, las cuatro fábricas que proveían materiales de construcción y trabajo, las dos escuelas, una a la vera del barrio y la otra en el centro de la ciudad, el centro de salud y hasta el templo a imagen de Tiwanaku, que domina el parque y representa a su cultura, la cultura de los Aimara. Todo eso ha quedado destruido, ya por la misma obra del hombre, liderada por un gobierno, ya por falta de mantenimiento, dado el encierro de sus líderes, que ha trasformado sus logros en ruinas. Cuando pregunté por la razón de esa destrucción, sólo recibí contestaciones clasistas cuando no de odio. Ninguno de los gobiernos jujeños, ni de un lado ni del otro, hizo tanto por esa comunidad; por lo contrario sólo se les ocurrió destruirlo todo antes bien que continuar la obra.

Hoy todavía existen encierros políticos, tanto domiciliarios como carcelarios, pero, rescatado el pensamiento democrático, algo de lo que no dudo y hasta estimulo, siempre la sede exclusiva reside en Buenos Aires y sus alrededores. Sé que es difícil imaginar la solución desde el punto de vista político-jurídico, pero sé también de la existencia de presos políticos, invalorables para una democracia. Difícil es para el gobierno actual de la República, porque resulta evidente que su fuerza depende de una unión de ideas políticas acerca de su ciudad capital y sus alrededores, que, precisamente en el punto, cuesta conciliar, y ello, mal que les pese a muchos de los gobernantes, los transforma en clasistas.

Será que soy provinciano de origen, de cultura y políticamente –como, entre paréntesis, me conocen todos por mi sobrenombre porteño— pero me daña el hecho de que una provincia conserve aún sus “presos políticos”, incluso después de intervenciones extranjeras provenientes de órganos internacionales de los que nuestra nación forma parte. Dar solución a este aspecto de la cuestión democrática debe ser tarea, sino de todos, al menos de la mayoría que ha alcanzado el poder político. Los entonces llamados primeros presos políticos de nuestro país, entre ellos la mayoría mujeres, coyas y pobres, han ingresado en el olvido, aun durante gobiernos que consideramos democráticos.

Quizás tenga razón la inolvidable chacarera del “Duende” Garnica, en una de sus estrofas:

Mi bofe se hinchó,

cuando repartieron

De mí no se acuerdan,

dicen que nunca me vieron.

Que no soy de aquí,

que ya no tengo remedio.

A semejanza de Horacio, aunque con mucho menor conocimiento, sobre todo musical, me gusta escuchar música, cuando escribo. Creo que ella revela todo lo que el autor-escritor no alcanza.

 

 

 

 

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