Los ricos imaginarios

La clase media argentina apoya cíclicamente a gobiernos que no mejoran su vida material

 

Cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes vivimos durante unos años con nuestros tíos. Eran mis parientes preferidos, en particular mi tío Ernesto. A diferencia de mi padre, un señor extraviado en una biblioteca, mi tío tenía calle, conocía cada recoveco de la ciudad y me invitaba a recorrerla en su eterno Siam Di Tella, vehículo icónico que pasaba más tiempo en el taller que en las calles de Buenos Aires. Recuerdo ir a comer choripanes en los carritos de la Costanera Norte o en los ya demolidos boliches ubicados frente a la entrada del Cementerio de la Chacarita. Mi tío “correteaba”, es decir, llevaba paquetes de un lado a otro. Era un trabajador precarizado, anterior a las plataformas.

Mi tío Ernesto escuchaba tango en casa o en la radio del auto y solía explicarme el significado de cada término de lunfardo que yo desconocía. El tango era una de sus pasiones, apenas superada por el anti-peronismo. Su odio hacia Perón, Evita, Cámpora, Isabel, el sindicalismo, los montoneros o los empleados públicos no conocía límites y era ampliamente desarrollado en cada nuevo almuerzo familiar.

Como tantos otros anti-peronistas, saludó el golpe de Estado de marzo de 1976 y se entusiasmó con la humildad del dictador Jorge Rafael Videla. Denunció con fervor la “campaña anti-argentina”, una operación publicitaria de la dictadura, creyendo con sinceridad que el marxismo internacional estaba detrás de las denuncias realizadas por los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención, los exiliados y sus familiares.

Recuerdo que solía elogiar al súper ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, mandante de Videla, pese a que su tarea consistió en llevar adelante un plan de negocios sanguinario que evaporó los derechos de los trabajadores y el poder adquisitivo de los salarios, y que tuvo como componente instrumental las desapariciones y torturas. “El ministro tiene razón, la Argentina padece un exceso de Estado”, solía repetir mi tío Ernesto en las interminables sobremesas de los domingos. Él, que había nacido en un hospital público, cursó sus pocos años de escolaridad en una escuela pública, vivió en parte del ingreso como maestra de mi tía, falleció en una clínica del gremio docente y nunca jamás fue detectado por el mercado, consideraba que la Argentina tenía demasiado de aquello que lo había salvado de la pobreza.

En su célebre Mensaje a las bases de noviembre de 1963, Malcolm X, activista norteamericano y defensor de los derechos humanos y de las libertades civiles de los afroamericanos, explicó la diferencia que existía durante la época de la esclavitud entre el “negro doméstico” y el “negro de campo”: “El negro doméstico vivía en la casa de su patrón, vestía y comía bien. Amaba al patrón tanto como el patrón se amaba a sí mismo y se identificaba con el patrón (...) Si alguien sugiriese al negro doméstico escapar de la esclavitud, éste se negaría a ello diciendo que dónde podría llevar una vida mejor que la que tiene”.

 

 

Uno de los mejores ejemplos del negro doméstico es Stephen Candie, personaje interpretado por Samuel Jackson en Django sin cadenas de Quentin Tarantino. Si bien su condición de esclavo nunca se pone en duda y los límites de esa condición son explícitos, Stephen recibe beneficios tangibles de parte de su amo, al menos con respecto al resto de los esclavos de la plantación. Como explica Malcolm X, come bien, se viste bien y goza de los privilegios de vivir en la casa del amo. No deja de ser parte del patrimonio de ese amo –como los caballos, la mansión o los tapices y cuadros que la decoran– pero su vida material es objetivamente mejor.

 

 

A diferencia de Stephen y los esclavos domésticos, mi tío Ernesto y una parte de la clase media argentina apoyan cíclicamente gobiernos que ni siquiera mejoran de forma parcial su vida material. Son esclavos de la plantación, pero actúan como “negros domésticos” –siguiendo los términos de Malcom X– identificándose, por algún extraño efecto hipnótico, con el amo que los somete desde la mansión.

Dos gobiernos fallidos, el de Mauricio Macri y el de Alberto Fernández, fueron el caldo de cultivo necesario para imponer el cuarto experimento neoliberal en la Argentina del último medio siglo. A diferencia de las tres experiencias anteriores (la última dictadura cívico-militar, los gobiernos de Carlos Menem y de Fernando De la Rúa, y el de Cambiemos), la propuesta de Javier Milei fue explícitamente anunciada. Más allá del truco retórico de la casta –entelequia que concentraría el ajuste anunciado como inevitable– Milei y los entusiastas de la motosierra retomaron el mismo diagnóstico que defendía mi tío Ernesto a mediados de los años ‘70: la Argentina padece un exceso de Estado. Es más, ya ni siquiera se trata de un exceso, sino de su propia naturaleza maligna. “El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”, según la propia definición del actual Presidente.

De forma cíclica, una parte de la clase media de nuestro país apoya el credo neoliberal que la empobrece, a la vez que rechaza al peronismo, el movimiento político que más ha impulsado la movilidad social ascendente –en otras palabras, la justicia social– desde los gobiernos de Juan D. Perón a los de Néstor Kirchner y CFK. El instrumento para lograrlo, como ocurrió en todos los países que Milei o Macri ponen como ejemplo a seguir, fue el tan denostado Estado. Es decir, la escuela, el hospital o la clínica de los que gozó mi tío Ernesto y que el mercado jamás le proveyó.

Tanto la pobreza estructural como el endeudamiento crónico de la Argentina –nuestros dos flagelos actuales– empezaron con la última dictadura cívico-militar, no con el peronismo. Paradójicamente, a la par que la multiplican destruyendo a la clase media, los gobiernos neoliberales prometen terminar con esa pobreza.

Como ocurrió con las experiencias anteriores, más temprano que tarde, aquellos electores de clase media volverán a rechazar lo que hasta ayer aplaudían, sorprendidos por ser nuevamente el pato de una boda ajena.

El asombro que siento desde hace casi medio siglo, al ver cómo una parte de la clase media retoma el análisis de mi tío Ernesto, tal vez tenga una explicación más sociológica que económica: al no poder compartir las prerrogativas materiales de los más ricos, esa clase media logra soñarse rica al compartir al menos sus prejuicios. Un premio consuelo escaso, pero consuelo al fin.

 

 

 

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