Los riesgos de la reforma

Una crítica al proyecto de reforma judicial. ¿Por qué destruir lo que funciona bien?

 

En Estados Unidos, el Congreso no dicta la legislación de fondo y, por ende, no existe allí el llamado derecho común nacional (civil, comercial, penal, laboral y de minas), categoría propia del sistema constitucional argentino; el derecho común es legislado en allí por cada estado de la Unión. El Congreso solamente dicta las leyes federales que aplica la Justicia Federal —encabezada por la Suprema Corte— en todo el inmenso territorio nacional.

En nuestro sistema, el Congreso dicta tres especies de leyes:

  1. las de derecho federal,
  2. las referidas de derecho común, y
  3. las de derecho local para la Capital Federal (aún bajo el deslinde de competencias de la reforma constitucional de 1994) .

Las dos primeras tienen alcance territorial nacional, la tercera especie solo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (“CABA”). Las leyes federales son aplicadas por los jueces federales en todo el territorio argentino; las de derecho común son aplicadas, según las personas o las cosas caigan en sus respectivas jurisdicciones, por los tribunales provinciales o por los tribunales federales que, en la Capital Federal, se denominan nacionales (conforme artículos 75, incisos 12 y 116 de la Constitución). El Fuero Judicial Nacional de la CABA se encuentra instituido entonces de modo directo por la autoridad de la Constitución, conforme una de las reformas quirúrgicas introducidas en 1860 y que simboliza, vale destacarlo, la unión territorial definitiva de la Argentina bajo un sistema federal atenuado; sistema que no consintió —ni en 1860, ni en 1994— una Capital Federal absolutamente autónoma, equivalente a una provincia.

En Estados Unidos, el Congreso conserva, desde 1787, la potestad de legislación exclusiva del Distrito Capital (Columbia o Washington D.C. desde 1791, equivalente a nuestra Capital Federal). En la Argentina, tal potestad sigue, idénticamente, correspondiendo al Congreso, conforme el artículo 75 inciso 30, de la Constitución (artículo que data de 1853, copiado de la Constitución de Estados Unidos), que debe armonizarse con el artículo 129 de la reforma del año 1994, que creó la CABA como Estado local —no como provincia—, con facultades propias de legislación y jurisdicción no excluyentes de las del Gobierno Nacional sobre el mismo territorio (ver la vigente Disposición Transitoria Séptima de la Constitución).

Así como en la Argentina la reforma del año 1994 creó la CABA —con la elección popular del Intendente y atribuyéndole las facultades referidas—, en Estados Unidos, en el año 1973, el Congreso dictó la District of Columbia Home Rule Act que transfirió el ejercicio de poderes constitucionales exclusivos del Gobierno Federal al gobierno local del Distrito Capital. Esta ley incluyó una “Carta del Distrito”, que instituyó la elección popular del Alcalde y del Concejo, un organismo legislativo local. Sin embargo, al no existir una enmienda constitucional del Artículo I, Sección 8, Cláusula 17, de la Constitución —tal como sigue vigente en Argentina el artículo 75, inciso 30—, toda la legislación, dictada por el Concejo, permanece sujeta a revisión por el Congreso, que puede vetarla; a su vez, el Congreso tiene autoridad derogatoria sobre el presupuesto del Distrito, sea para vetarlo o reformarlo [2].

En la misma línea, es el Presidente de Estados Unidos —no el Alcalde— quién continúa nombrando a todos los jueces del Distrito, pesando además sobre el Concejo una prohibición legal expresa de dictar leyes que autoricen cambios en la jurisdicción de los tribunales municipales, a fin de evitar una usurpación inconstitucional de la jurisdicción de los jueces nacionales del Distrito designados por el Presidente, equivalentes a los jueces nacionales de la CABA. Estos jueces nacionales de Columbia son los que deciden los casos de materia civil, comercial y criminal del Distrito, conforme las leyes dictadas por el Congreso de Estados Unidos exclusivamente para Columbia.

Los tribunales de Columbia están organizados por la District of Columbia Court Reform and Criminal Procedure Act de 1970 (84 Stat. 473), contenida en el título 11 del District of Columbia Code (DC Code). El título 11 del DC Code dispone que, en el Distrito Capital, hay tribunales federales (los del artículo III de la Constitución) y locales (del artículo I, los llamados tribunales legislativos), todos pertenecientes a la estructura del Gobierno Federal. Los jueces de los tribunales locales de Columbia —como los jueces nacionales de nuestra Capital Federal— son designados por el Presidente de Estados Unidos con acuerdo previo del Senado.

Los tribunales federales del Distrito de Columbia son dos: el D.C. Circuit y el tribunal de distrito para el Distrito de Columbia, similar a un tribunal federal argentino de primera instancia.

Los tribunales locales del Distrito de Columbia son también dos: la District of Columbia Court of Appeals y el Superior Court of the District of Columbia. De estos dos últimos, el tribunal superior es el primero, siendo sus sentencias —la mayoría de derecho común— apelables directamente ante la Suprema Corte mediante el writ of certiorari. La Superior Court es el tribunal de primera instancia, con competencia amplia en todas las materias e integrada por un Chief Judge y 61 jueces asociados. Se compone de cinco divisiones (Civil, Criminal, Familia y Violencia Doméstica, Inmobiliaria, Impuestos locales) que, a su vez, pueden ser subdivididas de acuerdo con lo que el propio tribunal disponga.

Como puede verse, en términos generales, se trata de un sistema judicial de dos instancias —por ello, rápido y eficaz— con una apelación directa por el writ of certiorari —de muy improbable apertura— ante la Suprema Corte. La analogía con los fueros nacionales Civil, Comercial, Criminal y Laboral de la Capital Federal no puede ser más notoria.

En tanto es el Congreso de Estados Unidos (como sucede en la Argentina, con el derecho común aplicado por los jueces nacionales de CABA) el que dicta las leyes que rigen en Columbia, es también el Congreso —junto al Gobierno Federal— el que regula y administra su sistema de Justicia. Ello con independencia de que el Distrito tenga un Alcalde y un Concejo elegido por el voto popular, con ciertas facultades de legislación y jurisdicción.

Muchos actos de gobierno y administrativos del Alcalde, como normas que dicta el Concejo, se encuentran sometidos al control judicial de esos tribunales nacionales de Columbia, integrados por jueces que no forman parte de la estructura orgánica del gobierno local, sino que integran el Gobierno Federal.

Tal situación, un Alcalde y Concejo cuyos actos de gobierno están sometidos al control de jueces que ellos no designaron, lejos de considerarse una afrenta al federalismo o a ideas (toscas, por cierto) sobre autonomía gubernamental, se ha valorado institucionalmente como un esquema de división de poderes positivo y virtuoso. Precisamente por la feroz independencia que esos jueces ostentan respecto a un Alcalde y un Concejo a los que nada deben, complementado ello por cierto obvio, natural y saludable desinterés del Presidente de Estados Unidos respecto a estos jueces, a los que designa y rápidamente olvida.

Lo expuesto, respecto de los tribunales federales del Distrito de Columbia, suele contrastarse en Estados Unidos —en tono elogioso— con cierta dependencia de los jueces locales de los diferentes estados respecto a los caciques políticos locales: los gobernadores. La justicia local (nacional) del Distrito de Columbia —al igual que, históricamente, los tribunales del fuero nacional civil, comercial, criminal y laboral de la CABA— ha gozado de gran prestigio en Estados Unidos, por la autoridad de sus decisiones en la aplicación del derecho distrital común. Ello aun cuando no son decisiones vinculantes para el resto de los tribunales estaduales (que ni siquiera tienen una legislación igual); precisamente por el criterio independiente y la versación jurídica propia de las sentencias de estos jueces, nombrados por el Presidente (no por un gobernador).

No hace falta señalar al lector culto que de un similar prestigio nacional siempre han gozado, durante más de 100 años de historia judicial argentina, las cámaras nacionales Civil, Comercial, Laboral y Criminal de la Capital Federal, aun cuando constitucionalmente no ejercen una función de casación sobre los tribunales provinciales. Ello ocurrió porque dictaron sentencias que, por su calidad, terminaban —y aún terminan— imponiéndose como una verdadera jurisprudencia nacional; como decían los romanos, non ratione imperii sed imperio rationis. En contraste, puede observarse en la Argentina, especialmente en materia penal, una luctuosa lista de crímenes impunes en las provincias con complicidad de los tribunales provinciales, especialmente en aquellos casos que tocaron a sus eternos señores feudales o círculos cercanos de poder. Sobran los ejemplos, que entristece enumerar. Tales contrastes deben llevar a una reflexión seria. No podemos ser tan ingenuos de pensar que se debe a que los jueces nacionales de CABA son seres angélicos, o a que los Jefes de Gobierno de la Ciudad —que vemos están resultando, desde hace más de dos décadas, tan eternos como los gobernadores de provincia— bajan de los cielos.

No cabe tratar la transferencia del Poder Judicial Nacional a los dominios de la CABA, con el poder al Jefe de Gobierno para nombrar a todos sus jueces —hasta ahora designados por el Presidente—, como una cuestión teórica o principista de federalismo o autonomía, que no derivará necesariamente en la repetición de los graves problemas de impunidad, ilegalidad o arbitrariedad judicial comunes a muchos tribunales de las provincias argentinas. Jueces que han consentido violaciones a la vida, libertad, dignidad y propiedad de los argentinos, grupo desgraciado al que ahora se sumarán los porteños. Cruzar o nacer del lado de CABA de la General Paz no purifica del pecado original, que daña paritariamente a todos los hombres.

En USA, la veneración por cada letra de su Constitución ha impedido cualquier aventura institucional para modificar el sistema judicial del Distrito Capital, que, desde la fundación de la Nación en 1787, ha funcionado muy bien; como ha funcionado bien, durante más de 100 años, el fuero nacional de la Capital Federal.

En el sentido expuesto, y en cuanto resulta completamente autónomo del resto de proyecto de “reforma judicial”, hacemos votos para que la Cámara de Diputados derogue íntegro todo el Título I Capítulo III (arts. 28 a 33; y arts. 34, 35, 39 y 40) del proyecto, que dispone la transferencia de la competencia judicial penal —no federal— a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

En el presente trabajo no quisimos exponer un desarrollo sistemático, que posee amplios fundamentos históricos, jurídicos, legales, jurisprudenciales y doctrinarios (incluida cierta jurisprudencia reciente de la Corte Suprema que nos parece muy criticable), sobre la inconstitucionalidad que vicia esa parte del proyecto de reforma judicial. Es violatoria de los artículos 75, incisos 12 y 30, 116, 129 y Disposición Transitoria Séptima de la Constitución, como de la ley 24.588, la ley “Cafiero”, que es la interpretación auténtica del mandato constitucional de 1994. Preferimos apelar aquí a una vía pragmática, al ejemplo comparado e histórico del sistema constitucional de Estados Unidos en su Distrito Capital, que guarda tantas analogías con el nuestro y que, en ambos casos, ha tenido un desarrollo (sin ignorar las inexorables falencias de toda empresa humana) ciertamente feliz.

La eventual transferencia a la CABA del Fuero Nacional Criminal y Correccional sería un primer paso fatídico, que proyecta extenderse a los fueros civil, comercial y laboral nacional (505 del total de 980 jueces del Poder Judicial de la Nación). Un nuevo hito de ese extraño y siniestro afán nuestro por cambiar o destruir, sin fundamento y sin sentido, aquellas pocas cosas que funcionan bien. En este caso —dramáticamente— dañando de modo irreparable un sector que es, quizás, el mejor y el más sano de nuestro golpeado Poder Judicial.

 

 

 

[1] Vocal del Tribunal Fiscal de la Nación
[2] Otra diferencia notable con los estados de la Unión es que el Distrito de Columbia no tiene representación en el Congreso. La ley de 1973 prohíbe al Consejo el dictado de ciertas leyes: e.g. usar el crédito publico para proyectos privados, crear impuesto sobre los individuos que trabajan en la Capital pero viven fuera; disponer cambios a la Ley de Altura de Edificios de 1910; asumir autoridad por encima de la Comisión de Planeamiento, el Acueducto de Washington, y la Guardia Nacional de Columbia.
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