Los siete locos y el Mesías

No asistimos a una escena psicótica sino a un pillaje organizado

 

En la genial novela de Roberto Arlt, una serie de fisurados proyectan una sociedad secreta para tomar el poder a través de una revolución social. Es una reunión estrafalaria en la que los delirios de cada uno rompen la posibilidad de cualquier lazo, de cualquier conexión. Sin embargo, avanzan atropelladamente en la imposible concreción del disparate. El proyecto será financiado por una cadena de prostíbulos organizada por el Rufián Melancólico, un personaje que se suma a la causa por aburrimiento, impulsado por el sinsentido de la existencia.

Arlt escribió esta obra fulgurante en 1929, cuando en el mundo y en Buenos Aires se agitaban, cruzados, los vientos huracanados del comunismo y el fascismo en ciernes, como efectos de la Primera Guerra y del crack del ‘29 que sacudió al mundo capitalista, llenándolo de hambre y miseria. Era un momento crucial de la historia, donde las luchas por la imposición de los totalitarismos intentaban cerrar esas crisis de la peor forma. Esta conexión con su contexto se descubre de un modo brillante en un fragmento en el que el Mayor describe su proyecto. Dice: “Sí, intervendremos nosotros, los militares. Diremos que, en vista de la poca capacidad del gobierno para defender las instituciones de la patria, el capital y la familia, nos apoderaremos del Estado, proclamando una dictadura transitoria; todas las dictaduras son transitorias para despertar confianza”.

La extraordinaria anticipación del personaje al primer golpe militar en la Argentina, en 1930, no sólo se adelanta a los sucesos, sino a los argumentos que utilizarán durante todo el siglo XX todos los que interrumpieron el orden democrático, expresados en los bandos. El primero fue escrito por la pluma “exquisita” de Leopoldo Lugones, que creyó inevitable la llegada de la “hora de la espada”. El bando golpista del ‘30, que derrocó a Hipólito Yrigoyen, argumentaba esa decisión en el caos social e institucional, la corrupción económica y política, que los forzaba a tomar el poder, a salvar mesiánicamente la patria, argumentos que se repetirían calcados en los golpes que siguieron [1].

Esta obra fabulosa, releída con cuidado, estalla ruidosa y asombrosamente en los ecos del presente, cuando nos preguntamos si no estaremos viviendo un cuadro político y económico demencial, que arrasa cualquier racionalidad, producto patológico del poder, pintado por muchos más que siete locos. Y sin embargo, si bien ciertas conductas, gestos y manejos del gobierno Mayor toman apariencias delirantes, es en las causas más profundas de las políticas económicas y sociales donde se advierte con claridad que a lo que estamos asistiendo no es una escena psicótica, sino un pillaje organizado, una política de “miseria planificada”, como decía Rodolfo Walsh. No le falta sin dudas una crueldad inusitada, ausente en las personas con padecimientos mentales, que se solaza en el sufrimiento del “otro”, a cuyo dolor persigue con saña; en este caso los trabajadores, las personas hambreadas, con síndrome de Down, las que padecen enfermedades oncológicas, para acotar una lista al mínimo, a las que reprime, posterga en sus necesidades urgentes o insulta con una furiosa discriminación.

No dista el “modelo” del propuesto por el Rufián Melancólico, transformando la experiencia en un enorme prostíbulo, que se financia con la explotación sexual y la violencia ejercida por el impune macró. En muchas ocasiones se ha usado el recurso de explicar en la psicopatología del líder la justificación de sus acciones políticas. Aún más, es Ramos Mejía, escritor del primer libro de psicopatología argentina, quien usa este fundamento en su obra Las neurosis de los Hombres celebres en la historia Argentina, en la que intenta explicar, a través de los trastornos psiquiátricos, las motivaciones de los comportamientos políticos de los líderes, siempre, claro, adversarios del autor. Creo, por el contrario, que ninguna persona aquejada por un desquicio puede mantenerse en el poder si no hay una madeja de intereses económicos, ideológicos, sociales y culturales que lo sostenga, y al que les sea funcional. Así sucedió en Alemania, por ejemplo, cuando un conductor mesiánico y delirante llevó al mundo a una catástrofe horrorosa. Ese liderazgo fue sostenido muy posiblemente por una sociedad que comenzó poco a poco, y por circunstancias histórico-sociales propiciatorias, a naturalizar el maltrato, la crueldad y la muerte hasta hacerlas costumbres, hasta justificarlas en las teorías de la superioridad racial y del Destino Imperial, hasta lograr una disolución ética y humana de sus miembros. Esa verdadera cultura de la mortificación, llevada al extremo, que Hannah Arendt describió con una lucidez pocas veces vista como la banalización del Mal, es decir, como la caída en la superficialidad cuando se trataba de la destrucción del “Otro”, convirtió al ciudadano medio, confundido en las trivialidades del horror, en un ser monstruoso que naturalizó la tortura y la muerte, el sadismo y la crueldad, como algo perfectamente admisible.

 

 

[1] En ese sentido es interesante el trabajo de Horacio Verbitsky, Medio siglo de proclamas militares.

 

* Artículo publicado en el portal Diario Junio.

 

 

 

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