LOS TRES GRANDES PERFUMISTAS DEL ONCE

Nemirowsky, Bruselowsky, Szmedra

No sé que edad tendrán ustedes, pero cuando yo era chico, allá por los años '40 (1940, no 1840) y entre judíos alguien decía "Nemirowsky, Bruselowsky, Szmedra", entre judíos se comprendía instantáneamente que se estaba hablando de la esquina de Pasteur y Corrientes, o que uno pensaba ir a Junín entre Lavalle y Corrientes, o que se acababa de regresar desde Uriburu entre Lavalle y Tucumán, direcciones adonde funcionaban las tres más Grandes y Famosas Perfumerías Idisches. (Según una señora descendiente de los propietarios del almacén de Corrientes y Pasteur, cuyo apellido era Nemirovsky, yo no debería referirme a este almacén como Nemirovsky, sino como Corrientes y Pasteur, ya que en realidad el Nemirovsky que atendía el almacén no era el verdadero Nemirovsky, y a ella ese detalle la ha afectado enormemente. Esta es otra muestra del indomable espíritu que alienta a los judíos.)

Con respecto a esta denominación, les aviso que si alguien les dice que no eran las Tres Grandes y Famosas Perfumerías Idisches del Once, sino clásicos almacenes para la colectividad judía, por favor, no le crean.

Almacenes podían parecer si se los veía desde afuera.

¡Porque lo que era cuando uno entraba...!

Los primeros aromas concentrados, dependiendo de si se ingresaba a Nemirowsky, a Bruselowsky o a Szmedra, eran —también en ese orden— el de los úlikes y schmaltz herings, el de los pepinos agridulces y el del leberwurscht recién hecho. Inmediatamente seguían el del kimmel broit Goldstein, el de la lisa ahumada y el del pastrom caliente.

En las tres perfumerías también se olía ácida y maravillosamente a chucrut guardado en barriles de madera, a queso blanco con cebollitas de verdeo o con páprika, a smétene fresca, a jugoso salchichón de pato (nunca supe porqué se llamaba de pato, ya que, por supuesto, descarto cualquier posibilidad que se elaborara con pato. Quizás aludía a la condición del cliente), a las terroríficas cantidades de ajo de los wurschtn que colgaban del techo; a miel y a léicaj y a knishes y a béigalaj y a matze y hasta en ocasiones, uno creía percibir lejanísimos aromas encerrados en frascos de legítimo caviar ruso o en latitas redondas de sprätn ahumadas del Báltico.

¡Ay, esas perfumerías de mi infancia!

¿Y los perfumeros, o sea, los dueños?

Primero, Nemirowsky, o sea el señor Pasteurycorrientes.

Nemirowsky-Pasteurycorrientes era como el Valenti de aquella época: la gente hacía horas de cola para comprarle exquisiteces.

Ver trabajar a Nemirowsky era tan fascinante como ver trabajar a un encantador de serpientes. Cuando mi bobe le pedía un arenque, él, con un delantal lleno de manchas y las mangas de la camisa abotonadas alrededor de la muñeca, metía la mano, el brazo y por supuesto, la manga de la camisa en las profundidades de la salmuera espesa, pescaba un arenque y se lo mostraba esperando su aprobación.

Supongo que no hace falta comentar que el aroma que despedía el famoso perfumero, no era precisamente parisino.

Nemirowsky siempre tenía dos barriles de arenques. Uno con arenques comunes de un peso. El otro ¡oy, vey, el otro!, con gordos, grasosos y sublimes úlikes de dos pesos.

Súbitamente, un sábado por la mañana y sin que nadie haya preanunciado nada, apareció un tercer barril con una pizarrita negra en la que había escrita una frase irresistible: Arenques muy especiales, $3 c/u. Sólo dos por persona.

¡¿¡Tres pesos por un sólo arenque!?!

Mi bobe Esther y yo llegamos en pleno caos. Los clientes patinaban entre charcos de salmuera, batallaban por llevarse sus dos arenques reglamentarios y —ostentando una mueca glotona en sus caras— huían apretándolos contra sus pechos para devorarlos en la soledad de sus casas. (Este párrafo es puro shmaltz.)

Mi abuela, al ver esto, le dice a monsieur le perfumiste:

—Deme un arenque de tres pesos para probar, señor Nemirowsky— y el tipo, que sabía muy bien quién era quién en ese universo llamado el Once, va y le contesta:

—Esos arenque son para negocio puro, no para usted, frau Schussheim.

—¿No para mí? ¿Y se puede saber porqué?

—Por que esos arenques son para negocio puro—, repite el vendedor de arenques.

—¿Y qué quiere decir negocio puro?

Nemirowsky mira nervioso hacia todos lados, baja la voz y confiesa:

—Porque en ese barril pongo los arenques que se están por pudrir en los otros barriles, frau Schussheim. ¿Ahora entiende qué quiere decir negocio puro?

Después estaba Bruselowsky.

Bruselowsky era el lugar más caro y, por lo tanto, el más fino.

Un gran mostrador de madera en forma de U cercaba a Bruselowsky, a Víctor —su empleado de confianza— , a la señora Bruselowsky y a tres enormes estanterías, repletas hasta el techo de latas, frascos, bolsas, paquetes, pomos y paquetitos.

Allí se podían comprar arenques y pan Goldstein como en lo de Nemirowsky y un pastrom que se deshacía de tan tierno, pero también y muy especialmente, especias y productos de todo el mundo.

Había jalvá griego, vodka polaca, bacalao noruego, slivovitz checa, guindado uruguayo, anchoas portuguesas, sardinas dinamarquesas, y hasta íguerkes y matze bien criollos.

Pero el producto más exótico que había en lo de Bruselowsky no era comestible, sino morocho. Víctor.

Víctor tenía la piel cetrina y el pelo negro engominado y peinado hacia atrás, lo que le daba aspecto de ¿rumano? ¿húngaro? ¿turco, efsher?, pero aspecto sufrido, como de hombre con un pasado tormentoso. Y claro, nadie se animaba a preguntarle por su origen.

A pesar de esa fisonomía curiosa en un judío, Víctor atendía a todo el mundo en un castellano tan perfecto que hasta tenía un pequeño dejo provinciano; un castellano que sólo abandonaba cuando tenía que sumar la compra. Entonces farfullaba muy rápido en idisch finef un dratzig, ain un zvonzig, zibn un fiftzig...

—Son dieciocho sesenta. Por favor, pague en la caja.

Muchos años después de haberlo conocido y con el típico desprejuicio adolescente, después de una compra y su correspondiente suma en idisch, me animé y le pregunté de golpe:

—Disculpe, Víctor, pero usted, ¿en que parte del mundo nació?

Me miró como sorprendido y me contestó con la misma naturalidad con la que farfullaba el idisch que le venía escuchando al viejo Bruselowsky desde hacía no sé cuantos años:

—¿Ió? Pues en Lules, en Tucumán...

¿Ahora entienden lo de la fisonomía?

Y finalmente, Szmedra. Pero no Szmedra de Junín, sino el legítimo y original Szmedra de Uriburu.

Para mí, Szmedra equivalía a domingo. Los domingos de invierno íbamos a lo de los gringos, que eran mis falsos tíos Max y Guitcha, Oleg y Ianka y Múndek. Amigos de papá desde la infancia y sobrevivientes del ghetto, vivían en la esquina de Terrero y Galicia, y en el comedor-patio cerrado-living-cocina de esa casita, los domingos por la tarde se hacía té-cena.

A las cinco en punto de la tarde de los domingos, en vez de llorar por Ignacio Sánchez Mejía, mi padre y yo entrábamos en el ruedo de Szmedra. A la izquierda, tres mesitas de hierro fundido con tapas de mármol blanco. A la derecha, un largo mostrador también de mármol blanco. Mientras la clientela bramaba de impaciencia, la señora Szmedra anunciaba la salida a plaza del leberwurscht caliente. En ese momento hacía su entrada el mismísimo Szmedra, con una olla del tamaño de una vaca y empezaba a sacar de adentro unos leberwurschtn largos, deformes y humeantes; cortaba sin vacilar uno al medio con un corte en diagonal que hacía que el leber se rindiera instantáneamente y me ofertaba una rodaja, con el mismo gesto con el que el torero brinda con su montera.

Ese leberwurscht caliente y apenas amargo era una de las delicias más grandes del mundo. Ni siquiera los manojos de salchichas debrecziner, ahumadas y picantes, ni las fetas del pastrom jugoso y recién horneado que mi papá también compraba se le podían comparar.

Esas heladas tardes en lo de los gringos, con un samovar de bronce lleno de agua hirviendo en el centro de la mesa y la esencia del té en su pavita arriba, y rodeando al samovar, platos y platos de esos maravillosos fiambres; paneras llena de rodajas de kimmel broit fresco y tibio y de aquellos plétzalaj duritos con cebolla y semillitas de amapola; fuentes con pepinos agridulces, rabanitos en rodajas con queso blanco y crema, pescado ahumado, sprätn y arenques con cebolla; torta de queso, dulces caseros y léicaj recién sacado del horno; esos domingos, digo, representaban para los mayores el ritual de los viejos amigos del shtetl, el kumzits ancestral.

Pero para mí, eran el momento en que se sacrificaban y santificaban las promesas cumplidas de los Tres Grandes y Famosos Perfumistas Idisches del Once.

¿Ahora entienden porqué estoy tan gordo?

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