Lugar común: la seriedad monetaria

La contradicción argentina de mantener al dólar como moneda de reserva y dejarlo flotar

 

El proceso que lleva al techo de la deuda pública norteamericana que otra vez –como cada tanto– amenaza con paralizar el funcionamiento del gobierno federal de la economía más importante del mundo, con considerable efecto dominó en el resto de planeta, en paralelo con los avatares de la política monetaria puesta en práctica por la Revolución Rusa durante los primeros años en que se hizo a la historia, no enzarza una composición para hacer gala de lo inopinado. Antes bien, en el marcado contraste se observan nexos en las actitudes y acciones políticas similares que despiertan hechos tan remotos en el tiempo, el espacio y las circunstancias de los modos de producción diferentes, desde los cuales es posible extractar algunos criterios que tienen elementos para aportar a la actualidad de la vida económica y social argentina, y así evitar los retrocesos y los baches en el derrotero por donde transita. De originales, ni siquiera los errores. Eso sí: la aproximación supone un sólida reivindicación de la política y una ratificación de que no hay sustituto confiable, factible y eficiente para la democracia industrial.

De la moneda venimos y a la moneda vamos y al final de la carrera, si no es que mucho antes, a los variopintos guardianes de las reservas, la seriedad fiscal y la mesura monetaria (o sea, del club emboquemos al morochaje) los aúna el sentimiento de que las exportaciones e importaciones de bienes y servicios se ajustan a la relación entre la demanda y la oferta de dinero en la Argentina o en donde sea. De esta visión en la que gastos e ingresos se adecuan a la demanda neta de dinero se infiere que hay poca demanda de pesos por la inflación y entonces hay que bajar los gastos. El enfoque monetario descansa sobre la idea de que el dinero tiene precio (si no, no hay oferta y demanda que valga). Pero como el dinero no tiene precio (tiene paridad uno; comprar n pesos siempre cuesta n pesos: n/n=1) se mueven con la ficción impropia de que sí lo tiene para hacerse la vida más fácil.

De esta manera hemos arribado a un sistema cambiario híbrido que en su seno lleva arropada una potencial flor de crisis política. Se mantiene el dólar como moneda de reserva y al mismo tiempo se lo deja flotar. Por consiguiente, se cae en una paradoja. Porque dejar que el mercado fije los precios relativos de los bienes y optimice de esta manera la asignación de los factores, es discutible pero coherente. El hecho de someter a las paridades monetarias y por ende unidades de medida a las fluctuaciones del mercado, o sea subvirtiendo su sentido de no variación, es en extremo inadecuado y mes a mes lo pagan los argentinos viendo cómo la inflación se lo lleva por delante. Entonces, lo único que las autoridades monetarias pueden obtener de este seudo-mercado es el reflejo subjetivo de su propio comportamiento.

El subjetivismo se choca con los intereses objetivos de los operadores del mercado que lejos de perder su tiempo tratando de prever lo que se denominan los “fundamentals” –de todas maneras en corto circuito a causa de esta relación absurda de reserva/flotación– tienen mejores cosas que hacer y entonces palpando los rumores y trascendidos debe tratar de anticipar las decisiones de las autoridades monetarias, es decir anticipar las anticipaciones de otros operadores. Estos procesos suelen terminar con devaluaciones muy fuertes y con los gobiernos que se vieron ante la encrucijada, entre seis meses y un año después del evento y en promedio global.

 

Allá también

Y se trate de las cuentas externas de la nación o de las internas aquí o en otro lado, ahora o antes, el temor al desborde monetario preside y condiciona el comportamiento político. Siempre la misma cantinela: el temor al dinero, algo que dicen poder controlar en su cantidad pero su inconsciente se mueve sobre la realidad de que es el maldito proceso económico de dinero-mercancía-dinero ampliado (la suma previa a la mercancía que al venderse realizó la ganancia y por ello se amplió), conforme la secuencia expresada por Karl Marx, el que tiene esa facultad. Lo dice ahora la disputa alrededor del techo de la deuda pública de los Estados Unidos, lo dijo antes la política monetaria de la naciente Revolución de Octubre. En el medio, el Banco Central de China expresa estar comprometido con la seriedad monetaria.

El gobierno federal de los Estados Unidos tiene que renovar y ampliar la deuda pública de 28,4 billones de dólares para seguir funcionando. Tiene un límite fijado por el Congreso que se alcanza el 18 de octubre. Llegado ese límite no se pueden pagar los bonos del tesoro hasta nueva orden. En crudo: default, con consecuencias muy fuleras en todo el planeta, porque se mueve con el dólar como moneda mundial. Los economistas de la Casa Blanca publicaron el miércoles un informe que pinta una imagen apocalíptica si ocurre el incumplimiento de la deuda. Los republicanos están de acuerdo en que hay que aumentar el límite pero quieren que los demócratas asuman todo el costo político de hacerlo, para luego acusarlos de despilfarradores e inflacionarios. Los demócratas imputan a los republicanos de que los recortes impositivos que ellos hicieron, los metieron en este berenjenal cuando es menester gastar más para que los Estados Unidos estén de vuelta (lema de Biden) y atender los efectos sociales y económicos de la pandemia.

Es muy poco probable que el agua llegue al río, y de momento demócratas y republicanos se acercan a una extensión del límite de deuda hasta diciembre. Algo es mejor que nada y en el ínterin por si las moscas –y para no desmentir la más vieja tradición monetaria– se desempolvó una propuesta que el Tesoro consideró y desechó en 1995: acuñar una moneda de platino. Un vacío legal que permite al Tesoro acuñar monedas de platino en cualquier denominación que elija. Esto es darle el valor nominal que quiera. La Fed, una vez que le dieran la moneda, acreditaría la cuenta del Tesoro con 1 billón de dólares que no se contabilizarían para la deuda nacional. Conforme la opinión unánime de los que trajinan Washington, aunque la acuñación y valorización materializaría un fracaso político, es tan factible legalmente como la ola de juicios que generaría. Tampoco hay dos opiniones en que el techo de la deuda no tiene un propósito fiscal útil: es un garrote político taimado y cretino que puede disparar un default inconstitucional y catastrófico. La moneda de un billón de dólares efectivamente quitaría ese garrote de las manos del Congreso evitando que jueguen al quedo tan descaradamente.

Lo que sí sucedería si se acuña la moneda de platino es que el gobierno conseguiría dinero para gastar sin recaudar impuestos o pedir prestado. La secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, en declaraciones a principios de la semana a la prensa de su país, tras señalar la obviedad de que elevar el techo de la deuda “es absolutamente esencial”, dijo respecto de la moneda de platino: “Me opongo y no creo que debamos considerarlo en serio (…) Es realmente un truco”. Agregó Yellen que la moneda de platino “equivale a pedirle a la Reserva Federal que imprima dinero para cubrir los déficits que el Congreso no está dispuesto a cubrir mediante la emisión de deuda. Compromete la independencia de la Fed, fusionando la política monetaria y fiscal”. Para que nadie ponga en duda su seriedad fiscal y monetaria añadió que “haría lo contrario” y trabaja para mostrar que se puede confiar en que el Congreso y la administración pagarán las facturas estadounidenses. Serios hay en todos lados, tal como informaba un matutino porteño hace unos días sobre Guo Shuqing, secretario del Partido Comunista del Banco Popular de China, quien en un encuentro en Shanghái advirtió que la elevación y persistencia de la inflación ocurren “cuando el gasto fiscal ha sido respaldado por el banco central imprimiendo dinero en gran medida”.

Sobre este tema moneda de platino, el chairman de la Fed, Jay Powell, no dijo ni mu. En cambio advirtió que la Reserva Federal no tiene la capacidad de proteger los mercados financieros o la economía estadounidense de la imposibilidad de elevar el techo de la deuda. Dijo que tal fracaso “simplemente no es algo que debamos contemplar”.

David Woodruff, profesor de Política Comparada de la London School of Economics and Political Science, escribió el año pasado un breve ensayo sobre algunos aspectos de la política monetaria soviética durante la década de 1920. Cuenta Woodruff que a fines de 1922, todavía sufriendo una hambruna masiva, después de años de depender de la emisión de dinero para financiar el gobierno, a los soviéticos les resultaba difícil imprimir dinero más rápido de lo que perdía valor. Según el académico “los bolcheviques tenían más claridad sobre la naturaleza de la hiperinflación y lo que se necesitaría para salir de ella que los políticos en la Alemania de Weimar”. El protagonista del esfuerzo soviético para hacer frente a la hiperinflación fue Grigorii Sokolnikov, el Comisario de Finanzas del Pueblo de 1922 a 1926. La reforma monetaria que lanzó consistía en un período de transición con dos monedas: la “ficha de pago”, conocida como Sovznak, para la diaria, y los nuevos “chervonetz” convertibles a oro para los préstamos bancarios. “Protegidos cuidadosamente de los apetitos fiscales y respaldados por el oro, proclamó Sokolnikov, los chervonets estables abrirían el camino a una reanimación del comercio nacional e internacional”, consigna Woodruff.

La reforma recién cuajó en 1924, tras fuertes cimbronazos. La estabilización del valor en oro de los chervonets hizo que los precios internos soviéticos que surgieron de la vorágine de 1923-1924 fueran demasiado altos cuando se convirtieron en precios internacionales, y en el transcurso de la década de 1920 las autoridades financieras no pudieron encontrar formas sostenibles de alinear los precios internos. Indica Woodruff que “a principios de 1928, cuando, ante la escasez de cereales para la exportación, Stalin preguntó retórico inquietantemente: ‘¿A quién hay que apalear para mejorar las cosas?’, se respondió ‘a los que hablan de subir los precios de los cereales’”. El precio internacional más alto, dado que estaba multiplicado por el valor de los chervonets, el georgiano lo quería para financiar la industrialización y no que se lo apropien los agricultores, a los que les fijaba un precio netamente más bajo, y por ese precio los agricultores se rebelaron. Woodruff da cuenta de que “descartando casualmente la teoría marxista para declarar al campo en su conjunto una clase hostil, Stalin dio la señal de una campaña de coerción violenta contra el campesinado, que culminó en una colectivización catastrófica de la agricultura y una nueva hambruna que una vez más se llevó millones de vidas”.

 

Factor común

Además de enfrentarse a hechos del mismo tenor, lo que tienen en común Janet Yellen, Guo Shuqing, Jay Powell, Grigorii Sokolnikov y el subjetivismo de las autoridades argentinas para el mercado de cambios lo percibió de forma idónea John Maynard Keynes en un artículo de 1930 titulado “Auri Sacra Fames”. El título significa “maldito deseo del oro” y está en un verso de la Eneida del poeta romano Virgilio. Max Weber ya la había utilizado para reflexionar sobre la ética del capitalismo. Señala Keynes: “El Dr. Freud relata que existen razones peculiares en lo profundo de nuestro subconsciente por las que el oro en particular debería satisfacer instintos fuertes y servir como símbolo”. Y a raíz de la desmonetización del oro ocurrida durante los años en que publicó ese artículo, Keynes manifiesta que “el oro, originalmente estacionado en el cielo con su consorte plata, como el Sol y la Luna, habiendo primero despojado de sus atributos sagrados y venido a la tierra como un autócrata, puede luego descender al estado sobrio de un rey constitucional con un gabinete de bancos; y puede que nunca sea necesario proclamar una república. Pero esto todavía no es la evolución, la que puede ser completamente diferente. Los amigos del oro tendrán que ser extremadamente sabios y moderados si quieren evitar una revolución”.

Es eso lo que tienen en común el quinteto invocado más arriba, que con mayor o menor grado está en las antípodas de la sabiduría y la moderación. La clase política debe tomar nota si no quiere que los desordenes monetarios otra vez se la lleven puesta. No es nada fácil, como el mismo Keynes lo sugiere al “recordarle al lector lo que él conoce muy bien, a saber, que el oro se ha convertido en parte del aparato del conservadurismo y es uno de los asuntos que no podemos esperar que se manejen sin prejuicios”. Que el oro este desmonetizado y debamos leer en su lugar el dinero emitido no cambia en nada su papel como argamasa del aparato conservador.

 

 

 

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