Mal de muchos

Debacle de oficialismos en París-Berlín y crisis de legitimidad en la Unión Europea

 

A la mañana siguiente de las elecciones parlamentarias de la Unión Europea (UE), casi no hubo diario del continente que evitara un titular del tipo “la ultraderecha avanzó, pero los europeístas siguen al mando”. Así presentada, la noticia adquiría un tono apaciguador (o consolatorio) porque el temido desastre político no había tenido lugar. Eso es cierto y no lo es: depende de la perspectiva que se adopte para examinar el asunto.

Según pronosticaban los sondeos, las extremas derechas podían arrasar a nivel continental. La nueva composición del Parlamento podría llevar a concluir que su tradicional hegemonía bipartidista no se alteró de manera significativa. La suma de las agrupaciones conservadoras (reunidas bajo la sigla PPE) y las socialdemócratas (S&D) continúa reteniendo la mayoría. Las primeras consiguieron añadir diez escaños en estas elecciones y, como ocurrió en las de 2019, siguen siendo el espacio dominante; mientras que las segundas perdieron cinco diputados. Pero si se suman los resultados de todos los partidos ultra-derechistas, divididos por el momento en tres grupos parlamentarios, queda claro que consiguen por primera vez desplazar del segundo puesto a los S&D y casi alcanzan al PPE. En parte, esta es una buena noticia para el PPE, porque amplía sus márgenes de negociación.

 

Lo que vibra es el eje

Los social-demócratas hicieron una buena elección en Portugal, donde una ultra-derecha exitosa hace tan solo tres meses se contrajo a la mitad. También superaron a las derechas radicales en los países nórdicos donde en algunos casos integran o apoyan los ejecutivos y sufrieron un esperable desgaste; en Finlandia y Suecia eran la segunda fuerza y pasaron a ser la sexta y la cuarta, respectivamente. Los resultados del PSOE fueron discretos en España y así el partido que en Europa encabeza la coalición más izquierdista en el poder evitó su augurado derrumbe. Si bien los conservadores obtuvieron allí un módico triunfo, los ultras amigos de Javier Milei no lograron los números deseados, acaso por la invalorable contribución del león de las pampas.

Pero la socialdemocracia colapsó en la “locomotora europea”, Alemania, que vio nacer a esa tendencia política a fines del siglo XIX y donde lidera la coalición gobernante. En un resultado humillante, fue relegada a un tercer lugar por Alternativa por Alemania (AfD, las siglas en su idioma), una rampante ultraderecha. Si se consideran sólo los estados de la desaparecida RDA, obtuvo el primer lugar desplazando incluso a la Democracia Cristiana, que surge de esta contienda como el principal partido a nivel nacional, casi superando a la suma de votos de los tres que integran la coalición gobernante en Berlín. AfD es un partido tan extremo que Marine Le Pen activó su expulsión del grupo parlamentario que compartían en la Eurocámara. Le Pen venía preparando con cuidado el avasallante triunfo que conquistó el domingo pasado, duplicando los votos del partido del Presidente francés.

Si en lugar de concentrar la atención en la composición final del Parlamento se repasan los resultados de cada país, salta a la vista la debacle de los oficialismos del eje París-Berlín en manos de la ultra-derecha. Se trata de las economías más poderosas, los países más influyentes de la UE: Francia es el de mayor extensión, Alemania el más poblado (lo que redunda en su representación en la Eurocámara). A eso debemos agregar el triunfo del oficialismo de extrema derecha en otra de las naciones fundadoras de la UE y su tercera economía: Italia. Desde esta perspectiva, la confortable fórmula periodística de la mañana post-electoral adquiere otros matices.

 

El poder desgasta

Emmanuel Macron, muy debilitado y en un gesto audaz, por no decir temerario, dispuso disolver de inmediato la Asamblea Nacional y llamar a nuevas elecciones a fines de este mes (con segunda vuelta una semana más tarde). Macron apuesta todo a la revitalización del cordón sanitario que en otras elecciones frustró el acceso del lepenismo al palacio del Elíseo uniendo a todos los sectores democráticos.

Lo que antes funcionó puede no hacerlo otra vez. Si Le Pen terminara imponiéndose en las legislativas nacionales estaría en condiciones de designar Primer Ministro y obligar al Presidente a cohabitar con ella. En ese caso, según especula París, el macronismo quedará mejor situado para las siguientes elecciones nacionales puesto que RN, el partido de Le Pen, quedaría expuesto a las radiaciones de la gestión y no sobreviviría.

La máxima de Giulio Andreotti, viejo zorro de la política italiana, según la cual “el poder desgasta a quien no lo tiene”, parece conservar validez sólo en su país, el único con un oficialismo triunfante. En un mundo neoliberal de ajustes y recortes permanentes, la máxima se invierte y el poder político camina hacia su necesaria erosión. Macron lo sabe por experiencia propia. Ni siquiera sus baladronadas militaristas de las últimas semanas consiguieron atraerle votantes; antes bien, fue su adversaria la que capitalizó el clima de guerra que pretendía implantar porque la población no quiere derramar su sangre por la OTAN en Ucrania. La insólita beligerancia de los verdes integrantes del Ejecutivo de Berlín también los llevó a pagar un alto precio electoral.

 

Cherchez la femme

RN se consagró como el principal partido de la ultra-derecha, aunque el grupo parlamentario que lidera, llamado Identidad y Democracia, no es el mayor de los tres de esa tendencia política presentes en la Eurocámara. El menor lo integran el húngaro Orbán y AfD y el dominante es Conservadores y Reformistas, conducidos ahora por la derechista radical con el cargo más alto del continente, Giorgia Meloni. Sin embargo, quien encabezaba la lista de los social-demócratas italianos (Partido Democrático), Elly Schein, una ítalo-estadounidense nacida en Suiza y ex voluntaria de la campaña de Obama, logró revivir la mortecina luz de la izquierda del país y quedó a sólo cuatro puntos de la/el President(e, puesto que ella prefiere esa desinencia de género) del Consejo de Ministros de Italia.

A este notable grupo de mujeres –Le Pen y Meloni por la derecha ultra, Schein por la izquierda moderada– se le agrega la paracaidista alemana Ursula von der Leyen, ex ministra de otra poderosa mujer, Angela Merkel. Tras superar a duras penas acusaciones de plagio en su tesis doctoral, abandonó el Ejecutivo alemán y se lanzó hacia Bruselas. Un acuerdo entre su antigua jefa y Macron le permitió, contra todos los pronósticos, asumir la presidencia de la Comisión Europea, el máximo cargo continental. Los buenos resultados del grupo parlamentario conservador que la sostiene, el PPE, presagian su reelección.

Es una ambición que von der Leyen nunca ocultó; llegó incluso a cortejar a Meloni para que la apoyara si los números de su propio espacio resultaban insuficientes. Ella –dijo de Meloni– es pro-europea, democrática y defensora de Ucrania. De manera que reunía todas las credenciales para ser admitida en el club de los respetables. Ahora ya no necesitaría ese respaldo, pero sus declaraciones hubieran sido inaceptables hace tan sólo algunos meses (incluso quizá para la Meloni d'altri tempi).

Ese acercamiento preventivo es sólo una muestra de lo dispuesto que se encuentra el arco del conservadurismo tradicional europeo a cruzar las líneas rojas que antes la separaban de la ultraderecha. Con ánimo de atraer a ese electorado, acentuaron la hostilidad hacia los inmigrantes. A la inversa, la ultraderecha sigue alardeando de nacionalismo mientras asume posturas neoliberales cada vez más abiertas. En su camino hacia la victoria, Le Pen intensificó sus contactos con la alta patronal francesa, que venía evitándola y ahora parece aceptarla de buen grado.

Como en otras geografías, una parte importante de la base electoral ultra-derechista europea son jóvenes precarizados y de bajo nivel educativo, pero sobre todo varones mal adaptados a un mundo donde avanza el feminismo. El hecho de que sus líderes sean mujeres como Marine Le Pen o Giorgia Meloni no deja de sorprender. El partido de la primera apoyó el aborto, pero las diferencias entre estas dos dirigentes no se centran en políticas de género. Lo que las aleja son, entre otros, motivos geopolíticos. Meloni se declaró ferviente atlantista (ma non troppo), ni bien se le abrió la perspectiva de asumir el poder; Le Pen mantiene otras posiciones acerca de Putin y sobre la guerra en Ucrania. Esto por supuesto puede variar en la medida en que se acerque al Elíseo.

 

Otro rapto de Europa

Pese a algunos reveses en otros países, la extrema derecha se consagró como primera fuerza en Italia, Francia, Austria, Bélgica y Hungría. Obtuvo un resultado resonante en Alemania. Es el primer partido en Eslovenia y el segundo en Polonia, los Países Bajos, Chequia y Eslovaquia. Con altibajos, sus avances han sido enormes en los últimos lustros. Pero hay un problema subyacente que merece ser considerado bajo otra luz.

En las elecciones para la Eurocámara atronó el silencioso triunfo de los que no votan. En muchos países acude a las urnas menos de la mitad del padrón, la participación media es del 51%. La crisis de legitimidad es un tema a considerar en la UE. El problema tiene varias aristas.

De las cinco principales instituciones de la UE, el Parlamento es la única elegida por el voto popular. Las dimensiones son impresionantes. Votan más de 360 millones de ciudadanos de 27 países para elegir 720 diputados, la asamblea democrática más grande después de la India y la única plurinacional. Pero su papel es casi ceremonial. No puede elegir autoridades ejecutivas, como en algunos sistemas del continente. Carece de iniciativa parlamentaria, sólo aprueba o rechaza las propuestas que le eleva la Comisión Europea, a la que supervisa.

Ninguna democracia liberal tiene un parlamento con prerrogativas tan limitadas. A un creciente malestar social se añade un déficit democrático en el diseño institucional. ¿Puede ser éste otro motivo para el rechazo emocional por parte del electorado o un estímulo para su deserción?

 

 

 

 

 

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