Maltrato a la vejez y derechos humanos

Llamado a las organizaciones sociales para visibilizar a los adultos mayores institucionalizados

 

 

 

“La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre”.

Philip Roth, en Elegía

 

Vivimos como morimos. Hay una relación entre los modos de vivir y los modos de morir. En sociedades cada vez más individualistas la soledad de los moribundos es un hecho cantado. No es fácil ser viejo. Suelen perderse o deteriorarse los derechos a la libertad, el amor, el trabajo, la circulación, la atención digna y el pudor. No hay intimidad en un geriátrico y tampoco hay mucho tiempo para pensarlo. No queda otra que dejarse acompañar al baño, que te cambien los pañales, te lleven una cuchara a la boca, te acuesten y levanten, te vistan y desvistan. Ni siquiera pueden elegir el programa de televisión. A veces una enfermedad como el Alzheimer o alguna demencia senil puede ser un consuelo. Pero aun así, los signos de violencia de los que pueden ser objeto quedan grabados en el cuerpo de estas personas y sus familiares. Y si se tiene en cuenta que Alzheimer lentifica la muerte porque las personas no somatizan el mundo exterior y ya nada los afecta, ellos y sus familiares quedarán expuestos a los malos tratos durante mucho tiempo.

El geriátrico no sólo es sinónimo de soledad sino de pobreza. Personas solas y cada vez más pobres, sin dinero para darse ningún “lujo”, incapaces de disponer de su jubilación, de decidir sobre el destino de su antigua casa. Una pobreza que se averigua en la comida y en el vestuario. Pero también en el mobiliario de la residencia, en el olor rancio que impregna la orina en el cuerpo y la ropa de los viejos que sólo algunos perfumes pueden disimular. En los geriátricos no sólo la ropa suele “perderse”, también los artículos de limpieza o aseo personal. No sólo desaparecen los enseres sino los medicamentos, la bijouterie, las frazadas o las radios que solemos llevar. Algunos geriátricos son lugares de mucha miseria humana, mucha rapiña.

Según un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 2020, basado en un estudio sobre 52 investigaciones realizadas en 28 países de diversas regiones, incluidos 12 países de ingresos bajos y medianos, 1 de cada 6 personas mayores de 60 años (15,7%) sufrieron algún abuso en entornos comunitarios. Esas tasas son más altas en instituciones como residencias de ancianos y centros de atención de larga duración: 2 de cada 3 trabajadores indican haber infligido malos tratos en el último año (64,2%). Probablemente estas cifras sean mayores ya que se calcula que sólo se denuncia uno de cada 24 casos de maltrato. Cuando los controles de las agencias del gobierno y el Poder Judicial fallan o no son eficientes la cifra negra se dispara.

El Observatorio Social de la Universidad Nacional de La Matanza define al maltrato como “una conducta destructiva contra una persona mayor que ocurre en el contexto de una relación que denota confianza y reviste suficiente intensidad para producir efectos nocivos de carácter físico, psicológico, social, financiero, que provocan sufrimiento innecesario, lesión, dolor y disminución de la calidad de vida para la persona mayor”.

El maltrato, entonces, puede asumir distintas formas: puede ser físico (desde rasguños y moretones menores a fracturas óseas; quemaduras; lesiones craneales; que pueden provocar discapacidades o secuelas psicológicas graves, como por ejemplo depresión, pánico, ansiedad, etc.) pero también psicológico (insultos; amenazas; tratarlos con desprecio como si fueran una carga, dejarlos encerrados en la habitación; no cambiarles los pañales; etc.), financiero (despojarlos de bienes y administración de dinero y jubilación o pensión sin consentimiento) y sexual (separación autoritaria de parejas, impugnación de las demostraciones visibles de afecto: darse besos o andar de la mano por el establecimiento), negligencia y abandono. En el cuadro siguiente resume los estudios realizados por la OMS:

 

 

 

 

Los factores que crean condiciones de posibilidad para el maltrato son también de diversa índole, y algunos ya lo hemos abordado en notas anteriores para El Cohete a la Luna: individuales (mala salud física, trastornos mentales, abusos de alcohol y drogas, etc.), relacionales (viviendas pequeñas, falta de familiares con tiempo para disponer cuidados, etc.), comunitarios (aislamiento social y la consecuente falta de apoyo social, la invisibilidad de la persona, es decir no ser reconocido como sujeto de derechos), y socioculturales (uso de estereotipos basados en la edad que estigmatizan a estas personas representándolas como frágiles, débiles y dependientes; el debilitamiento de los vínculos entre las generaciones de una misma familia; los sistemas sucesorios; las migraciones de parejas jóvenes que dejan a los padres ancianos solos en sociedades en las que tradicionalmente los hijos se han ocupado de cuidar a las personas mayores; la falta de dinero para solventar los cuidados).

En cuanto a los establecimientos institucionales, los riesgos que incrementan el maltrato están vinculados a la escasez de personal o la sobrecarga de trabajo, la mala remuneración y falta de capacitación para el mismo; la ausencia de controles estatales; el entorno físico deficiente; la asistencia sanitaria y social muy poco adecuada.

El maltrato a personas mayores es un problema importante de salud pero también de derechos humanos. Vulnera derechos básicos como el derecho a la vida, a la integridad personal, a la dignidad, a la privacidad y el goce máximo de salud que se pueda lograr. Por eso, como bien señala El Observatorio Social de la UNLAM, “la protección y la promoción de la salud y la seguridad socioeconómica de las personas mayores es un tema no solo de política pública sino también de derechos humanos básicos”.

La atención en las residencias no sólo es socio-sanitaria sino multi-profesional. Los cuidados involucran saberes y prácticas profesionales de distintos actores. Las instituciones de las que estamos hablando, entonces, son complejas. Más aún si se tiene en cuenta que su población en muy distinta y diversa. Porque distinta puede ser la situación clínica y la autovalencia de cada adulto mayor; y diversa si se tiene en cuenta la situación social, cognitiva, la escolaridad, los hábitos culturales y orientación sexual.

De allí que para terminar esta serie de artículos quisiera hacer un convite a las organizaciones de derechos humanos. La Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 66/127, designa el 15 de junio como Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez. Acá hay mucha tarea pendiente. Las escenas que vi en los geriátricos en todos estos años visitando a mi mamá no tienen mucho que envidiarle a las escenas que se registran en las cárceles e institutos de menores. Los viejos suelen morirse solos, sin acompañamiento, es decir con mucho maltrato a su alrededor. Las instituciones que gestionan su muerte no suelen ser objeto de control estatal, mucho menos suelen recibir la atención por parte de las organizaciones de la sociedad civil. Conocemos las inercias institucionales y sabemos que las gestiones suelen imprimirle mayor o menor atención y dinamismo. Por eso no hay que recostarse en el funcionariado de turno. Los organismos de derechos humanos pueden contribuir no sólo a visibilizar el problema sino a garantizar el ejercicio pleno de los derechos, que no terminan cuando las personas cumplen determinada edad. No estamos en el grado cero y hay algunos organismos que vienen trabajando estos temas desde hace varios años. Sin embargo, si se tiene en cuenta que para el 2050 se duplicará la población de adultos mayores de 60 años, pasando de 900 a 2.000 millones, nos parece que debería dedicarse especial atención.

Si es cierto que el desafío fundamental para cualquier democracia se resume en la pregunta “¿cómo podemos vivir juntos y juntas?”, debemos recordar que es una pregunta que alcanza y comprende a las personas mayores. Si seguimos por la senda del ajuste y la indiferencia, Marc Auge se pregunta: ¿cuánto falta para que a las personas mayores se les impida votar? Cuando la vida privada se cancela, la vida pública se proscribe. No creo que sea este todavía el destino de los adultos mayores. No somos pesimistas: la Argentina no se caracteriza por la desertificación organizacional. Hay muchos clubes que nuclean a los adultos mayores, y las universidades públicas vienen desarrollando muy distintos programas en sus áreas de extensión. Sin embargo me parece que el resto de las organizaciones vinculadas a partidos políticos y movimientos sociales tal vez deberían prestar mayor atención, dedicando parte de sus rutinas militantes a los adultos mayores institucionalizados o a aquellas personas que deberían estarlo y sin embargo no pueden recibir esos cuidados especiales por falta de oportunidades.

Me gusta decir que los derechos no son regalos de navidad que encontramos el 25 a la noche en el arbolito sino conquistas sociales. El poeta José Martí decía que los derechos se tienen cuando se los ejerce. Y está claro que en las sociedades con profundas y persistentes desigualdades su ejercicio está atado a la organización colectiva. Tratándose de personas mayores institucionalizadas, está claro que necesitan de la solidaridad del resto de la sociedad y el compromiso creativo de un Estado presente.

No ha sido mi intención revictimizar a los viejos. La edad avanzada, como dijo Cicerón en Sobre la vejez, llega con prudencia, prestigio y buen juicio, tres virtudes que suelen estar en baja hoy día. Hablo de la veteranía que le tocó vivir su última etapa en estas instituciones. Para Cicerón la palabra que define a la senectud era la “plenitud”. ¿Qué ha pasado para que esta etapa de la vida sea percibida socialmente –y siempre hablando en términos generales— como un lugar de decadencia, es decir de fragilidad y dependencia? Hace rato que la vejez no goza de una épica narrativa como en la Grecia clásica. Cualquier equivocación o contratiempo de las personas mayores suelen cargarse a la cuenta de la salud y la memoria enclenques. No niego que a veces esto no sea así: la vida declina, es un hecho irreversible. Sin embargo, si se aprende a escuchar con atención a las personas mayores encontraremos también juicios serenos y palabras dulces como las que supe escuchar en los geriátricos donde vivió mamá.

Quisiera terminar entonces esta serie de cuatro notas volviendo sobre Alicita, mi mamá. Ella me impulsó a escribir estos artículos como parte de un duelo que todavía transito. Hasta hace un tiempo la vejez estaba fuera de mi radar. No soy una excepción. Frecuentar estos espacios cerrados durante seis años, vivirlos con mis hermanos, me permitió reconocer nuestras tareas pendientes, el tamaño de los desafíos.

 

 

 

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
**La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Martín Kovensky.

 

 

 

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