MÁS ESTADO, ¿QUÉ ESTADO?

La capacitación imprescindible para asumir los roles que no puede absorber el mercado

 

Esta devastadora pandemia del anno terribilis 2020 nos enfrenta a algunas constataciones. La más evidente es  la caducidad de los impulsos privatistas que ocuparon un lugar central en el discurso político de los '90, que luego fueron cuestionadas pero revivieron en el renacer neoliberal de 2015 con el tsunami macrista.

Hoy, quienes creían en el privatismo extremo comprueban de manera dramática que no alcanza la acción privada para hacer frente a situaciones de emergencia y crisis.

Todos, o casi todos, aceptan que el Estado debe renacer de sus cenizas. Hace falta un Estado presente para llegar a los rincones de la sociedad que no son alcanzados por el accionar y el vaivén de las leyes del mercado.

Pero junto con esta constatación surgen dudas y preguntas, alimentadas por épocas pasadas en que un Estado enorme y elefantiásico no alcanzaba a cubrir las demandas del pueblo en materias esenciales como la salud, la educación, la vivienda, el crédito de fomento, la seguridad social, etc.

Veamos cómo debería ser el Estado después de la pandemia, para lograr que nuestro país sea un lugar mejor para vivir.

 

 

I

El Estado argentino nunca pudo liberarse totalmente del autoritarismo que se origina en el pasado remoto, seguramente desde la época de la conquista española de estas tierras, no sólo argentinas, sino hispanoamericanas.

En nuestro imaginario tradicional, quien tiene un cargo público debe hacer sentir a quien le requiere algún servicio, que ostenta el poder. Este poder lo condiciona mentalmente para humillar al requirente, hacerlo sentir pequeño, mantenerlo a su merced, como sucede con el gato maula que juega con el mísero ratón (tango dixit).

No hace falta tener mucho poder. Es más, generalmente el autoritarismo crece en proporción inversa a la magnitud del poder. Quien está seguro de su posición a veces puede ser condescendiente y simpático sin sentirse amenazado por su interlocutor. Quien tiene un poder mínimo teme ser avasallado, que su interlocutor llegue a darse cuenta de su debilidad y cuestionarlo. Eso, que sería inaceptable, es evitado usando un rigorismo autocomplaciente. Esto puede suceder con quien está a cargo de franquear la entrada a un lugar público, un boletero o un ascensorista. Esto no es patrimonio exclusivo del sector público: existe, por supuesto, en ámbitos privados, como en la entrada a discotecas y boliches.

Llegamos aquí al primero de los planteos para el futuro post-pandemia: el servidor público debe ser justamente eso, un  servidor público, dispuesto a ayudar a la gente.

Esto se hace más necesario aún, casi imprescindible, con el auge de las actuaciones por vía telemática que la crisis sanitaria ha multiplicado: los numerosos trámites que deben hacerse por vía informática desembocan muchas veces en una vía muerta, eventualmente por errores del software, otras veces por incapacidad de los usuarios, sobre todo cuando se trata de personas de edad avanzada o poco acceso a las herramientas telemáticas.

Aún antes de la pandemia estas falencias eran bastante habituales. Por ejemplo, muchas personas que tenían derecho a la Asignación Universal por Hijo no accedían a ella por ignorancia o por no tener a mano una computadora. Otros ejemplos: ¿quién accede a su jubilación sin requerir y pagar a un abogado o gestor? O, ¿es fácil hacer una denuncia por acoso?

Este es un punto clave en que el Estado debe cambiar: hacerse más accesible a la gente. El funcionario o empleado público debe tener una definida vocación de servicio, debe tener una actitud misericorde, ponerse en el lugar del otro y tratar de ayudarlo. En definitiva, el otro, al pagar sus impuestos, es quien le paga el sueldo que cobra.

 

 

II

Una segunda característica del Estado que necesitamos: mayor eficiencia. Cada agente público debe conocer acabadamente sus funciones y poder responder adecuadamente las demandas inherentes a su posición.

La Argentina ha pecado con mucha frecuencia de masomenismo. Esto es, funcionarios que conocen sólo superficialmente sus responsabilidades y por lo tanto, son incapaces de alcanzar las metas esperadas.

Si analizamos la experiencia de países en los que las demandas populares son atendidas, podemos observar una clase política con ideas claras y un programa a cumplir, ajustando inteligentemente las metas a las circunstancias de tiempo y lugar. O sea: que tiene la capacidad para actuar con un tiempismo pragmático y flexible, atento al sentir popular.

Esta clase política debe tener una gran capacidad de conducción, un gran don de gentes, para poder sumar al proyecto a los integrantes de la burocracia estatal, a los que no se los puede mandar sólo desde el rigor, sino desde la convicción de que su accionar redundará en beneficio de la gente. En este sentido, la vivencia de una tarea bien cumplida, la respuesta de los receptores de la acción de gobierno, al verse interpretados en sus aspiraciones, retroalimenta –casi siempre– al burócrata que se llega a sorprender al sentirse apreciado. Si quien conduce logra esto, la conducción será exitosa y gratificante.

Sin perjuicio del poder convocante de una buena conducción, debe existir un equitativo sistema de premios y castigos. En nuestro país se verifica en muchas áreas lo primero, pero castigar la mala voluntad o la desidia es un verbo casi nunca conjugado.

El plantel de administradores/as públicos debe poseer una capacitación técnica adecuada. Es muy común entre nosotros que los militantes que han contribuido con su esfuerzo o su dinero a la campaña de los candidatos a puestos de elección popular obtengan como premio alguna designación en la administración pública. Salvo en los casos en que la persona tenga una capacitación técnica preexistente, en general el resultado de estas designaciones basadas en la lealtad electoral o el amiguismo suele ser desastroso.

La agenda del Estado contemporáneo es cada vez más técnica y requiere de conocimientos específicos. Un ejemplo positivo que estamos viendo en esta pandemia es el accionar del grupo de científicos que asesoran al Presidente en lo referente a las medidas a tomar. Su seriedad y sobriedad contrastan con las palabras de los opinólogos que cuestionan –con frecuencia amparados por plataformas audiovisuales con mucha audiencia– las opiniones de quienes sí, saben de qué están hablando. En esta tribu se ubican los terraplanistas, los negacionistas o los anti-vacunas que cuestionan todo, cabalgando sobre el natural hastío del hombre y la mujer comunes.

En resumen: el Estado debe contar con cuadros burocráticos formados técnicamente, que asesoren adecuadamente a la conducción política y cumplan fielmente las directivas que reciban.

A estas dos esferas de interacción se debería sumar una tercera: los jóvenes militantes que no tengan la capacitación técnica necesaria para incorporarse a los cuadros burocráticos deberían integrar estructuras de reflexión y estudio sobre los grandes temas de la política nacional, para ir formándose en el pensamiento político/estratégico, que no caiga en la improvisación y el guitarreo. En este sentido es muy interesante la experiencia de las fundaciones vinculadas a los partidos políticos alemanes, que son usinas de reflexión y acción políticas.

En nuestro país –y no sólo en el nuestro– sucede que muchas veces, ante la falta de proyectos políticos elaborados y con estudios de factibilidad realistas, largamos ideas románticas al aire, pensando que su simple formulación las va a convertir en realidad.

Debemos, para una acción efectiva del Estado, evitar este infantilismo declamatorio y abocarnos a las efectividades conducentes. Cabe recordar la estrofa de Los muchachos peronistas que menciona al sueño de San Martín convertido en una “realidad efectiva”.

 

 

 

 

 

 

 

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