¿Masculiniqué?

La mandada de Gesell trajo la hipótesis de la masculinidad

 

El asesinato de Fernando Báez Sosa inauguró un tendal de hipótesis para explicar cómo es posible que semejante crimen suceda. La imagen es elocuente: una patota rodea y golpea a una persona hasta dejarla desvanecida. Como ocurre cada tanto con algunos hechos violentos, la opinión pública comienza una rueda de interpretaciones en la que cualquiera juega a ser detective y criminólogx. A las clásicas explicaciones ligadas a la falta de autocontrol de la juventud, el consumo abusivo de alcohol y drogas, la escasa vigilancia policial nocturna, la pérdida de valores, se sumó ahora, de la mano del rugby como deporte asociado a la virilidad, la hipótesis de la masculinidad. ¿Pero todxs entendemos lo mismo cuando hablamos de masculinidad?

 

 

Masculinidades

La masculinidad fue desempolvada como el nuevo huevo de la serpiente. Los primeros en dar cuenta del hallazgo fueron los periodistas urgidos de clicks y likes, que sin prolegómenos ni pudor redujeron la violencia a “ser macho”, adjuntaron la foto con las caras de los once especímenes y cerraron el caso. La intuición relaciona masculinidad con testosterona y culpa a la hormona de orientar a los rugbiers hacia la violencia; otra vincula la masculinidad con la dominación construida históricamente, operando en tándem con la clase y la raza. No estamos muy segurxs de qué hablamos cuando decimos masculinidad, pero la palabra ya salió a la vereda y no hay cómo volverla al aula universitaria o al mitin de la militancia.

No es casual que aparezca este concepto en el discurso social. En la última década fue creciendo la relevancia social del género y la marea verde de 2018 fue el trampolín de la Educación Sexual Integral hacia las grandes ligas de los sentidos que circulan. La Ministra de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad de la provincia de Buenos Aires, Estela Díaz, explica que “desde que se comenzó a poner en agenda pública la violencia de género, la mayoría de los debates y dispositivos de políticas públicas estuvieron centrados en las víctimas de esa violencia. Hoy está cada día más claro que ese enfoque es insuficiente”. Ponemos los ojos en las masculinidades porque en ellas hay aun algo inexplorado, hay allí un fondo de reserva donde lo social puede ser explicado, especialmente el vínculo desesperante entre violencia y género.

Sin embargo, algunas lecturas hacen pensar que usar la masculinidad como concepto para explicar o describir hechos sociales podría ser un poco más complejo que apelmazar sin mediaciones los genitales con conductas o una práctica cultural realizada casi exclusivamente por varones con un delito. ¿Vamos a traer un nuevo concepto para tratarlo como si fuera una polea? ¿Vamos a usar un dispositivo nacido de la imaginación teórica sociológica para apuntalar nuevos determinismos, nuevas persecuciones?

 

 

 

 

 

 

Según una de las autoras más importantes sobre masculinidad, la socióloga australiana Raewyn Connell, la masculinidad no es (únicamente) un conjunto de rasgos que algunas personas tienen sino que se define en función de una estructura más grande de poder. Si decimos que en la violencia de los acusados por el asesinato de Báez está operando un modelo de masculinidad, entonces estamos advirtiendo que hay influjos sociales, normas no escritas, imaginarios que modelan los comportamientos de esas personas. No que hay una relación natural entre lo masculino y la violencia y que podemos acusarlos con nombre, apellido, foto y etiqueta por eso. 

Según el cuadernillo “Varones y Masculinidad (es)”, elaborado por el Instituto de Masculinidades y Cambio Social, recientemente editado, la masculinidad “es un mandato, un conjunto de normas, de prácticas y de discursos, que de ser asumidos de forma más o menos “exitosa” asignan a los varones (cisgénero y hetero-sexuales, sobre todo) una posición social privilegiada respecto de otras identidades de género”. Es decir que asumir el rol de lo masculino tiene como finalidad ocupar una posición de poder en un lugar y momento determinados, en esta definición no es tan importante cuáles son los rasgos de lo masculino como la posición que lo masculino ocupa en un mapa de fuerzas.

Un aporte fundamental que hace Raewyn Connell es identificar distintos patrones de masculinidad, que funcionan como modelos a partir de los cuales se pueden analizar masculinidades específicas. En primer lugar, la socióloga menciona a la masculinidad hegemónica, que es la configuración que resulta más aceptada en un momento y lugar dados, y sirve para legitimar el patriarcado. Además, reconociendo la existencia de relaciones de poder entre distintos grupos de hombres, Connell desarrolla los conceptos de masculinidades subordinadas (como ejemplo menciona a los hombres gays), y masculinidades marginadas (producto de la interacción con la raza y la clase, como los casos de hombres negros y hombres obreros). A su vez, la autora identifica a las masculinidades cómplices, que son aquellas encarnadas por la mayoría de hombres que no llegan a cumplimentar rigurosamente los patrones hegemónicos, pero que de todas formas se benefician del orden social patriarcal y contribuyen a su sostenimiento.

Según este aparato es sencillo adivinar qué tipo de masculinidad actuaba cada uno de los participantes del evento en el que Fernando Báez Sosa perdió la vida.

 

 

Feminidades

¿Pero las mujeres no se pelean, no son violentas? Los videos de chicas tirándose del pelo rebotan como en pinball por la red para negar que la violencia sea solo un atributo de lo masculino. Alguien pregunta si alguna vez en lugar de señalar siempre a los varones se va a analizar la feminidad, también llena de conflictos. La masculinidad y la feminidad se definen y redefinen en el marco de relaciones de poder y no respecto de sí mismas. Analizar la masculinidad requiere un enfoque relacional (puede consultarse a Luciano Fabbri en “Género, masculinidades y salud de los varones. Politizar las miradas”, en Salud Feminista. Soberanía de los cuerpos, poder y organización, Comp. Fundación Soberanía Sanitaria, Ed. Tinta limón, 2019) y no fijado únicamente en los rasgos de las personas que vemos masculinas, como si se tratara de un juego de correspondencias o un memotest del género.

Entonces, sí: hay feminidades que juegan en danza con las masculinidades. Complementando los desarrollos de Connell, la socióloga estadounidense Mimi Schippers identifica a la feminidad hegemónica, la cual estaría compuesta por las características definidas como mujeriles que complementan a la masculinidad hegemónica en esa relación de subordinación. Según esta autora, las mujeres que se desvían de las prácticas definidas como femeninas y rechazan la relación entre masculinidad y feminidad que demanda el orden de género, amenazando el acceso exclusivo de los hombres a las características masculinas hegemónicas, son estigmatizadas y sancionadas. Un ejemplo muy claro podría ser Higui, la lesbiana masculina que un grupo de varones quiso feminizar sometiéndola a una violación correctiva. Estas son denominadas por Schippers feminidades parias y resultan subordinadas con respecto a la feminidad hegemónica. Además agrega que la hegemonía de género no solo implica la subordinación de las mujeres frente a los hombres, sino también la subordinación de las personas trans frente a los hombres y mujeres cisgénero.

Las feminidades son ese gran otro necesario para la masculinidad hegemónica, son las chicas apuntando sus celulares y gritando de espanto ante el espíritu de cuerpo, ante la bravura que están dispuestos los varones a demostrar para confirmar que son bravos por orden natural. “La vida nos jugó una mala pasada”, dijo uno de los jóvenes acusados. “La vida” es eso que se presenta con la fuerza de lo inevitable, el guión escrito para uno, el destino natural. ¿Pero ser varón requiere siempre jugar el papel de He-man?

 

 

 

El ruido de la masculinidad cuando se quiebra

Connell también dice que el colapso histórico de la legitimidad del poder patriarcal y la emergencia de un movimiento global por la emancipación de las mujeres ha producido un contexto de crisis, alrededor del cual las masculinidades se vuelven a configurar. Surgen así feminidades y masculinidades alternativas, que son definidas por Schippers como aquellas que no perpetúan la dominación, ya que sus características y sus prácticas no implican una relación jerárquica de complementariedad entre los géneros.

Hay masculinidades que interpelan las normas y las desplazan. Por ejemplo, las masculinidades y feminidades que no se autoperciben varones ni mujeres, varones y mujeres que se sustraen a la obligatoriedad de la heterosexualidad, varones trans y mujeres trans, masculinidades lésbicas, no binarias, e incluso los varones y mujeres cis hétero que disienten y toman distancia de los mandatos. Todos estos ejemplos refieren a identidades y formas de habitar el mundo que se encuentran presentes actualmente, pero debemos tener en cuenta también aquellas que puedan surgir en el futuro. 

Entonces podemos hablar de masculinidad y masculinidades siempre en contexto y en relación a otras identidades que participan de la estructura de poder. Podemos ensayar atributos de esas masculinidades, señalar los costos de esos mandatos y trabajar en deconstruir los rasgos más nocivos. Lo que no se sigue del uso del concepto es la deriva punitiva: como es una masculinidad hegemónica es violento y merece castigo. No pueden convivir en un mismo texto una explicación de raigambre social, como el concepto “masculinidad”, y el señalamiento individual del delito como si la violencia ejercida no tuviera un fundamento social. Los comentarios a notas sobre el tema pidiendo cárcel, violación y pena de muerte a los jóvenes portadores de masculinidad es una alerta que vuelve a encenderse para recordar que feminismo no es punitivismo.

 

 

 

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Para la elaboración de este artículo fue indispensable la colaboración 
del investigador Santiago Nabaes.

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