MATO, LUEGO EXPLICO

Novena víctima fatal de la Policía de Córdoba en 2020

 

Se terminó. La estrategia de esconder los muertos por gatillo fácil en Córdoba dejó de funcionar y sacó a la luz la existencia de una fuerza policial atrofiada, bañada en casos de corrupción y sin conducción política. Una policía que sentencia a muerte en las calles y no se asume como auxiliar de la justicia.

El último hecho tuvo como víctima a Joaquín Paredes, un chico de quince años oriundo de Paso Viejo, un pueblito de 700 habitantes ubicado en el noreste de la provincia. En ese lugar el domingo pasado cinco policías cuyos análisis muestran que estaban intoxicados —habrían consumido alcohol y cocaína— se cruzaron con un grupito de niños de entre 14 y 18 años que según la policía caminaban “violando la cuarentena”. Sin explicaciones de por medio los agentes empezaron a disparar, mataron a Joaquín e hirieron a dos de sus amigos.

 

 

Un antes y un después

Hasta hace poco, cada vez que la policía cordobesa cumplía con la rutina de matar, la estrategia del poder político era perversa pero efectiva. Consistía en criminalizar a las víctimas montando tiroteos falsos y, llegado el caso, plantándoles armas a los muertos para instalar la idea de “un delincuente menos”. Con esa estrategia se apelaba al “algo habrá hecho”, una frase común en la sociedad cordobesa.

Esta táctica perversa perdió efectividad el 6 de agosto pasado cuando la víctima de la violencia policial no fue un chico de los sectores populares o del interior de la provincia sino un adolescente de 17 años, piel blanca y perteneciente a la clase media acomodada cordobesa.

El hecho marcó un antes y un después. La víctima, Valentino Blas Correas, ingresaba con cuatro amigos al centro de la capital a bordo de un Fiat Argo. Al pasar por un control policial les dispararon a mansalva. De los catorce tiros confirmados, uno dio en la espalda del joven y lo mató.

La narrativa inicial de la policía fue la de siempre: instalar la idea de un tiroteo. Pero esta vez la estrategia chocó contra la reacción de la clase media, a la que se sumaron los medios hegemónicos, muchos de cuyos periodistas conocían al padre de la víctima.

Todo se agravó cuando la policía dijo haber encontrado un arma y la vinculó con los amigos de Blas. Pocas horas después del hecho el ex policía Miguel Robles, docente universitario y ex subsecretario de Estado, fue entrevistado por Canal 12 de Córdoba y aseguró: “Muchos móviles policiales llevan armas truchas para plantar en las escenas del crimen”.

La afirmación de Robles fue rechazada rápidamente por las autoridades políticas pero el devenir de la investigación confirmó la sospecha. Las cámaras situadas en el lugar donde fusilaron a Blas Correas mostraban el momento en el que una mujer policía “plantaba” un arma trucha. Al ser interrogada por la Justicia la agente terminó contando que lo hizo obligada y dio a entender que altos jefes policiales habían planificado y ordenado que la maniobra ilegal se llevara a cabo para cubrir a los policías asesinos.

Nadie que conozca la historia policial de Córdoba pudo haberse sorprendido por el asesinato. La particularidad del caso fue que el perfil de la víctima hizo que la sociedad cordobesa, que suele mirar para otro lado, abriera los ojos. Algo similar ocurrió en la Justicia, que terminó imputando de homicidio a dos de los policías y de encubrimiento a otros once, incluidos oficiales de alto rango. Increíblemente el hecho no produjo movimientos ni en la jefatura de policía ni en los funcionarios de la cartera de seguridad.

Como si fuera poco, una investigación periodística logró determinar que uno de los imputados por el asesinato era investigado en otra causa por encubrir un abuso sexual y que pronto iba ser llevado a juicio. Gracias a favores políticos, el policía había vuelto a trabajar.

La situación motivó que la legisladora Luciana Echeverría presentara una denuncia basada en las declaraciones de Robles que nunca avanzó.

Dos meses después se produjo la muerte de Joaquín en Paso Viejo y el gobierno provincial intentó apaciguar la reacción social lanzando un absurdo “protocolo” que, entre otras cosas, prohíbe disparar a multitudes con balas de plomo.

El día de la presentación del protocolo el ministro de Seguridad Alfonso Mosquera prometió que “nunca más  volverá a ocurrir” un crimen como el de Paso Viejo. Entre el homicidio de Blas (en agosto) y el de Joaquín (el domingo pasado), Mosquera se paseó dando entrevistas en el marco de la temporada de incendios y buscando mejorar su imagen sin hablar de la policía.

El sábado el gobernador decidió finalmente cambiar la cúpula policial y nombró como nueva jefa a la Comisaria General Liliana Zárate Belletti, quien luego del crimen del pibe Correas había asumido como Directora de Seguridad de la ciudad capital.

 

 

La decisión es inútil ante una crisis que va más allá de los nombres. La nueva jefa se enfrentará a los mismos problemas que los anteriores jefes. La búsqueda del nombre apropiado tardó porque cada uno de los aspirantes tenía entre sus antecedentes violaciones al código penal. En definitiva la nueva jefa llega a proteger al ministro de seguridad —el mismo del protocolo— que podrá esconderse bajo una pollera cuando se produzca la próxima muerte.

 

 

 

 

En el interior de la institución policial, en tanto, se sabía que la decisión de desplazar al jefe Gustavo Vélez estaba tomada pero restaba saber quién sería el reemplazante. El problema es que en la búsqueda del nombre apropiado empezaron a conocerse antecedentes oscuros de gran parte del estado mayor policial.

 

 

 

Una cultura de matar y esconder

Nadie puede negar que la historia de la Policía de Córdoba está ligada a los grupos de tareas de la última dictadura. El accionar de la D2 (departamento de investigaciones) fue clave en la estructura represiva y muchos integrantes de ese organismo siguieron trabajando e inclusive formando efectivos en la fuerza durante los primeros años de la democracia.

Sin embargo en los dos casos citados en esta nota la edad promedio de los policías asesinos involucrados es de 26 años. Los jefes que los ayudaron en el encubrimiento apenas superan en promedio los 35 años. Esos datos muestran que todos ellos nacieron en democracia y se formaron mientras Unión por Córdoba, que gobierna desde 1999, estaba en el poder.

En Córdoba se habla mucho de mejorar la formación policial desconociendo que la currícula de las escuelas de policía se ha modificado y está actualizada. No es la formación sino la cultura de matar y engañar —y el aval político— lo que es necesario atacar. Hasta que no se implemente un mecanismo de control civil al accionar de los efectivos que se sume a una decisión política y judicial de no esconder más estos hechos, será imposible pensar en una policía que no sentencie a muerte en las calles.

La pregunta es cuántos muertos más va a soportar la sociedad cordobesa hasta que finalmente diga basta.

 

 

 

 

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