Me hice una vasectomía

La experiencia en primera persona de un método anticonceptivo masculino

 

Al principio todo parecía ir mal, pero al final no me arrepentí.

Hubo quien preguntó:

–Che, y… ¿no podrías quedar impotente?

Dudé, pero esperé a la consulta. Es que ya había tomado conciencia, gracias a la ola que inundó a la sociedad con un discurso distinto, acerca de lo posible de acceder gratis a una forma de anticoncepción que no descargara todas las responsabilidades sobre ellas.

Decidí poner el cuerpo y contarlo, para animar a los demás.

 

Trámites

En septiembre empecé por ir a un hospital público, a preguntar si hacían vasectomías. Hice la cola ante Informes; esquivé a los perros dormidos, fui paciente con la empleada que no supo dar respuesta y que, sin embargo, me pidió que la siguiera hasta una compañera que, con dudas, evaluó que preguntara en Urología.

–Tiene que sacar turno. Venga mañana a partir de las 7.

A esa hora había tanta gente que, cuando llegué al mostrador, se habían acabado los números.

Debí ir de nuevo, más temprano, aun cuando abren a las 8. Menos mal que me llevé el libro de un autor conocido que siempre publica 500 páginas.

Conseguí, pero debía ir en alguno de los dos días en que atiende la especialidad.

Para entonces, hice la cola. Primero pasaron los operados que iban a revisión. Luego, los que me antecedían. Todos, mayores de 65 años; algunos acompañados por sus mujeres; parados en un pasillo del ancho de tres personas mezclados con pacientes de los demás consultorios.

 

Consulta médica

Entré como tromba para no hacerles perder tiempo, con todos los certificados médicos que tenía en casa, por las dudas; luego de responder un cuestionario salí satisfecho de que sirvieran los análisis sanguíneos y el examen de corazón, pero igual faltaba algo de la sangre así que… De nuevo a madrugar, sacar turno, ir al tercer día, hacer cola a pesar de tener ya un papelito, sacar otro número e ir a la espera, más larga, dentro del Laboratorio. Me resultó sedante seguir con un libro voluminoso. Adentro, terminé rápido:

–Venga la semana próxima con este código de barras para buscar los resultados.

Nuevo turno para llevarles eso que faltaba a los urólogos:

–¿Nombre? ¿Edad? ¿Domicilio? ¿Hijos? ¿Está seguro de hacerlo?

–Pero la vez anterior ya habían anotado mis respuestas a todo eso.

Ni cinco de bola.

Preguntas repetidas, para estar seguros… Ellos. Desde mi lugar de paciente llevaba distintas inquietudes: No habíamos hablado de impotencia, ni de efectos secundarios, ni de si era reversible.

Pues, no. “Ni impotencia, ni reversible”; aunque en internet dice que la reversión no asegura que devuelva la fertilidad además de ser costosa y complicada. ¿Costosa? ¡No es reversible!

Por eso me preguntaron tres veces si estaba seguro.

–¡Mirá si después conocés a una piba de 20!

Me quedé con la sensación de que te sobran; eran cuatro, uniformados, en su terreno... Supuse que esos eran los precios de ir a un gratuito hospital porteño.

(Hasta acá no voy convenciendo a nadie de que se opere, pero debo detallarles todo aquello con lo que se encontrarán).

Se suponía que la vasectomía podía hacerse con sedante local. Incluso, en tren de joda, dudaron respecto de que hubiera anestesia.

–Me dijeron que había una cuchilla oxidada para esos casos –bromeé yo también. A ver si van a corrernos con el miedo a la castración, a esta altura.

 

A quirófano

En noviembre algunos países recuerdan el día mundial de la vasectomía. Lo hizo Venezuela en 2015; México, en 2017; Colombia lo hará en 2019. Destinan una semana a promocionar y operar. Argentina no es uno de ellos, aunque aquí es gratis por ley del 10 de agosto de 2006. Antes lo era sólo en nueve distritos o había que pagar hasta 1.000 dólares.

En la tercera semana de ese mes me telefonearon:

–… La llamada anterior no se oía. Lo operaremos mañana.

Otra vez me vi ante el pasillo apretado. Me trataron como siempre:

–¿Nombre? ¿Edad? ¿Domicilio? ¿Hijos? ¿Está seguro de hacerlo?

Menos mal que alguna vez practiqué yoga.

Me pareció correcto que repitieran que no era reversible, ni seguro dejar de cuidarme por seis meses –aun cuando no pienso abandonar los preservativos–, hasta hacer un espermograma que descartara una segunda operación. Todavía resultaba incierta la cuestión de la anestesia.

–Va a ser general.

–Me habían dicho local.

–… Bueno –se miraron–, lo hablás con el cirujano.

 

 

Me dieron a firmar papeles de aceptación que, en rigor, son coberturas ante posibles juicios; a mí y a mi acompañante, a quien le entregué celular y billetera. Me quedé con el libro, por suerte; lo necesitaría para la larga marcha.

Fui guiado por el único médico de quien supe el nombre; iba con una expresión del tipo “habrá que armarse de…” no supe si de valor o paciencia. Íbamos en busca –no se rían– de una cama.

Abandonamos el consultorio por atrás, hacia un patio; caminamos sobre senderos de ladrillos; cruzamos asfaltos internos; trepamos escaleras; nos detuvimos en pasillos; hicimos el aguante a quienes se paraban a saludar al galeno…

Paseamos por más pabellones; esperé a que el profesional entrase a una sala; leí varias páginas y, cada vez que él salía, lo seguía escaleras arriba o abajo. Por fin, llegamos adonde había asientos y pude leer un capítulo entero hasta que reapareció:

–Parece que acá sí. Vení.

Salimos, bajamos, cruzamos hasta que descendimos a un subsuelo donde me pidieron documento y si tenía obra social a la que facturarle.

Luego de esperar y firmar papeles, retomamos el tour surrealista hasta la cama.

Esperé un rato en el pasillo hasta que reapareció:

–Quedate cerca de la puerta, van a llamarte por apellido –y me tendió la mano.

Interpreté que me deseaba suerte. Lo vi esfumarse raudo a trasluz.

Leí un capítulo más y me paré a ver si había a quién preguntar, justo cuando salía un trabajador sin guardapolvo, una mujer le lloró no sé qué y él la dejó pasar:

–Que no te vean.

Entonces reparé en un timbre. Me contuve de tocar porque habían dicho que me llamarían. Suerte que una mujer tocó por mí. Siempre ellas poniendo el cuerpo. Aproveché a preguntar y me respondieron lo que ya sabía.

En algún momento cumplieron. Me llevaron a una habitación compartida; me dieron un camisolín abierto atrás para cubrirme el cuerpo que debía quedar desnudo y pidieron que me acostara. Había ido en ojotas, bermuda y camisa de manga corta. Si me van a afanar, que se lleven lo más barato, pensé, y metí todo en un cofre sin llaves detrás de la puerta.

Ya bajo la sábana, me dormí; un modo inconsciente de relajarme.

Por fin me hicieron caminar hacia el pasillo, crucé las manos por delante del lienzo azul casi transparente que te deja el culo al aire. Me acosté rápido en la camilla y salimos. Ahora sí marchaba sobre ruedas.

Después de varios recodos llegué a un helado ámbito blanco y quedé junto a una pared de vidrio detrás del cual vi una camilla paralela a una larga ventana angosta, como la de los restaurantes que conectan el comedor con la cocina. Me pasaron para el otro lado. Aunque es un modo de decir, no distaba de sentirme como un ternero. Me levantaron con la sábana, de la cual jaló el camillero de este lado, más dos de aquél. Me alejaron hasta abandonarme al lado de un tacho alto con algodones y sábanas ensangrentadas. Apunté la nariz en dirección opuesta.

Al rato, una mujer me preguntó cómo estaba.

–Con frío –¿para qué entrar en detalles?

Trajo una manta. Una chica más joven me habló con mucha simpatía:

–¿Nombre? ¿Edad? ¿Hijos? ¿Está seguro de hacerlo?

Se ve que ésta era más pícara que los varones porque ni siquiera anotaba y, además, sumó preguntas en torno a si fumaba, bebía o me drogaba.

Un corpulento de barba se presentó como “el anestesista”, sin nombre.

–Vamos a dormirte.

–No. Me dijeron que era anestesia local.

–Hummm. Hablalo con el cirujano. Igual, podés elegir; nadie puede obligarte.

Como ustedes quieren saber en qué consiste la operación, les ahorraré las discusiones. Baste decir que pensé en cuántos “pasaron para el otro lado” porque el anestesista se fue de rosca; me acordé de las noticias sobre Gerardo Billiris; y oía al obeso anónimo que no podía ofrecer más argumento que su tono apacible:

–Estás en tu derecho a negarte, eh.

Te lo dicen mientras tiritás, desnudo, junto a un balde de basura hospitalaria, rodeado de gente a la espera de que te dejes de joder y autorices de una vez así pasamos al siguiente, que andará deambulando en busca de este lugar que debés desocupar cuanto antes.

Al menos para ganar tiempo, ya había ido rasurado entre las piernas antes de bañarme. Me vi rodeado de mujeres. Estas son las que se ríen del tamaño en los pacientes –pensé–, por eso quieren dormirnos. Se sumaron más tipos. Deben ser los que festejan los chistes que el cirujano puede hacer mientras el paciente no hincha.

Una me inyectó el brazo; un segundo me preguntaba vaguedades; el anestesista me explicó que debía respirar ante una máscara transparente que cubre boca y nariz, después de lo cual me introduciría una sonda por la garganta.

–Vas a empezar a sentir como que viajás, flotás y vas a decir que estás… –buscó las palabras.

–Sí, ya sé; a decir boludeces.

El obeso de barba prolija meneó la cabeza sonriente mientras un flaco indagó por mi trabajo.

–Doy clases en la Universidad.

–¿Dónde?

(Dudé) En La Plata.

–¿Y qué das?

–Historia –Mentí; no vaya a ser cosa que tuvieran animosidad contra los periodistas.

–¿Qué parte?

–… Los ‘70 son mi especialidad.

–¡Ah, qué bien! ¿Y qué podés decirnos de esa época?

Debió ser entonces cuando empecé a hablar boludeces.

 

 

 

Una hora después

Desperté con dolor de garganta, me costaba tragar saliva. Supe que era el efecto de la sonda.

–Ahora va a la habitación; espera a que le firmen el alta y se va a su casa.

Pasé a la cama con facilidad, aunque no me hubiese animado a saltar. Quise retomar mi lectura pero apareció un ucraniano que, Biblia en mano y sin permiso, se aprestaba a convencerme de “la salvación”, como si yo aguardase ante el cadalso. Lo despedí con la urbanidad de la que fui capaz. Al menos me hizo más corta la larga espera del papeleo.

Por fin salí a la calle, el mismo viernes, a pie. Subí y bajé escaleras con normalidad. En casa, miré a cada lado de los testículos: tenía cuadraditos de vendas pegados con cinta ancha que se despegarían en cuanto me bañara. Me tomaría mi tiempo. Ese fin de semana organicé trabajo para estar sentado.

El sábado empecé a sentir una presión interna, como si quisieran inflarse. Para el domingo tenía una mancha morada en el costado derecho. El lunes fui a la revisación prevista. Debí bajarme la ropa, tenderme en la camilla y mostrar el hematoma: “Es normal”; no debía poner hielo ni nada; sólo esperar.

–No corras un maratón, pero hacé la vida de siempre.

Cuando la ducha despegó la cinta adhesiva, vi dos tajitos del ancho de un meñique.

Recién el martes me animé a tener relaciones. No iba a esperar las dos semanas que sugieren en Internet. Bien. Igual, como el dolor aumentaba cada día, caminaba despacio o subía escaleras con las piernas abiertas, como a caballo. Tenía la fantasía de que al tener anudados los conductos de esperma, algo atorado se acumulaba hasta la hinchazón, por lo que debía expulsarlo. Es tan probable que haya sido una fantasía como lo es que pueda ser compartida por más pacientes.

Al mismo tiempo, de tanto pensar en eso, aumentaba el llamado de Eros.

Aunque permanecía susceptible a cualquier roce, lo más persistente era el dolor de garganta que me dificultaba tragar sólidos. Cambié la dieta por sopas y arroz.

Todos los dolores desaparecieron a los quince días.

Pensé que entre los muchachos, se reirían; que me tratarían de “estéril” o machismos semejantes, aunque no. Debí responder si había dejado de eyacular (“nada que ver”); si acababa más (“sólo la primera vez”); si gozaba menos (“no”).

Lo único distinto que nadie consideró, ni el Dr. Google, fue el cambio de sabor.

En la ducha del club tuve que mostrar los rastros de los tajitos porque no podían creerlo. Alguno señaló que una cosa era ver por TV las marchas feministas y, otra, tratar de cerca con sus consecuencias. Preguntaron cómo me sentía.

Iba a responder que orgulloso por haber actuado en lugar de seguir hablando, pero preferí contar lo de la garganta.

–¿Pero qué te pasa con los chicos?

–Me rompen los huevos.

–¿No te gustan?

–Al contrario; cada vez que los alzo para abrazarlos o besarlos, me patean justo en esa zona. ¿Podés creer?

 

 

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