En 1985, la escritora canadiense Margaret Atwood publicó El cuento de la criada (The Handmaid's Tale), su novela más conocida. En 2017 fue adaptada para la televisión, en una serie de seis temporadas. Es un relato distópico situado en un futuro cercano: en Estados Unidos, un grupo fundamentalista cristiano logra tomar el poder invocando un supuesto golpe islámico, tan inminente como imaginario. El país pasa a llamarse República de Gilead, una teocracia que tiene como guía una versión extrema del Antiguo Testamento. Su prédica mezcla severos principios religiosos, rechazo a la democracia liberal y una supuesta defensa del medioambiente. Sus entusiastas ofrecen, además, una solución a la crisis de fertilidad que asola al mundo: el sistema de criadas, mujeres fértiles transformadas en esclavas sexuales, cuyo rol es proveer de bebes a la casta superior de la nueva sociedad: los comandantes y sus esposas. Las mujeres, incluso las esposas de los jerarcas del régimen, carecen de derechos, concentrados entre las manos de los varones.
“Como en los regímenes totalitarios –o, de hecho, en cualquier sociedad radicalmente jerarquizada–, la clase gobernante monopoliza todo lo que tenga algún valor, la elite del régimen se las arregla para repartirse las hembras fértiles como criadas”, escribió Atwood. La escritora mencionó como fuente de inspiración del horror de Gilead a la última dictadura cívico-militar: “La división entre los derechos de la mujer y los derechos humanos es una falsa dicotomía. Una de mis fuentes fue la Argentina bajo el gobierno de los generales (sic). Tantas mujeres asesinadas y sus hijos robados”.
No fue el único nexo de la novelista canadiense con nuestro país. Durante el debate por la legalización del aborto en 2018, escribió en su cuenta de Twitter –dirigiéndose a la Vicepresidenta Gabriela Michetti y haciendo referencia al colectivo Ni Una Menos–: “No les dé la espalda a miles de muertes por año por abortos ilegales. ¡Deles a las mujeres argentinas el derecho a elegir!” Frente al Congreso, centenares de militantes feministas marcharon con el uniforme de criada, en apoyo al proyecto de Interrupción Voluntaria de Embarazo (IVE).

En aquella oportunidad, la senadora y futura Vicepresidenta CFK concluyó su discurso en apoyo al aborto legal que antes rechazaba: “¡Si quieren saber quiénes me hicieron cambiar de opinión, fueron las miles y miles de chicas que se volcaron a la calle! Verlas abordar la cuestión feminista; verlas criticar, pero también describir la realidad de una sociedad patriarcal, nos debe colocar a todos en un lugar distinto. Esta ley no va a salir esta noche, pero quiero decirles a todos y a todas que no será este año, será el año que viene o el otro”. Efectivamente, la ley fue votada en 2020, durante el gobierno de Alberto Fernández.
Otra Vicepresidenta, Selina Meyer (interpretada por Julia Louis-Dreyfus en la serie Veep) propuso un argumento aún más contundente a favor de la IVE: “Si los hombres pudieran quedar embarazados, sería posible abortar en un cajero automático”.
El relato de Margaret Atwood está presentado desde la perspectiva de una de esas criadas, June Osborne (interpretada magistralmente por Elisabeth Moss, también productora de la serie y directora de varios capítulos). Seguimos la historia a través de sus pensamientos y sus recuerdos, cuando todavía vivía junto a su marido y su hija, secuestrada y entregada en adopción a un jerarca y su esposa.
El recuerdo de otra vida y el rencor por el padecimiento actual la impulsan a liderar la revuelta al régimen. El recuerdo es clave en el relato: Atwood parece situar ahí el impulso vital que requiere todo cambio. Una escena de la serie nos da una pista al respecto. Pasaron casi diez años desde el inicio de la teocracia y el comandante Lawrence, uno de los padres fundadores de Gilead, conversa en su despacho con la Tía Lydia, una de las mujeres cuyo rol es adoctrinar y controlar a las criadas. Lawrence es un personaje peculiar: pese a ser el cerebro que ideó el nuevo régimen, está consternado por lo que considera una desviación de los fanáticos religiosos. Lydia, por su lado, afirma estar satisfecha porque las nuevas reclutas, a diferencia de June, parecen cada vez más dóciles. “Claro, sólo conocieron este sistema, no recuerdan el anterior”, responde Lawrence, con una mezcla de cinismo y melancolía.
El recuerdo, para Atwood, cumple un rol fundamental en la revuelta.
En política ocurre algo similar. El recuerdo nos permite probar que existió algo diferente, que no hay un solo camino posible, como afirman en la ficción los comandantes de Gilead y, en nuestra realidad, el manual neoliberal. Pero el recuerdo es también –para retomar una gran expresión de la abogada laboralista Natalia Salvo– un terreno en disputa. Para los entusiastas de la teocracia de los comandantes, Estados Unidos era un estado fallido, que dilapidaba los recursos naturales y que, al haber olvidado los preceptos de Dios, fue castigado con la infertilidad. Para los esclavizados del régimen de Gilead, en cambio, Estados Unidos era el país de la libertad.
El recuerdo es lo que permitió que Juan D. Perón dominara la escena política argentina desde que fue derrocado en 1955 y partió al exilio, hasta que volvió al poder en 1973. Durante esos dieciocho años, el pasado fue un terreno en disputa. Y a diferencia de lo que ocurre en Gilead con las dóciles criadas jóvenes, la “juventud maravillosa”, pese a no poseer recuerdos del primer peronismo (Mario Firmenich tenía siete años en 1955), exigió apasionadamente el regreso del viejo líder.
Una componente simbólicamente potente del electorado del Presidente de los Pies de Ninfa está compuesta por jóvenes que casi no tienen recuerdos de los doce años kirchneristas. Su nexo más cercano a ese sector político es el fallido gobierno de Alberto Fernández. Al estar desconectado de aquella experiencia, ese electorado es sensible a la letanía del único camino posible que siempre nos depara el manual neoliberal. En ese sentido, la pandemia causó estragos, como explica Valeria Di Croce en El arca de Milei. La prédica de la salvación individual y el rechazo a lo colectivo (rechazo incluso en términos de recursos: “quieren vivir con la mía”) encontró ahí un terreno fértil. Dicha prédica se complementa con el descreimiento hacia los derechos. Al joven trabajador precarizado los entusiastas de la motosierra le explican que, en realidad, no tiene ninguno y que, por lo tanto, la prédica kirchnerista es una cáscara no sólo insostenible desde el punto de vista de los recursos públicos, sino también vacía de contenido. La respuesta a ese discurso tóxico debe poner el foco, en primer lugar, en que sí fue sostenible. Doce años en nuestro país equivalen a largo plazo. Pero, además, aún el trabajador precarizado recibe subsidios (al transporte y a los servicios públicos) que actúan como un salario indirecto. Salario indirecto que el actual gobierno le recorta día a día y busca eliminar por completo.
El Presidente de los Pies de Ninfa nos ofrece presentes calamitosos como paso necesario hacia futuros venturosos. Si le otorgamos treinta o cuarenta años de gobiernos ininterrumpidos, nos promete crecer a tasas chinas y acumular 50.000 millones de dólares en el Banco Central. Como suele explicar Amado Boudou: eso ya ocurrió, justamente, durante los gobiernos kirchneristas.
Según un informe del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA), desde que asumió Milei el poder de compra del Salario Mínimo, Vital y Móvil se redujo en más de una tercera parte. De eso estamos hablando.
Como June, debemos recordar y hacer recordar que otra realidad fue posible y que, por lo tanto, es posible. Y como ella, debemos usar como combustible el rencor que nos genera cada día un gobierno que se vanagloria de su propia crueldad.
Memoria y rencor, dos grandes motores de la historia.
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