Milagro y el silencio

Alrededor de Milagro —de la persona y del tema Milagro— nada atruena más que el silencio

 

 

I.

Cuando Tupac Amaru va al matadero no va solo. Además del pregonero que lo señala como tirano y traidor, lo acompañan quienes harán cumplir el dictamen.

Inmutable, también lo secunda una turba silenciosa.

Cuando cae el sable sobre el cuello del nieto de Huaina Capac, cuenta Galeano, la multitud indígena tronó: “¡Que nos maten a todos!”.

Es historia conocida, y olvidada, que el conquistador cumplió a pie y juntilla con ese pedido.

Tras haber sufrido por generaciones la desdicha y la humillación, durante la década pasada miles de jujeños tendrán casa propia, comida, salud y educación en su barrio. Esos mismos disfrutarán hasta de una pileta de dimensiones colosales en una de las provincias que más feriados tiene (los hay en honor de la Pacha Mama, en fecha de carnaval, el día de las almas, los días de Pascua) porque, entre otras buenas razones que detienen la rueda de la extracción de sangre y plusvalía del capital, sabe honrar alguito el goce como lo ha hecho el peronismo del cual Milagro Sala es uno de los ejemplos más fieles y por ende revulsivos.

Lo hecho, que es mucho como se ve, ha sido gracias a ese torbellino impetuoso llamado Milagro, una mujer que no descansa un minuto.

Como retribución, esos miles de jujeños le pagaron con la ingratitud de los campesinos bolivianos para con el Che, la misma de no pocas mujeres para con Evita, uno y otra sus referentes, además de Tupac Amaru.

Cuando a Milagro la llevan al calabozo, después de ser juzgada por quienes solo tienen odio de clase, racial, de género y mucho ánimo de revancha, al igual que cuando la trasladaron a su domicilio –cambia la forma, no el fondo: lleva encerrada la totalidad del anterior gobierno, varios meses de éste y contando–, derredor no hay grito de multitud alguna, salvo un nutrido puñado de artículos de Horacio Verbitsky y la petición hecha ante un tribunal internacional, que no son otra cosa que quejidos sordos, papeles al viento tapados por la posverdad, uno de los puntales de la posdemocracia.

No hay grito, sino silencio.

Sonoro como es todo silencio ante una injusticia.

Ese silencio le saca una autocrítica a Milagro, que es más bien un puñal aún clavado. “Fallamos en la formación de cuadros”, reconoce.

Ese silencio la atormenta porque es el del esclavo feliz que elige no pelear por la igualdad de derechos con el opresor, tan siquiera por el derecho a la subsistencia. Es el apogeo de esa “nueva servidumbre del hombre librado en la era del capitalismo total”, para decirlo con palabras de Dufour.

Ese silencio la avergüenza. No solo a ella, por supuesto.

Pero hay otro que la enorgullece y que acaso indique un camino imposible pero aconsejable.

 

 

 

II.

Fui a Jujuy a visitar a esa mujer que todo lo dio “sin pedir vuelto”, como hizo Fidel según Galeano.

Le llevé unos libros, el que escribí sobre Cambiemos y otros que me dio mi amigo y editor Ariel Pennisi: uno sobre el movimiento piquetero, otro sobre la insurgencia latinoamericana en la década del '60, otros sobre el colectivo insumiso de nuestro tiempo, los feminismos.

No fue difícil dar con ella ni ingresar a su casa. Para esto último, alcanzó con mostrar el DNI a dos policías de civil que vigilan la manzana día y noche; sabido es que a alguien tan peligroso como ella –la única que pudo construir no ya un Estado paralelo, como le achacan, sino otra concepción de Estado, que es su legado– hay que tenerlo vigilado 24/7.

Al entrar, me quedé mirando las paredes atiborradas de fotos enmarcadas, de condecoraciones por su labor social, y sobre todo, de pinturas alegóricas y adornos que señalan, en su cantidad, que lo hecho en la Tupac en pos de recuperar la identidad indígena (reimplantaron rituales, erigieron templos, marcharon por la devolución de tierras a sus verdaderos dueños) no era “de pico” sino que forma parte de su vida desde que su abuela le enseñó las raíces negadas en su familia.

Como esas estrellas de Hollywood que no aparecen en el filme sino cuando ya han pasado varias secuencias, Milagro se hacía esperar.

Si bien las secuencias iniciales de ese filme que para nosotros sería más que emotivo habían empezado antes del ingreso, al hacerlo se sucedieron otras en las que charlamos de temas de actualidad un buen rato con un actor secundario pero que milita como si fuera principal, su marido, Raúl Noro.

Finalmente ella llegó y se puso a la cabecera de la mesa. A lado y lado estamos tres jóvenes provenientes de Gessell que conforman un grupo de investigación y bregan porque se lea a Rodolfo Kush —donde sea pero que se lea—, mi compañera, con quien le hicimos una breve entrevista, un militante ya veterano casualmente también seguidor de la obra de Kush y dos jóvenes que, por el color de su piel y las facciones de sus rostros, ella reconoció como hermanos, los miró con un cariño especial y terminó por ofrecerles alojamiento así “hablamos a la noche”, donde realmente terminaría esa película ya sin nosotros, los verdaderos actores secundarios como se verá.

Hablamos de su situación, que es igual y muy distinta a la de otros encarcelados durante “el tercer gobierno radical de Macri” como llama a este período Jorge Asís. También sobre Kush, que ni aún viviendo en Maimará logró que se lea su obra en la mismísima universidad de Jujuy, un intelectual a quien paradójicamente Milagro no conoce siendo acaso una de las pocas personas que lo honra al instar a su comunidad a recuperar la identidad perdida y al hacer que todos y cada uno de nosotros advirtamos que estamos en deuda con nuestra tierra, creamos o no en la Pacha Mama, como nos reitera en la entrevista en la que habló de sus “abuelos”, los antepasados, y hasta del cine que le gusta, el minúsculo cine que nos deja ver cómo era el reino de este mundo antes de que llegue el conquistador, cine del Imperio – bien se ve, “en las grietas está Dios que acecha”: Apocalipto, Mohana y Coco son filmes que ella no se cansa de ver, nos contaba, y recomienda cada vez que puede sobre todo a los más jóvenes.

Milagro no viste como Tupac Amaru, tampoco con el colorido que hace brillar a sus “abuelos” hasta el día de hoy. “Esta es ropa prestada”, dice como pidiéndoles perdón, señalando su remera y pantalón deportivos. Poco importa cómo viste; el pasado habla en ella como puede, con retazos venidos de la cultura guaraní, mapuche y coya. En su hablar entrecruza miradas de diferentes pueblos, no solo del suyo, como si en esa hibridación dijera “no importa mi cultura sino la nuestra, que es la sepultada”; de ahí que cuando responde a una pregunta nunca usa el “yo” sino habla de “nosotros”, aludiendo a esa “comunidad organizada” –así llamó a lo hecho aludiendo a un libro que le regaló el mayor de este grupo— que no ha dejado de honrar un solo día.

Esa mujer es mala palabra. Lo es para los dueños de la tierra y sus gendarmes políticos y judiciales, lo es para la clase media que la ve como alguien molesto y perjudicial al orden (vaya si lo es), lo es para el peronismo provincial (y no solo ése, habida cuenta de cómo quedó olvidada sin muchas visitas del partido, incluido el Presidente de la Nación, hasta hoy ausente sin aviso) y para la izquierda a la que no le basta lo hecho por el pobrerío ni que cite al Che más que a Perón ni que en los tanques de agua de los barrios hechos por la Tupac se imponga, al lado de Evita y del caudillo de la mayor rebelión contra los españoles, la imagen del Che.

 

 

III.

El silencio de quienes fueron beneficiados por su labor, el silencio del Estado (ese que no pidió perdón a los pueblos originarios como sí supo pedir ante el terrorismo de Estado), el silencio del progresismo incluso (una prueba más de que reina la “Argentina blanca”, sobre todo en el progresismo) contrasta con una mujer que no se calla ante nada ni nadie.

Milagro no especula con la palabra como no lo hizo con su acción. No puede medir esa furia que se traduce en mala palabra. Cuentan que sus arengas en marchas y protestas solían ser acompañadas por estruendosas puteadas (“¡Vamos, hijos de puta!” era menos uno de sus “hits” que un índice de su ira), lo cual generaba no poco resquemor en la propia tropa, sobre todo de las personas mayores, y esparcía el rumor –¿indicio de futura traición?— de que “la Milagro es demasiado mal hablada”.

Signo de autenticidad (no es de los políticos que adecúan su lenguaje según el asesor de imagen; no podría modular un “¿Tajahí?” para adaptar a cada región) y de una ira que lejos está de apaciguarse, esa incontinencia la acompaña. En la charla que mantuvimos, cada dos o tres frases salía de su boca esa bronca hecha verbo que llamamos puteada, que nunca en ella personalizada, valga aclarar, porque, como buena líder que es, Milagro piensa en procesos no en personas.

El silencio que reivindica, del que aprende y nos exige aprender es el que estaba presente, pero no lo notábamos, en la charla que tuvimos.

Esa mañana hablamos y hablamos durante más de dos horas. Los dos jóvenes que ella había invitado a que se quedaran hasta el día siguiente nada dijeron en toda la charla. Nada. Solo miraban y uno de ellos mascaba hoja de coca.

En un momento de la entrevista Milagro dice:

Los gringos tienen que aprender a respetar nuestras ceremonias como nosotros los respetamos a ellos. El gringo siempre te pide respeto. Viene, te avasalla y te pide respeto. Siempre se cree que son más sabios que los hermanos que viven en las comunidades. Miralo a él [con la cabeza señala a uno de los jóvenes], él no te habla. ¿Y sabés por qué no te habla? No porque sea un ignorante, no porque sea un zonzo que no sabe. Sino porque el silencio es parte de la sabiduría de los pueblos originarios. Escucharlo, mirarlo al otro. Y decir lo justo y lo necesario. Y no más.

Quienes allí estábamos, incluso los que leímos y creemos que entendemos a Rodolfo Kush, nos miramos avergonzados. “Hablamos de más”, dijimos bajando los hombros.

El silencio al que alude, que no es el que precede a la reflexión y menos el que señala lo inefable, es el silencio que cobija esa sabiduría que es la memoria de las generaciones.

En tiempos del turbocapitalismo en fase zombie hacerse cargo de un pasado que entraña el lazo comunitario tanto como una espiritualidad perdida es un anatema, es meter un freno intolerable y hacer saltar por los aires la cultura del instante en que vivimos.

La propuesta es imposible. Va mucho más allá de “formar cuadros”. Implica un desafío radical: volver a mirar al otro y pensar en comunidad.

Milagro sabe que es una batalla perdida. Sabe de esas batallas, que son las únicas que vale la pena dar.

 

 

 

 

 

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