Mirar a los ojos

El virus será invisible pero que no permanezcan en la invisibilidad quienes lo padecen

 

Vivimos tiempos tan anómalos que el encierro en nuestros hogares corre el riesgo de encerrarnos en los propios problemas, haciéndonos olvidar nuestra habitual capacidad de empatía.

Y ya ni pensamos en les expatriades de esta patria íntima con techo y cuatro paredes, por exiguos que sean, que fueron encontrando su hogar en la calle. Pero para que la calle se convierta para elles en alguna manera de hogar o de patria se necesita el concurso de la sociedad en pleno. La mirada a los ojos, el reconocimiento, la solidaridad.

Mi nota del domingo anterior sobre Orlando, el que supo vivir una vida de Falcon, dio lugar a una serie de réplicas sobre las que me interesa reflexionar, recordando la presencia de habitantes de las calles semivacías. Hoy por hoy desde el gobierno de la ciudad no se encuentra una solución digna para elles, tan sólo junto con Caritas repartirles en lo posible cobijas y camperas “para cuerpear el frío”, según escuché en el noticiero. ¿Y el virus? me pregunto. Sobre eso no escuché nada.

De ahí el interés por reproducir parte del intercambio; las réplicas a la nota. Me asombra el término réplicas que acabo de escribir, como si de un terremoto se tratara. Y algo de eso hay porque la situación es sísmica. Dicho metafóricamente por estas latitudes, menos mal, nada que ver con el querido Puerto Rico que encima de la pandemia sufre sismos por partida doble: telúrica y gubernamental.

La primera devolución fue la de mi amigo Miguel quien solía acompañarme en caminatas por el bosque de Palermo (esos eran los tiempos) y más de una vez nos cruzamos con quien hoy sabemos se llama Orlando Gómez. Lo veíamos siempre con sus gatos y algún compinche, muy a sus anchas.

“Me recordó a Pechito”, escribió Miguel, “un joven que vivía con sus perros en la puerta del banco de la avenida Scalabrini Ortiz y que tampoco aceptaba ir a ningún refugio ya que el afecto de sus mascotas era más importante para él que estar bajo un techo. Y cómo se movilizaron sus vecinos el día que desapareció. Finalmente Pechito murió en un hospital por neumonía grave. Sus perros encontraron nuevo dueño. Y Pechito es recordado con una placa en la puerta del banco donde se refugiaba por las noches”.

Pechito… Adrián Alejandro Ferreiro, querido por quienes lo conocieron, respetado por los vecinos que lo consideraban uno de ellos al punto que no por falta de techo Pechito dejaba de tener televisor y radio, gracias a que alguno le proporcionaba la conexión, y de disfrutar de sus dos adorados perros. Cuando en septiembre de 2013 descubrieron su involuntaria desaparición los vecinos se levantaron en vilo, consiguieron un abogado para ir tras del gobierno de la ciudad y dar con su paradero. Paradero final, porque luego de obligada marcha por diversos refugios astrosos, lo habían encerrado en el hospital donde murió tras doce felices años de vivir en la calle.

Historias como la de Orlando, la de Pechito, recuerdan nuestra criolla solidaridad y calientan nuestro corazón entumecido por esta pandemia inconcebible. Son las historias que busco rescatar cuando el número de muertes escamotea los nombres. El virus será invisible pero que no permanezcan en la invisibilidad quienes lo padecen. Somos un país que uno a uno fue trayendo de regreso el recuerdo individualizado de los 30.000 nombres que la pasada dictadura hizo lo imposible por “desaparecer”.

En tanto símbolo de todos los olvidados de la tierra, hoy más que nunca importa acercarse a los desclasados, los nadies como alguna lo denominó Galeano. Y sofocar así los vozarrones disruptivos que no por escaso quórum dejan de resonar con fuerza, intentando minar las cualidades de hospitalidad y reconocimiento del otro que son tan nuestras. Retomando el recuerdo de aquel viejo ensayo de la periodista india comparando a los homeless de Nueva York con los de Calcuta, propongo hacer equivalente comparación entre la ciudadanía común argentina y la gringa. El drama de los norteamericanos no era la falta de limosna, era la invisibilización.  ¿Quienes miran a los ojos al desclasado, a la desvalida? ¿Quienes le reconocen su innegable humanidad?

A partir de la publicación de mi nota sobre Orlando, el debate pareció centrarse en un detalle semántico. Jorge Gaggero, padre del homónimo autor del documental aludido, difundió la nota entre sus interlocutores. Surgió un amigo común que nos escribió a ambos y tras agradecerme y felicitar a “Jorgito”, me dirigió lo siguiente:

“PD: Y si me permitís, Luisa, valga esta aclaración: a mi entender, Orlando no es un homeless, un sintecho como millones que habitan las calles de miles de ciudades del planeta, echados fuera de sus casas. Orlando, en la cultura argentina, se inscribe en la categoría del ciruja, el que no debe confundirse con el "cartonero" ya que este cirujea sistemáticamente como trabajo y luego vuelve a su hogar mientras el ciruja, sólo cuando necesita sale a buscar objetos descartados”. Y Gaggero padre descartó cualquier calificativo, tratándose de ese ser excepcional.

Aclaré que más allá de categorías me importa asociarlo con el tema mirada a los ojos vs. deshumanización. Pero pregunté por qué ciruja, por más vernáculo, es un término más digno que homeless que no por ser cipayo deja de tener su versión local, sintecho, para no usar el célebre eufemismo limpiaconciencia: “persona en situación de calle”. Al fin y al cabo Orlando, y otros como él, tienen su dignidad. Él no cirujea, se queda en su cuadra junto con su actual perra, se las arregla con lo que tiene, la gente del barrio lo ayuda.

Quizá no lo ayuden con tanto fervor como lo ayudaron a Pechito. La cuadra elegida por Orlando Gómez es mucho más desamparada, pleno Bajo Belgrano, la integran los paredones del Instituto de Rehabilitación y tiene más paredones enfrente. Alejandro “Pechito” Ferreira, en cambio, se jactaba de vivir en Scalabrini Ortiz y Santa Fe, donde era aceptado como un vecino más si bien algo exógeno. Importante sería saber cuántes hay hoy en la ciudad, y a cuántes se les mira a los ojos. Ciruja, homeless o la mar en coche (y coche en algún momento fue la palabra), amables debates de este tipo nos llevan a reflexionar. Hay muchas interacciones y casos como estos, que hablan de nuestra criolla solidaridad.

Puedo aportar otro término también muy nuestro: linyera. No nos falta linyera por mi querido Bajo Belgrano. Está Julito que desde hace décadas deambula, ensimismado, por nuestras calles. Lo saludamos cuando pasa, hay quienes logran atravesar su refunfuñada barrera y lo ayudan. La madre era lavandera en la zona, Julito desde chico supo vagar entre el bosque y las casas, muchos registros hay, hasta mi nieta Rafaela alguna vez se acercó a él para intentar armar un video sobre su vida que si bien no prosperó, le brindó la tranquilidad de saber que Julito tiene refugio en un garaje por las noches y comida nunca le falta gracias a los vecinos.

Rafaela pudo en cambio entablar conversaciones con Francisco, que en Cabildo y Juramento junto con el muñeco Chuqui vendía sus dibujos escudado tras un cartel que anunciaba su vida en la calle. Muy buenos dibujos, Rafaela los admiró y le llevó blocs especiales y lápices de colores. La solidaridad tiene matices, es proteica. Recordémoslo sobre todo cuando quienes despotrican por calles y balcones y redes sociales intentan minarla. A la solidaridad, ese sentimiento clave.

Adelante con los faroles, por lo tanto, para iluminar de la mejor manera posible estas vidas callejeras y acalladas. El distanciamiento imprescindible nos no impide mirarles  a los ojos, escuchar sus historias, además de dejarles una dádiva.

Deshumanizar al otro, la otra, por generoses que nos sintamos tirándoles limosnas, nos va deshumanizando de a poco.

Pienso con un escalofrío en cierto libro que llegó a mis manos en forma clandestina durante la última y atroz dictadura, que respondió cierta pregunta que yo venía formulándome por aquella época oscurísima: ¿de dónde salieron los torturadores, en mi país que siempre había percibido como amistoso y amable? ¿Bajo qué piedra se habían ocultado hasta entonces?

El libro venía del Brasil y se titulaba Pau de arara, nombre de una inimaginable tortura de empalamiento practicada allí durante sus años de plomo. Y traía la confesión de un militar de la época, narrando su gradual acostumbramiento a ejercer el oficio, desde su primer contacto insoportable con la tortura hasta lograr ver a la víctima tan sólo como una cosa despreciable.

Mi asociación de ideas es extrema, sin lugar a dudas, y trae a la memoria la admirable novela de Elvira Orphée La última conquista de El Ángel. Pero más allá de digresiones extemporáneas, preocupa la cosificación del otro marginado. Se produjo en nuestras calles urbanas con la creciente crisis, allá por el año 2000. Entre otras artistas, así lo entendió Anna Lisa Marjak, y en la Casona de Olivera expuso su video-instalación “La nena llora”. La encontró llorando, a la nena, desamparada en plena calle Florida. En la muestra el televisor está sumergido en un tacho lleno de bolsas de basura y la voz en off  recita sin fin. “La nena llora, dónde están todos para socorrerla, nadie la mira, todos la pisan…”.

Algo fue cambiando en el alma de les transeúntes desde entonces, y en consecuencia muches habitantes de la calle lograron no perder la suya. Así, años después, a la señora que le alcanzó un par de medias calentitas a una nena que estaba descalza y tiritando en plena calle, la nena le dijo: “Me las pongo si vos me llamás por mi nombre”.

Los nombres. Y los cuerpos.

“Los cuerpos, los cuerpos” clama la anónima voz en la muestra Yo Acuso que tuvo lugar en la Sala de los Pasos Perdidos de la Facultad de Derecho porteña el 16 de julio del año último. Fue un conmovedor proyecto de la artista plástica Lucrecia Agulla, quien la organizó invitando al anonimato, como anónimos eran (son) los modelos del evento:

“Cada hacedor desarrollará un ‘cuerpo obra’ representando libremente a un ser que duerme en la calle. Con trapos, frazadas, objetos. No se podrá reconocer ninguna parte expuesta del cuerpo”, empezaba la convocatoria.

Quienes ese día visitaron la muestra recibieron un plato de sopa a la entrada y la conmoción de un desgarrador espectáculo que reflejaba, sintetizando, la realidad de las calles cotidianas.

“Cuerpos que se resisten a dejar de ser mirados”, decía el largo y conmovedor poema que resonaba en todo el ámbito.

Tengámoslo muy en cuenta. Ahora más que nunca.

 

 

 

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