Misión posible

La periferia con aún más inflación y devaluación por las políticas monetarias duras del centro

 

Los salarios argentinos venían mal. La tremenda trompada inflacionaria del primer trimestre del corriente año fue el golpe de gracia. A los costos perturbados al alza por la salida global de la pandemia, se le sumó el conflicto Ucrania-Rusia. Dado el peso de esos dos países en los mercados mundiales de energía y alimentos, los precios de ambos están aumentando más. A su vez, suben las tasas de interés en la zona del dólar, utilizadas como herramienta antiinflacionaria. En estas circunstancias coyunturales –y también, fundamentalmente, por cuestiones estructurales–, los aumentos salariales a marcha forzada que recompongan el poder de compra de las remuneraciones de los trabajadores argentinos, además de necesarios, son posibles sin que redunden en más inflación.

Las razones de una y otra cosa se encuentran escarbando el terreno del juego del consumo en la inversión. El entrevero consumo e inversión lleva a las razones de por qué el Estado, y nadie más que el Estado, puede instrumentar un importante aumento de salarios –como el que a todas luces es necesario ahora– sin soliviantar el nivel general de precios y sin que ese factor de costo presente una tendencia a la baja. La verdadera naturaleza del salario se dilucida de tal proceso. Esa naturaleza está en las antípodas de la insufrible vulgaridad con la que lo concibe la derecha argentina.

El recorrido por la hoja de ruta trazada toma como punto de partida que en el sistema de economía de mercado nadie se puede poner a producir lo que quiera si no toma en cuenta un poder de compra preexistente. Pero como ningún poder de compra puede existir sin una producción correspondiente anterior, el sistema se encuentra forzosamente en contradicción con sus propias condiciones de existencia. No obstante, la economía de mercado no se bloquea porque la producción efectiva es constantemente inferior a la producción potencial y puede, por lo tanto, variar independientemente de esta última. Esto se traduce en la conocida trayectoria cíclica durante la cual la inversión está desafiada por una contradicción permanente entre sus estímulos y sus medios. Mientras los primeros, que dependen de la ampliación del mercado, están en lo más alto, los segundos, que dependen de la tasa de beneficio, están en lo más bajo, y viceversa. La economía de mercado no alcanza a superar esta contradicción más que durante el período de ascenso, cuando la movilización de la reserva de los factores (trabajo y capital) permite el crecimiento paralelo de los beneficios y de la masa de salarios sin incrementar proporcionalmente sus tasas. El rebote del 10% del PIB en 2021 es un claro ejemplo.

Pero todo tiene un límite y tal parece que con esta distribución del ingreso que ya era mala, y ahora está aún más arruinada por los precios internacionales en las nubes, se tocó o se está por tocar ese límite. Que el promedio del ciudadano de a pie esté corriendo la coneja significa que no se invierte lo necesario porque no hay a quien venderle. Traspasado ese límite, conviven de forma simultánea una sobreproducción con respecto a la demanda efectiva y una subproducción con respecto a la potencial, siendo la segunda la consecuencia de la primera. Por otra parte, esta subproducción constituye la medida exclusiva de la pérdida económica que resulta. Si la política económica no frena el impulso primario autónomo, este, en lugar de crear efectos secundarios que lo anulen, produce efectos secundarios que lo amplifican. Nos iríamos derecho al fondo del tacho, aunque actualmente no estemos precisamente en el paraíso.

Para que eso no pase, una economía de mercado como la argentina debería o mantener la expansión del consumo sin crecimiento del empleo –o sea, modificando la tasa de remuneración del capital y del trabajo–, o fabricar máquinas para hacer más máquinas, disociando así el sector de los medios de producción del de los bienes de consumo. La competencia impide a los empresarios hacer lo uno o lo otro: aumentar los salarios o perseguir su expansión sin aumentarlos. En consecuencia, para evitar la crisis, el Estado debe intervenir mediante una política que rehaga el poder de compra de los salarios, que no impacte en la inflación y que vigile las pulsaciones en las cuentas externas del país.

¿Misión imposible? Al contrario: totalmente factible y sin sustitutos. Para que el aumento de salarios (estamos hablando de uno fuerte, no moneditas) pase de largo de los costos, el Estado debe prestarle a las empresas a cambio de un bono bullet (se paga en la fecha de vencimiento del bono) a largo plazo, los fondos para hacerlo efectivo y durante no más de tres o cuatro meses. Las empresas estarían un cuatrimestre después de que se inició esta política, en vista del crecimiento operado, en condiciones de pagar esas nóminas salariales sin aumentar los precios y ya sin recurrir al préstamo. Además, porque el presumible golpazo hacia arriba de la producción hunde los costos por escala. La base del préstamo es lo que depositan las empresas en ANSES como cargas sociales, que al ser un porcentaje de los salarios definen el monto del crédito.

Más allá de que, si esto se pone en marcha, es de suponer que el odio gorila alcance alturas inéditas, la gente seria, preocupada por el equilibrio fiscal y cómo se financia esto, si no es muy prejuiciosa, pronto caerá en la cuenta de que –con alguna que otra fricción– la financiación monetaria del bono se paga sola por el aumento más que proporcional de la recaudación impositiva que trae el crecimiento. Hay experiencias históricas exitosas. Incluso, la reciente del gobierno, cuando sostuvo la nómina salarial privada durante la pandemia, lo cual también habla de la factibilidad de la inédita medida. A los que en nombre de la restricción externa abogan por el desempleo, este bono genera algún que otro problema. Para eso está la sustitución de importaciones y la administración del comercio. Además, estos prudentes regularmente olvidan que el enfriado de la economía que postulan avería la cuenta corriente de la balanza de pagos: salen capitales por falta de oportunidades de inversión. El bono para salarios implica el proceso inverso. Ah, por cierto, los preocupados por la competitividad de las exportaciones deben recordar que son inelásticas: la caída de la cantidad exportada es menor que el aumento de precio resultante de aumentar los salarios. Lo que no se vende afuera, se coloca adentro. Ergo: mejoran los términos del intercambio y el resultado comercial. Exactamente lo contrario a lo que sostiene una vulgaridad muy extendida y tenaz.

 

 

Importancia estratégica

La idea no es que las empresas devuelvan el principal del bono (lo va licuando la inflación), ni que paguen los eventuales intereses una vez al año, si a cambio invierten en ampliar la capacidad productiva con esas sumas. La idea es que el Estado invierta (gaste) en conseguir un bien público de capital y decisiva importancia estratégica: una sociedad igualitaria de salarios (muy) caros. Ocurre que los bajos salarios dan lugar a una transferencia de valor desde los países atrasados a los países avanzados, y esta pérdida reduce, a su vez, el potencial material de una futura mejora en sus salarios. En contraste, esto le da margen a los laburantes de los países receptores, con la necesaria potencialidad para que las concesiones de los empleadores amplíen aún más la brecha entre los salarios nacionales. Esta ampliación de la brecha empeora la desigualdad del intercambio comercial (intercambio desigual), y, eventualmente, el valor resultante transferido. Cuanto más pobre es un país, más explotado es. Y cuanto más explotado es, en más pobre se convierte. Como en las relaciones entre trabajadores y empresarios dentro de una nación, del mismo modo entre los países, la pobreza ciñe la explotación y la explotación reproduce, a través de sus efectos, su propia condición.

Las variaciones del salario expresan las fluctuaciones en las relaciones de fuerza entre las clases sociales. Esta determinación extra-económica, institucional, hace posible una diferenciación durable entre el precio y el valor de la fuerza de trabajo. Sin embargo, estas dos magnitudes continúan estando conectadas entre sí en una interacción recíproca. Un salario mayor que el valor de la fuerza de trabajo, si prevalece durante mucho tiempo, termina por conducir al alza este mismo valor, ya que el consumo extra es lo que permite que sea transformado en necesidades vitales y, por lo tanto, se lo incluye en el costo real de la reproducción de la fuerza laboral. Recíprocamente, el aumento en el valor de la fuerza de trabajo desplaza los términos de la negociación al ser un componente de la relación de poder en sí mismo. En efecto, más se aproxima el punto que –en cada época y en cada país– es considerado como el mínimo vital, mejor es la resistencia de la clase trabajadora y más fuerte el respaldo de los otros estratos sociales, mientras que la oposición de los empleadores disminuye. Por el contrario, cuanto más uno se aleja de este mismo mínimo vital, la acción sindical de los trabajadores se muestra menos eficiente, mientras que la resistencia de los empresarios se endurece más y más.

Además, y fundamentalmente, ese golpazo para arriba de las remuneraciones del trabajo lo debe dar el Estado, porque el salario es un precio político. Si se fue para abajo es por causa de la decisión política del Estado. Si debe subir, el Estado es el responsable. Las paritarias son clave para ir al salario de equilibrio, pero ese salario hoy es bajo aunque muy superior al efectivo. En otras palabras: sin las paritarias no se puede, con las paritarias no alcanza. Al respecto, cabe considerar que los precios de todas las materias primas varían muy fuertemente en el tiempo y muy poco a través del espacio. El salario, por el contrario, varía enormemente a través del espacio y muy poco en el tiempo. Esa constancia en ciertos períodos o en algunos países, una regularidad tal y un carácter unidimensional tal en el movimiento en ciertas otras épocas y otros países, son incompatibles con la determinación económica por la oferta y la demanda. Sólo un vector extra-económico (institucional) puede engendrarlo. Así la determinación de los salarios es un proceso más político que económico, dado que no hay, ni nunca hubo, una tal cosa como un mercado de trabajo, como sí creen y actúan en consonancia, los vulgares grasas de la derecha liberal argentina. La receta del desastre que proponen se llama reforma laboral.

 

 

Dureza

Ni nuestra realidad, ni la global indican que –aunque totalmente factible– esto sea fácil ni sencillo. En 2011 se alcanzó el PBI per cápita más alto de la historia argentina. En 2021 el PBI per cápita fue 12% inferior al del récord de 2011, pese a que se nos recuerda, una y otra vez, que el PIB total rebotó para arriba en 2021 en torno a poquito más del 10%, desde la abrupta caída similar por las largas vacaciones de la cuarentena 2020-21. La población argentina entre 2011 y 2021 creció algo más del 11%. O sea, en 2021 somos cuatro millones y medio de argentinos más con el producto bruto ligeramente menor al de 2011. Menos bienes para más personas y encima con una distribución del ingreso estropeada respecto a la de 2011.

El Banco Mundial, en su informe semestral de octubre de 2021 sobre Latinoamérica, titulado “Recobrar el crecimiento”, proyectó un aumento del PIB para la Argentina en 2022 de 2,6%. En el informe que le sigue, dado a conocer el jueves 7 de abril con el título “Consolidando la recuperación”, aumenta la proyección y se estima que la Argentina crecerá 3,6% en 2022, pese a que, entre los dos informes, el PIB regional cae en las proyecciones para 2022 de 2,7% a 2,3%. Misma situación ya había sido registrada por la UNCTAD, el órgano de comercio y desarrollo de la ONU, cuando el 24 de marzo pasado presentó su actualización del “Informe sobre el Comercio y el Desarrollo 2021” titulado “Descenso en tiempos de conflicto”. Por cuestiones metodológicas entre las proyecciones de uno y otro organismo, hay diferencias en los números que constatan similar tendencia. Revisa a la baja su proyección de crecimiento económico mundial para 2022 del 3,6% (dada a conocer en septiembre de 2021) al 2,6%, debido a la guerra en Ucrania y a los cambios en las políticas macroeconómicas realizados por los países en los últimos meses. En el informe original, la UNCTAD había proyectado que en 2022 el producto bruto de nuestro país crecería 2,9%. En la revisión lo eleva a 4,6%, el tercero más alto de entre los treinta y tres países enlistados que explican casi todo el producto bruto mundial. El pelotón lo encabezan Arabia Saudita y China, ambas con 4,8% de tasa de crecimiento del PIB para 2022. Sin embargo, entre los únicos cuatro países que en la revisión aumentan su tasa de crecimiento, la Argentina es el que más se va para arriba, seguido por los saudíes. Aunque se mantenga entre las cuatro más altas, China, en la revisión, declinó su tasa de crecimiento del PIB, al igual que los otros veintiocho países. Una dimensión precisa de las consecuencias de ese récord mundial se infiere desde una inescapable alternativa. O esa diferencia en los precios los captura el salario a través de retenciones o la renta de la tierra demuele, en lo que le toca, el mercado interno (como ahora) y una vez que pase el efecto pandemia-guerra combinados (de duración acotada), nos quedamos con una demanda agregada estructuralmente desinflada y con un dinámica signada por la pobreza que engendrará más pobreza. Ave pródiga, la gallina de los huevos de oro.

A todo esto, se observa que los bancos centrales de los países centrales están presionados por la inflación para endurecer la política monetaria. Ilustran esta situación el discurso pronunciado el martes en Minneapolis por Lael Brainard, miembro del directorio de la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) –quien está esperando la confirmación del Senado para convertirse en su próxima vicepresidenta– y el del director del Banco de Pagos Internacionales (BIS), el mexicano Agustín Carstens, en el Centro de Estudios Monetarios y Bancarios en Ginebra. Brainard afirmó que “es de suma importancia reducir la inflación” y señaló como guía de su política a Paul Volcker, quien al timón de la Fed endureció agresivamente la política monetaria y controló la inflación a costa de una aguda recesión. Cruzando el Atlántico, el mismo día y en consonancia, Carstens advirtió que “hay señales de que las expectativas de inflación se están desatando (y) no debemos esperar que las presiones inflacionarias disminuyan pronto”. Coincide con Brainard en que hay que enfriar fuerte la economía para sosegar la inflación.

Acerca de este panorama, en la revisión de la UNCTAD se subraya que “a medida que la Reserva Federal y otros bancos centrales de los países desarrollados endurecen sus políticas monetarias, es probable que las monedas de los países en desarrollo se devalúen aún más. El endurecimiento de las políticas en el Norte, en respuesta a los cuellos de botella del lado de la oferta, empeora el problema del aumento de los precios en los países en desarrollo. La devaluación de la moneda frente al dólar es un importante impulsor de la inflación”.

Y esto en un país irracionalmente endeudado en gran volumen, agrega presión a la inestabilidad política. Retenciones y aumentos salariales financiados por el Estado, en medio de una alta inflación interna, exacerbada por la internacional que debe ser doblegada, es el gran desafío a la conciencia política argentina. ¿Estará a la altura de la circunstancias?

 

 

 

 

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