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Mafia y fascismo en Italia y la Argentina

 

 

Vidas paralelas

“El fascismo pretendía ser una fuerza de regeneración moral”. Esta oración integra una fascinante investigación del historiador inglés Christopher Duggan, La mafia durante il fascismo (1986). En las circularidades y duplicidades de la historia, regeneración muta en superioridad y Milei “interpela por la superioridad moral que se arrogó” (Luciana Vázquez, 22/8/23). El fascismo —sostenía Francesco Ercole, ministro de Educación Nacional de Mussolini— representa “la fe en la Nación” y asume como premisa la libertad del individuo para tender a la grandeza de Italia, en cuyas fastuosidades retumba la memoria imperial. La Libertad Avanza propone “el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo” (un individuo), “la libertad y la propiedad privada” (Plataforma electoral nacional 2023). Objetivo: “Volver a ser el país pujante que éramos al comienzo del año 1900”. Volver al pasado de la gran Argentina nacional oligárquica. Aquí no es posible remontarse a ningún fasto imperial, se apela, pues, a opacidades tardocoloniales.

“La idea, y el comportamiento consiguiente, que el primer fascismo tuvo hacia la mafia se puede resumir con una especie de silogismo: al fascismo le resulta difícil surgir allí donde el socialismo es débil; en Sicilia la mafia impidió que el socialismo se fortaleciera: la mafia ya es fascismo. No es una idea infundada, evidentemente: sólo que era necesario incorporar a la mafia en el fascismo”. Este pasaje fue escrito por uno de los grandes escritores del Novecento italiano, Leonardo Sciascia, “I professionisti dell’antimafia” (Il corriere della Sera, 10/1/87). Dos cuestiones son relevantes para traer al debate público nuestro. Que la mafia ya es fascismo. Que el fascismo encuentra serias dificultades para surgir allí donde la emancipación —digamos, en nuestro caso— es débil.

En la Argentina, la emancipación no está en su momento de mayor lustre y, sin embargo, no declina. Su corazón sigue latiendo. Sabemos por qué. Ha optado por la retaguardia y una intervención propia de la tensa andadura del suspenso. Son modos de la política, de lo político y de la lucha para resguardar una apuesta popular igualitaria, a través de la constitución de un nuevo frentismo. Su corazón sigue latiendo también en la cultura del trabajo del campo nacional y popular, cuyos reflejos, incluso ralentizados últimamente, siguen pulsando. Y puesto que la emancipación es irrevocable, del estado de ánimo de la pandemia surgió, improvisa, la bronca. El león —felino emparentado con la mascota casera— sintió la angustia de esa ley que le mandaba no moverse; junto con sus contramaestres coqueteó un poder excepcional, una excepcional libertad. Volvió a reactivarse la fascinación del fascismo: “El público tiende mayoritariamente a creer a quienes dan una formulación de las ideas que reflejan los prejuicios populares del momento” (Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad, 1994). Sólo lxs distraídxs no lo entienden, por leer la historia política literalmente —sin atender a duplicaciones y circularidades— y porque a diferencia de aquel, este no es calvo.

 

 

Anticasta y exterminio

Luego de la marcha sobre Roma (octubre de 1922), un fascista de Palermo, Mario Celentano, escribió un artículo en la Gazzetta commerciale del Mezzogiorno: “Debemos barrer todo un pasado. […] Debemos luchar encarnizadamente contra todos los hombres del pasado y del presente, porque sólo ellos son responsables de nuestras infelices condiciones, porque nunca se han preocupado de otra cosa que no fueran sus intereses personales y de los de sus turbias clientelas” (20/12/1922). Esta campaña contra las viejas clientelas políticas se expresaba como un antagonismo con la mafia. En 1925, el secretario del Partito Nazionale Fascista, Roberto Farinacci, decía: “Nuestra política debe estar en contra de todos los partidos” (Un periodo aureo del Partito Nazionale Fascista, 1927). Estos ejemplos demuestran cómo el fascismo elabora desde siempre un discurso “anticasta”, por un lado. Se trata de un relato que antagoniza con todo lo que no se es. Históricamente, se organiza en función de una superioridad moral, encarnada en el propio fascismo. Los fascistas niegan todo lo que no son. En esta serie deben ser ubicadas las molotov “olvidadas” en la noche del martes pasado en una sede del PCA, en la calle Callao, apoyadas sobre las baldosas de la memoria que conmemoran a lxs desaparecidxs de esa organización. Aparecieron el día en que en la Legislatura se organizó una reivindicación de genocidas, de asesinos de Estado, convocada por la candidata a vicepresidenta de Milei: Villarruel. La reivindicación de asesinos no es una opinión sobre exterminios y genocidios, sino la continuidad de esos crímenes bajo otras formas, contenidas ahora dentro de los rangos democráticos (Alejandro Kaufman, “El negacionismo no es una opinión, sino un crimen, 25/4/2022). Debe, por lo tanto, ser radicalmente rechazada.

Por el otro, los ejemplos citados demuestran también cómo el fascismo propone un curso exterminador. Sólo es posible determinar rasgos recurrentes en las diversas experiencias límite a partir de referencias históricas (o testimoniales), que concurren en el acervo documental de lo acontecido.

 

Arremetida defensa

El fascismo es un poder que emana de una plenitud dual contradictoria. De esto desciende que la arremetida contra la mafia significó —a la vez— su defensa. En junio de 1924, un escuadrón fascista comandado por Amerigo Dumuni asesinó a Giacomo Matteotti, secretario del Partito Socialista Unitario y diputado del Reino de Italia. Un año después, ese nombre retumbó en el teatro Colón. El fascismo en la Argentina había organizado una celebración con motivo del 25º aniversario de la llegada al trono de Vittorio Emanuele III. Las batutas iniciales del himno de Mameli fueron acompañadas por “Assassini! Ladri! Viva Matteotti!”. Mientras, Severino Di Giovanni hacía llover panfletos desde el gallinero. Matteotti se había vuelto blanco de los temores de un orden político lóbrego.

En Sicilia, el asesinato de Matteotti implicó una polarización de fuerzas, que además tuvo un complemento económico, pues el fascismo sostenía malamente el comercio de cítricos, una de las fuentes principales de riqueza de la isla y mecanismo de acumulación originaria del poder mafioso. Con motivo de las elecciones de 1924, en Palermo, para zafar de la polarización, el fascio local hizo lugar en sus listas a un número conspicuo de “fiancheggiatori”: eufemismo que bautizaba como “laderos” a quienes en verdad eran mafiosos: “En la lista de gobierno había siete ‘boss’ públicamente reconocidos, que aún estaban siendo juzgados por ‘asociación criminal’” (Duggan, p. 38). El empalme entre poderes dispuestos en forma de quiasmo lo había señalado Achille Starace, otro secretario del Partito Fascista. En noviembre de 1922, le envió una instrucción al secretario del fascio de Sciacca (provincia de Agrigento): “La Maffia está dispuesta a pasarse a nuestro bando con armas y bártulos, pero debemos dejarla tranquila” (Duggan, p. 17). Ya sobre los primeros años de la década de 1920 vemos que la mafia era más que su dimensión criminal. La mafia es un poder criminal (solo en parte) que se expande a la política y el fascismo es un poder político (solo en parte) que se expande a lo criminal.

 

Prefetto di Ferro

En esta serie de la dualidad contradictoria, en el bienio 1926-27, Mussolini expresó el deseo de depurar las filas del PNF de los elementos “extremistas e indisciplinados” (que en Sicilia eran los mafiosos) para reconfigurarlo sobre bases aún más —parece un chiste— conservadoras. El encargado de esa depuración fue Cesare Mori. Antes de recibir la instrucción de luchar contra la mafia, Mori había llevado adelante una campaña contra los desertores de la Primera Guerra Mundial, devenidos bandidos. En un año concretó 13.000 arrestos, que le valieron una reputación, motivo de su promoción a comisario y, luego, a prefecto (Aristide Spanò, Faccia a faccia con la Mafia, 1978). Además de los desertores, los veteranos de guerra (400.000 sicilianos habían servido en el ejército), que regresaron a Sicilia, desacostumbrados a la cultura del trabajo y con ganas de enriquecerse rápidamente, configuraron una “nueva mafia” que se contraponía a la vieja (Giuseppe Guido Loschiavo, 100 anni di Mafia, 1962). Esta situación para Mori constituyó un problema crucial: ¿quiénes eran los mafiosos a depurar?

El “Prefecto de hierro” identificó como blanco a distintas facciones mafiosas que en la isla se habían alineado con el fascismo. Su política consistió en discriminar las altas capas mafiosas, la “vieja mafia” (con un perfil criminal-político-empresarial) de las más bajas, la “nueva mafia”, que tenía un perfil criminal-militar: “La mafia joven esquivaba y despreciaba la protección de los políticos porque consideraba su fusil una garantía mejor” (Gaetano Falzone, Storia della mafia, 1975). En sus memorias, Mori distinguía entre mafia y mala vida: “En el ejército del malvivir, la mala vida representa la tropa, la mafia, el estado mayor” (Con la mafia ai ferri corti, 1932, pp. 78-79). Se ocupó entonces de “perseguir” a la mala vida, la “mafia giovane”, las capas inferiores de una asociación compleja, a través de operaciones de policía espectaculares, con vistas a exhibir el poder del Estado fascista. A esas gestualidades securitarias, le seguían juicios masivos, pensados en clave de propaganda. Moraleja: esta campaña demuestra que el fascismo es gattopardista: “todo debe cambiar para que nada cambie”. Concepción que remite al novelón de Tomasi di Lampedusa —Il Gattopardo (1958)— y a una práctica política de quien es favorable a cambios menos reales que aparentes para no comprometer el poder y los privilegios de clase. (Tener presente en la Argentina; Milei es la actualización de Macri: retoma y amplía.)

“La proclama de Mussolini de que la mafia había sido derrotada no era más que retórica. El cambio principal consistió, en realidad, en la prohibición del término ‘mafia’. Sólo en este sentido ‘desapareció’ el problema y pareció resolverse. La negativa del gobierno a cualquier debate público sobre la criminalidad les proporcionó a los mafiosos un escudo para seguir practicando sus viejas formas de violencia privada” (Duggan, p. XII).

 

Violencia

Mafia y fascismo responden a un mismo principio cognitivo y organizacional: empalman ideas y acciones contradictorias. Responden, además, a pautas de comportamiento y valores relacionados con el ejercicio de la violencia privada. La demonización del trabajo científico, de parte de Milei, y su violencia discursiva (acompañada frecuentemente por fugaces instantes empáticos: a lo Violencia Rivas, de Capusotto) implicó que en La Plata dos becarias que viajaban en un vehículo con los logos del CONICET y la UNLP fueran amenazadas por un hombre a lo largo de varias cuadras; y que una investigadora de Mar del Plata fuera amenazada por tres hombres que pescaban mientras ella llevaba a cabo un trabajo de campo en las adyacencias del Faro Querandí. Apenas algunas muestras de violencia privada habilitada por un mecanismo discursivo.

Mafia y fascismo son infortunios nihilistas, arrojados contra su otredad social y política, sea el kirchnenismo o la “casta”. Un rasgo decisivo entre el discurso público de Macri y de Milei consiste en otorgar —respectivamente—, con fácil prodigalidad, las palabras mafia y fascismo a sus antagonistas, como medio para llevar a cabo venganzas, desahogar rencores, devaluar energías, aplastar iniciativas. Se trata de la lógica de la negación o del espejo invertido que —tanto en un caso, como en otro— puede frasearse de este modo: no soy yo, son lxs otrxs. Y mirando aún de más cerca, es posible hablar de proyección: hablan de mafia y fascismo porque ellos son la mafia y el fascismo. Conocemos ese mecanismo, identificado también en Sinceramente. Se trata de una intervención sobre el presente histórico-social que consiste en activar una transferencia de su identidad política profunda a sus antagonistas para, así, borrar la condición propia y reescribirla. Poder es también la facultad de influir en la manera en la que se nos percibe. Por eso mismo pueden asignarse la categoría de republicanos o libertarios, sin serlo. De este modo, forjan una realidad cognitiva paralela y alterna en la que la reactividad social que deberían recibir ellos es redirigida contra el sujeto colectivo de su desprecio. El sujeto fascista y el sujeto mafioso extenúan la realidad y capturan las acciones emancipatorias tendientes a detenerlos. No nos dan tregua, al punto de que se vuelve difícil objetivarlos.

Estas cuestiones postulan una simetría y una concurrencia: la mafia ya es fascismo y el fascismo ya es mafia. ¿Milei es Macri? Pregunta, incertidumbre, hipótesis. Incluso en Peaky Blinders se escenifica el empalme entre un fascista como Oswald Mosley y un mafioso como Thomas Shelby. La simetría que proponemos, además de la historización anterior se apoya en tres postulados: las declaraciones de Milei acerca de que la mafia es preferible al Estado; en que Macri tendría un rol destacado en su eventual gobierno —cumpliría la función de “súper embajador” para abrir mercados—; y, por último, en la frase de Macri: “Si no gobiernan ellos (el peronismo), ni nosotros (JxC), gobernaremos nosotros a través de Javier. Lo importante es el fin del populismo” (Leandro Renou, “Macri ya vende que gobernará vía Milei”, 20/8/2023).

Las mafias abren nuevos mercados activando su herramienta nuclear: la violencia. Para las mafias —como también para el fascismo— la violencia (y sus formas) son un factor ordenador y de regulación social. La violencia es el elemento central sobre el cual se monta la ideología de esos poderes. Para ellos no todos son iguales. Están aquellos capaces de ejercer violencia, de dominarla, refinarla y convertirla en un método confiable de poder, de orden, y de regulación de la sociedad. Estos sujetos integran una élite. Más allá, están lxs débiles: lxs exterminables. Y para antagonizar con la emancipación pretenden configuran un bloque social constituido libidinalmente con la promesa de la dolarización.

 

 

 

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