Morir de tristeza

Mañana harán 10 años de la partida de Eduardo Kimel, el periodista que investigó el crimen de los palotinos

 

Diez años atrás, un 10 de febrero, murió Eduardo Kimel, el periodista que apenas pudo saborear la despenalización de los delitos de calumnias e injurias en casos de interés público. Había batallado como quijote casi una década contra un fallo de la Corte Suprema menemista que le impidió salir del país, lo multó con 20.000 dólares y lo penó a un año de prisión.

El proceso judicial le quitó las ganas de seguir haciendo investigación y, durante ese tiempo, se dedicó a la docencia en una escuela de periodismo, escribió en la sección Cultura del diario Tiempos del Mundo, en Internacionales de Télam e información latinoamericana en la agencia alemana DPA. También condujo un programa en la radio de las Madres y lo puso muy contento hacer prensa del III Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Rosario en 2004.

Era un divulgador por excelencia de películas y libros. Tenía buen humor, algo de cabrón y polemista. Amaba a su compañera, Griselda, diseñadora gráfica, a la que conoció en la militancia política de izquierda en los ’70. “Si tenemos ganas de irnos a cualquier lado de un día para otro, nos vamos. Eso es lo que más me gusta de la vida con ella”, contó una vez.

Kimel fue tenaz: apeló el fallo de la Corte hasta la CIDH (Corte Interamericana de Derechos Humanos), patrocinado por el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales). Su objetivo había sido esclarecer en el libro La Masacre de San Patricio el crimen de cinco curas palotinos en julio de 1976, en la casa parroquial de la iglesia de San Patricio, en el barrio de Belgrano.

“La causa judicial por el asesinato de los palotinos fue tomada desde el inicio por el juez federal Guillermo Rivarola”, dice Kimel en uno de los capítulos. “La lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta: ¿se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios?”

La Policía Federal se había encargado de atribuir el atentado a la guerrilla de izquierda, una hipótesis fangosa. Entre los palotinos se condenaba a la dictadura y se hablaba en homilías de vincularse a pobres y obreros.

A partir de las contradicciones en los testimonios recogidos por el juez, Kimel interpretó una serie de indicios y concluyó que la masacre había saldado una disputa entre palomas y halcones en el seno de las Fuerzas Armadas.

Enrolado en las filas de militares legalistas, el jefe de la Polícia Federal en 1976, general Arturo Corbetta, se había negado a la caza indiscriminada de brujas en busca de los autores del atentado en la Superintendencia de Seguridad Federal. En pocas horas le plantaron 16 muertos en presuntos hechos delictivos y después el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, lo echó.

“El juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”, escribió Kimel en su libro, publicado en 1989.

Ese párrafo motivó al juez Rivarola a impulsar una causa por calumnias e injurias que llegó a la Corte Suprema. En diciembre de 1998, el máximo tribunal ordenó dictar una nueva sentencia que revocara la absolución que la Cámara de Apelaciones había determinado sobre el periodista.

La mayoría automática adjudicó a Kimel dolo y falsedad, tendientes a desacreditar a Rivarola. Los magistrados Alfredo Barbarosch y Carlos Gerome de la Cámara de Apelaciones acataron el fallo y confirmaron la condena de la jueza de primera instancia, Ángela Braidot.

Kimel y el CELS recurrieron entonces a la CIDH, que en 2008 le exigió al Estado argentino que dejara sin efecto la condena en su contra, lo indemnizara con 30.000 dólares, lo reconociera públicamente y modificara su legislación.

“En sociedades democráticas, los funcionarios se exponen voluntariamente al escrutinio y la crítica”, sostuvo la CIDH. “La afectación a la libertad de expresión fue manifiestamente desproporcionada, por excesiva, en relación con la alegada afectación del derecho a la honra”, agregó.

Siguiendo sus recomendaciones, el Congreso Nacional sancionó en octubre de 2009 la ley que despenaliza los delitos de calumnias e injurias cuando se trata de casos de interés público. A esa ley se la denominó “Kimel”.

Un domingo posterior lo pasé a buscar y fuimos a comer la última pizza juntos. Rengueaba, como siempre desde que lo conocí, cada vez más desde la muerte reciente de Griselda. Un año después la Cámara Nacional de Casación Penal dejó sin efecto la sentencia en su contra. Pero Kimel ya había partido. Creo que murió de tristeza.

 

 

 

 

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