Una resolución del Ministerio de Seguridad de la Nación puso en marcha el programa “Tenencia Express” con el objetivo de agilizar la obtención de permisos para la portación de armas de fuego. Entre las novedades que introduce la medida encontramos la automatización para contar con su autorización a través de una plataforma digital que ya está disponible en Internet; la eliminación, para los talleres de armas y municiones, así como para los comerciantes minoristas y mayoristas que operan en el rubro, de la obligatoriedad de contar con habilitaciones municipales especiales y la inscripción previa ante la ANMaC (Agencia Nacional de Materiales Controlados); la posibilidad de que los usuarios gestionen la adquisición de armamento a través de una Tarjeta de Consumo de Municiones; y la habilitación para que las fuerzas de seguridad puedan reutilizar las armas que ellas mismas decomisan en sus operativos. Tampoco las entidades de tiro requerirán de habilitaciones locales para poder operar en cada ciudad. Es decir, una medida destinada a blanquear las costumbres ilegales de usuarios, fabricantes, comerciantes y policías.
La ostentación
Se ha alegado que un vecino armado es un vecino alerta, un vecino que cuida a los otros vecinos. Los defensores de la libre portación de armas llamaron a esto “efecto red”: los que usan armas terminan protegiendo a los vecinos que no las usan.
Para el especialista brasilero Luciano Bueno, esto no solo no existe, sino que se da el efecto contrario. Y es así porque, “sabiendo que puede haber armas en esos domicilios, el asaltante, antes que robar, trata de inmovilizar a las víctimas con heridas de muerte”. No es casual que uno de los objetivos de las entraderas sean las armas de fuego.
Un estudio comparativo realizado en la Universidad de Maryland, Estados Unidos, sobre 50.000 familias asaltadas, concluye que “en general los asaltantes no se intimidarán ni siquiera un poco frente a víctimas armadas”. Otra vieja investigación comparativa de 50 ciudades de los Estados Unidos, realizada por Cook P.J. y publicada en Policy Studie Review Annual en 1979, asegura que “cuando los ladrones saben que tenemos armas en casa, ellos tienden a disparar primero y a preguntar después, de forma a evitar que reaccionemos”.
Otra investigación del FBI reveló que tasas altas de tenencias de armas generan un incremento de 3 a 7% en la probabilidad de que las viviendas sean asaltadas. “Una de las razones puede ser que las armas constituyen un bien valioso a ser robado. Apoya esa teoría el hecho de que en el 14% de los asaltos domiciliarios, en la casa donde fue robada un arma, ese fue el único bien robado” (Antonio Bandeira y Josephine Bougois; Armas de fuego: ¿Protección? ¿O riesgo?, Foro Parlamentario, Río de Janeiro, 2006).
De modo que, lejos de alejar a los asaltantes, puede contribuir a atraerlos. Es decir, si los vecinos y comerciantes están armados, es muy probable que la persona que salga a robar vaya con armas de fuego; también que ahora no solo ostentará el arma, sino que no dudará en usarla contra la víctima del robo. Un uso que ya no puede cargarse a la cuenta de la razón instrumental. Porque la violencia agregada al delito predatorio contemporáneo es una violencia emotiva, vinculada también a las pasiones bajas, sea el resentimiento, la envidia o el odio.
La escalada
Contrariamente a lo que se supone, lejos de traer seguridad a sus portadores, la tenencia recrea las condiciones para que se sientan más inseguros. Un arma en la casa no solo es una atracción extra para los escruches, sino que introduce una bomba de tiempo en cada hogar.
Una casa con armas no solo aumenta los riesgos de accidentes sino los crímenes de motivación banal entre personas conocidas. Antes, los amigos o vecinos se agarraban a los gritos o a las piñas; ahora, puesto que hay un arma en la casa, representa un estímulo para tramitar el malentendido a los tiros. Es recordado el caso del anciano que usó un arma de fuego contra un vecino en las últimas navidades para que bajase el volumen de la música que no lo dejaba dormir. La gran mayoría de los homicidios intencionales en el país no se los llevan los homicidios en ocasión de robo sino las peleas o riñas entre personas que se conocen entre sí, viven en el mismo barrio y tienen conflictos previos.
El arma de fuego es un elemento que puede contribuir a escalar los conflictos a los extremos. Lejos de enfriarlos, puede recalentarlos y, está visto, poner las cosas en un lugar irreversible.
Pero también, las armas suelen ser la mejor forma de tramitar la tristeza que tienen los hijos o hijas que saben que papá o mamá, o los abuelos, guardan un arma en el placar o la mesita de al lado de la cama. Un arma con la que seguramente los adultos han alardeado delante de sus hijos o nietos durante una discusión familiar desencadenada por una noticia que llegó a través de los rumores del barrio o los informes que vieron por televisión.
En una sociedad como la nuestra, donde los suicidios continúan aumentando, la portación de armas debería llamarnos a la reflexión. No hay ansiolítico que desactive una cabeza gatillada. Un arma en casa, como dijo Jean Amery, es una forma de “levantar la mano sobre uno mismo”.
La atracción
¿Quién nos enseñó que las armas son sinónimo de seguridad? Propongo el siguiente ejercicio: cuando vamos a un banco privado, una casa de electrodomésticos o un shopping nos vamos a encontrar no solo con montones de cámaras de videovigilancia, sino con el consabido personal de seguridad privada. Si se observa bien, no están armados, solo llevan consigo una radio para comunicarse con la central policial o sus compañeros. Y sin embargo, los visitantes de esos espacios nunca se sentirán desguarnecidos, inseguros o presos de pánico.
Más aún, ¿quién nos enseñó que un policía armado en la vía pública es sinónimo de seguridad? A veces les digo a mis alumnos, a modo de provocación, que imaginemos la siguiente escena (conste que no es una hipótesis descabellada, pues seguramente los lectores recordarán noticias parecidas): un ladrón sale corriendo de un comercio del centro. El vendedor sale a la calle a los gritos pidiendo ayuda o activa la alarma que pone en aviso al policía de la esquina, que también lo ve salir corriendo. Pregunta: ¿Qué hará ese policía? ¿Desenfundará y apuntará con el arma a un blanco móvil que tiene como telón de fondo cien o más personas? Lo más probable es que falle en el intento, y en ese caso no solo puede haberle costado la vida a otras personas, sino que lo más probable es que se quede sin laburo, con el riesgo de ir a prisión una temporada. Las ejecuciones de este tipo son una manera de desautorizar a la justicia, de mandar al tacho la república que dicen defender.
Un eterno candidato, muy demagógicamente, jugando con la desgracia ajena, dijo sin pensar: “Un policía sin armas más que un policía es un boys souts”. Hay muchas experiencias en el Norte Global que tanto se cita a la hora de abordar estos temas, donde la policía de visibilidad es una policía desarmada. Las armas siempre llegan en patrullero y, a veces, hasta están guardadas en una guantera que tiene un código que solo habilitará la central de policía dependiendo del caso que se está informando, y solo para ser usada siguiendo estrictos protocolos que salvaguarden la vida de todas las personas involucradas.
La tentación
Las armas son otra marca de la época, junto a las motosierras. Otro fetiche que pone a las interacciones sociales en lugares cada vez más difíciles. Ya no se trata de saber “cómo podemos vivir juntos” sino cómo podemos cuidarnos del otro que tenemos al lado. El otro ya no es considerado un prójimo que necesita de nuestra hospitalidad, sino un extraño que merece toda nuestra hostilidad.
Una sociedad con armas de fuego es una sociedad tentada a usarlas. Más aún cuando la vecinocracia, tomada por las pasiones bajas, que decidió guardar el odio en el tiempo, está dispuesta a pasar a la acción para ejercer “justicia por mano propia”. Una sociedad armada, entonces, es una sociedad con un arma gatillada.
Uno de los últimos libros que publico Paul Auster junto al fotógrafo Spencer Ostrander, en 2023, se llama Un país bañando en sangre. Dice Auster: “La gente mata a los tiros a otra gente precisamente porque tiene armas de fuego, y la gente se suicida con armas de fuego porque las tiene, y cuantas más armas haya en venta y más gente haya para comprarlas, más gente se suicidará y matará a otros con armas de fuego. No se trata de una declaración moral o política: es una simple cuestión aritmética. Distribúyanse cajas de fósforos a veinte niños pequeños en una fiesta de cumpleaños, y lo más probable es que la casa se haya reducida a cenizas antes de que acabe la celebración”.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
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