El movimiento obrero frente al neoliberalismo

Hace falta una capacidad y decisión de actuar a la altura de las circunstancias

 

De dónde partimos

El universo sindical argentino actual ofrece una diáspora que no es novedosa por ser tal, toda vez que una rápida retrospectiva histórica aún desde mediados del siglo XX —con lo que significó la irrupción del peronismo en ese ámbito— ofrece numerosos ejemplos de divisiones entre distintos sectores gremiales en todos sus niveles, incluso en sus representaciones confederales.

Sí brinda el presente una cierta peculiaridad, porque tal situación se verifica luego de más de doce años de políticas activas del Estado que tuvieron por destinatarios y principales beneficiarios a los trabajadores y a sus organizaciones sindicales, que crecieron —como nunca hasta entonces— tanto en cantidad de afiliados como en el número de representados, teniendo en cuenta que nueve de cada diez de los más de seis millones de nuevos puestos de trabajo fueron empleos registrados y, por consiguiente, inevitablemente convencionados como sindicalizables.

Sin embargo, la paradoja aparente no puede prescindir para su interpretación de algunos datos adicionales que brinda ese extenso período iniciado el 25 de mayo de 2003.

La proactividad de las políticas públicas, como la accesibilidad de los dirigentes gremiales a los despachos de los funcionarios de gobierno en toda su escala, comprendidas las más altas investiduras ministeriales, relegó —por delegación en el Estado— buena parte de las tareas reivindicativas típicas de los gremios y desmovilizó a las bases obreras por la falta de —o innecesaria— acción de los sindicatos. Las disputas que se verificaron, cuanto menos hasta el año 2013, se limitaron a obtener algún punto más en las paritarias o alguna ventaja adicional en el posicionamiento personal o sectorial.

Faltó desde el gobierno un proyecto político para el movimiento obrero, una definición clara del lugar que debía ocupar en el desarrollo de las transformaciones profundas que se enunciaban y, sin duda, se proponía alcanzar para la consolidación de un Estado Social de Derecho, Popular, Nacional e Inclusivo.

Pero esa omisión no exime la ausencia ostensible de un proyecto político del propio movimiento obrero, cuanto menos de los sectores mayoritarios e identificados con el gobierno, en el cual se definiera el modelo de país que se pretendía construir y el rol e injerencia en el plano político —no meramente gremial— que entendiera le correspondía.

Hasta el año 2015 no hubo declaración ni programa sindical que pudiera considerarse asimilable a las históricas proclamas de La Falda (1957), Huerta Grande (1962), la CGT de los Argentinos (1968) y los 26 Puntos de la CGT (1985). En todas ellas se definían principios, valores y convicciones que independientemente de las particulares coyunturas indicaban una permanente y profunda consustanciación con un pensamiento nacional de raíz obrera y popular, emergente de la experiencia política y sindical impulsada en los casi diez años de gobierno de Perón, y sostenido en el tiempo más allá  de los efectos devastadores del golpe de estado de 1955.

 

Exigencias singulares

No dejan de ser curiosas las singulares exigencias que desde diversas perspectivas ideológicas se le formulan a los sindicatos, tanto en orden a conductas de sus dirigentes —de un abstracto idealismo exento de ambiciones personales—, a la limitación temporal del desempeño en sus cargos gremiales o un democratismo sindical inspirado en postulados que prescinden de las peculiaridades del fenómeno gremial como de las particularidades del modelo vigente en Argentina.

Requerimientos que no se le reclaman en general, y nunca con similar intensidad, a otras organizaciones de la sociedad civil (clubes, asociaciones y federaciones patronales, sociedades de fomento y mutuales, agrupaciones políticas o estudiantiles), ni tampoco a sus dirigentes.

No se trata de menoscabar la importancia de la democracia interna en cuanto a participación efectiva de los miembros de la asociación gremial, sino de advertir que aquella es tributaria de los aspectos fundamentales de la libertad sindical (capacidad de representación, de negociación y de conflicto) para la defensa de intereses homogéneos en la pugna inexorable y permanente entre el Capital y el Trabajo. Para lo cual debe primar el criterio de concentración ligado directamente a la estructura de la organización, en donde —lejos de un idealizado basismo gremial— debe fortalecerse la vinculación entre los órganos de representación en los centros de trabajo y la dirección del sindicato, pero reconociéndole preeminencia a éste en el diseño de la acción sindical.

 

¿Alcanza con la unidad en la acción?

La ausencia de consensos sustanciales, favorecida por la carencia de un marco programático claro que se enmarque en un proyecto político propio sustentable y convocante a otros sectores de la sociedad, han limitado las propuestas a la denominada unidad en la acción.

Dicho esto sin restarle trascendencia a una decisión semejante que ha dado claras pruebas de su efectividad en las jornadas de protesta de diciembre de 2017, a pesar de la ausencia de representaciones gremiales supuestamente comprometidas en esas convocatorias y a las defecciones clásicas de ciertos dirigentes sindicales que, repasando sus historias personales, no puede sorprender a nadie. Lo cierto es que parece insuficiente para constituirse el Movimiento Obrero en el eje de una política de oposición a un gobierno que, con sus políticas neoliberales, pretende —y persigue— ser la expresión más cruda del capitalismo salvaje. En verdad, la expresión del capitalismo a secas, si advertimos que el tantas veces invocado Estado de Bienestar ha sido una anomalía del sistema, producto de circunstancias puntuales y básicamente eurocéntricas derivadas de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, frente a compromisos derivados de esa conflagración y al temor a la expansión del comunismo.

 

¿Qué puede esperarse?

Difícil sino imposible es dar una respuesta única a ese interrogante, sin embargo puede plantearse una certeza, sólo contando con el Movimiento Obrero es posible pensar en una salida exitosa de esta nueva encrucijada en la que nos han colocado los poderes fácticos en una clara alianza de los sectores concentrados de la economía financiera, mediáticos y una estructura judicial con niveles de corrupción nunca antes vistos. Factores cuya actuación no se limita a la Argentina sino que se revelan a nivel regional, subcontinental e internacional bajo la apariencia —en Occidente, al menos— de democracias absolutamente degradadas.

El apego a las propias identidades gremiales, particularmente a nivel confederal, es razonable tanto como las desconfianzas mutuas que toda pretensión de superar esas parcialidades genera. Pero, ¿se justifica actualmente la existencia de la —o las— CTA, como la persistencia en sostener una CGT sin una conducción que demuestre una capacidad y decisión de actuar a la altura de lo que las circunstancias exigen?

Ningún proceso profundamente transformador de las inequidades que consagra el neoliberalimo puede verificarse prescindiendo de la centralidad que le corresponde al Movimiento Obrero en su conjunto. La militancia política debe ser consciente de ello y coadyuvar a la adopción de las decisiones conducentes para lograr superar la unidad en la acción con la unificación sindical que deben resolver los trabajadores y sus organizaciones gremiales.

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