Muertes políticas

Una escritura para Santiago Maldonado

 

Toda vida política, insubordinada, arrastra consigo un riesgo y una enseñanza. Un potencial de enfrentamiento con poderes asesinos y otro cognitivo que desmitifica zonas veladas del orden. Las muertes políticas no pueden, por tanto, ser tratadas como meras víctimas. Sería ignorar lo que ellas envuelven: un compendio libertario de saberes peligrosos y problemas irresueltos que un tiempo histórico prefiere acallar. De allí la naturaleza disyuntiva de estas vidas interrumpidas con violencia, como las de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel. Esos saberes resultan aplastados por la industria de la memoria y por la concepción de peritajes a los que el Estado, responsable de esas muertes en la abrumadora mayoría de los casos, reduce el problema de la verdad. Esto plantea la cuestión antagonista de cómo continuar, en el orden de la investigación y la escritura, con el desafío que cada muerte política deja sin desplegar.

El caso de los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán provocó una investigación y un libro, Darío y Maxi, dignidad piquetera. El Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón reconstruye en esta obra la coyuntura, el contexto de lucha, el dispositivo represivo y las responsabilidades. Puede decirse algo similar del libro ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, de Diego Rojas. Walshismo. Es decir, una escritura que documenta y prolonga una lucha. La función poética de tales escrituras tiende a eludir la romantización heroica, la criminalización patologizante y el olvido. Su tarea es establecer las conexiones posibles entre el archivo y el propio inconsciente de la escritura (una forma no estatal de la memoria) asomando al vértigo de la nada, esa insignificancia que amenaza a los cuerpos y los condena al olvido, a la indignidad del mito de lo heroico, cuando borra y sustituye lo que las existencias políticas sintetizan, y cancela el principal desafío de este tipo de escrituras: retomar sobre sí la naturaleza del campo de batalla a punto de perderse con la aniquilación de la vida política en cuestión. Una escritura así se declara combatiente frente al olvido, pero también frente al miedo.

 

Hechos y contexto

Los hechos: el 1 de agosto de 2017 se conoció la desaparición de Santiago Maldonado –joven procedente de Buenos Aires que solía viajar ganándose la vida como artesano–, en medio de una represión contra una comunidad mapuche de la Patagonia argentina, a cargo de la Gendarmería Nacional. Durante meses creímos, a partir de los testimonios de la comunidad, que Maldonado había sido capturado por la Gendarmería. Pero esto no resultó del todo aclarado puesto que, tras la aparición del cuerpo, los estudios forenses realizados hasta la fecha establecieron que este estuvo durante meses en el río. Mientras tanto, durante ese mismo lapso en el que hubo una extraordinaria movilización social organizada bajo la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?”, el gobierno hizo todo lo posible para confundir y evitar que las cosas se esclarecieran.

El contexto: el conflicto entre las fuerzas de seguridad del Estado y las comunidades mapuches en lucha se centra en el reclamo de tierras ancestrales del Sur del país ocupadas por grandes empresas como Benetton (producción ganadera, de lana, monocultivo forestal) o los grupos Roca, Bemberg, Lewis y otros. En todos estos casos, la apropiación de tierras es irregular e implica conflictos con las poblaciones desplazadas.

Estas disputas se han masificado e intensificado durante los últimos años debido al valor creciente de estos territorios. Para comprender la dinámica de este conflicto, es necesario intentar captar la superposición de dos lógicas complementarias: la concentración de la propiedad en torno a una economía extractivista, que cada vez más se desplaza hacia las fuentes de energía, y la tentativa de encuadrar como “terrorista” toda resistencia a la expropiación de territorios. De modo simultáneo, el gobierno de Mauricio Macri aceptó el diagnóstico del Comando Sur de los EE.UU. que incluye la lucha de los mapuches en la lista de nuevas amenazas a la seguridad del Estado. Es decir, se parte de la idea de que las comunidades mapuches y sus luchas por la tierra son estructuralmente criminalizables. La represión ilegal en la cual perdió la vida Maldonado estuvo comandada sobre el terreno por Pablo Noceti, jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad, abogado de jefes militares de la última dictadura y apologeta del terrorismo de Estado. Ya había antecedentes serios. Durante el mes de enero del mismo año, hubo otra dura represión de la Gendarmería contra una comunidad mapuche en lucha. Como ahora, en aquella represión la Gendarmería actuó mas allá de toda orden judicial, pero con nítido apoyo político. Esta situación se inscribe en una serie represiva más amplia como lo fueron la represión a los docentes que intentaban poner una carpa en la Plaza del Congreso en su lucha por salarios y defensa de la educación pública, a las mujeres convocadas por el movimiento Ni Una Menos en lucha contra los femicidios, a los trabajadores de Pepsico en lucha contra los despidos o a los grupos piqueteros que reclaman la emergencia social y alimentaria. Esta serie culmina con el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel por parte de la Prefectura y la declaración en apoyo de lo actuado por las fuerzas de seguridad por parte de la Ministra de Seguridad, y la masiva represión de diciembre de 2017 en el mismo momento que el Congreso Nacional aprobaba una reforma del sistema previsional. En todos los casos –hay más–, la violencia oficial forma parte de una política comunicativa, que está dirigida a la producción de una cierta “normalidad” a través de la amenaza y el miedo.

 

La violencia estructural

Ante este estado de cosas muchos nos preguntamos qué se entiende hoy por democracia en nuestro país, dado que la definición de democracia como vigencia del Estado de derecho nos resulta demasiado estrecha. Lo cierto es que la crisis política se viene arrastrando de lejos, y en la fase actual el gobierno está comprometido en un proceso de concentración de la riqueza de muy difícil aceptación popular. El modelo en curso –acumulación por desposesión, neoextractivismo, hegemonía de las finanzas y apelación al orden– no encuentra oposición política que demuestre tener un programa o plan político alternativo. Solo la calle resiste. ¿Entonces?

El problema de la violencia no ha dejado de plantearse como una cuestión absolutamente central en la historia del país. La desaparición de Maldonado, el conflicto mapuche, nos llevan a recordar la tesis del gran escritor David Viñas, autor de un libro clave publicado a fines de los años '70, Indios, ejército y fronteras, para quien la conquista de la Patagonia, la guerra contra el indio y la expropiación de sus tierras no solo conforman las bases fundacionales del Estado, sino también la mentalidad de las clases dominantes del país (incluyendo lo que él denomina los “intelectuales colonizados”).

Hay una historia que es necesario tener presente porque sus líneas básicas siguen actuando en nuestros días. El bombardeo a la Plaza de Mayo y el derrocamiento del gobierno de Perón, sostenido por una movilización popular significativa, promovió décadas de violencia. Durante la última dictadura militar –1976/1983– se constituyó un “Estado terrorista”. (Es importante esta caracterización temprana hecha por Eduardo Luis Duhalde, en un libro que lleva precisamente ese título.) El terrorismo de Estado aplicó la violencia no solo para desarticular a las organizaciones armadas revolucionarias (cosa que logró en torno al año 1977), sino para remodelar quirúrgicamente la estructura social del país. Para decirlo pronto: impuso un modelo de acumulación fundado en la valorización financiera (cuestión que explican muy bien el economista Eduardo Basualdo y su equipo) y la difusión del terror como amenaza de aniquilación en el interior del cuerpo social (inevitable citar de nuevo la obra de León Rozitchner), y blindó la relación entre concentración de la riqueza y defensa armada de la propiedad privada, cosa que ninguno de los gobiernos democráticos posteriores alcanzó a poner en discusión. La democracia posterior a 1983 se funda sobre la base de una total falta de voluntad en cuestionar las principales líneas de continuidad de esta violencia en la que se sustenta la concentración de la propiedad privada. Bien mirada, esa relación entre economía y terror sigue siendo el problema principal de la democracia argentina: la imposibilidad de cuestionar la concentración de la propiedad de la tierra, del control de los alimentos, de los medios de comunicación o de las finanzas.

 

Ofensiva sensible de masas

La dinámica expropiadora del capital se completa con formas estatales y paraestatales de violencia. Pero hace ya años que a la pedagogía de la crueldad de los poderes se le responde con enormes movilizaciones. De 2001 para acá, la exigencia de las luchas sociales plantea la pregunta por los modos de superar una visión cada vez más restringida de la democracia. A contramano del proceso político, cada vez más reaccionario, en los últimos años se profundiza esta tendencia a las manifestaciones masivas: contra el beneficio del 2×1 a los genocidas condenados, por la aparición de Santiago Maldonado, contra la reforma del régimen previsional; las convocadas por el Movimiento de Mujeres, y las movilizaciones de trabajadores que no han escaseado y que tienen el interés renovado de combinar, como nunca antes, demandas conjuntas de trabajo en blanco con trabajadores de la economía informal popular. Lejos de una sociedad derrotada, asistimos a una renovada capacidad de movilización y organización. El interés de este activismo colectivo se redobla cuando lo percibimos en el nivel micro –en experiencias educativas, entre trabajadores de la salud, redes de trabajadores sociales o de artistas–, desplegado como una enorme tela de araña de procesamiento, de ruptura con la perplejidad, de resensibilización del campo social y de fermento de nuevos escenarios.

 

 

  • Este artículo fue publicado originalmente en Lobo Suelto.
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