Vince Gilligan es uno de los tipos que elevaron el formato serie a la categoría de arte. Creador de Breaking Bad (2008-2013), donde un profesor de química enfermo de cáncer terminal se reinventaba como fabricante y traficante de metanfetamina, Gilligan prolongó ese triunfo con lo que se llama un spinoff, un relato derivado de la serie original. Better Call Saul (2015-2022) tenía por protagonista al abogado Saul Goodman (Bob Odenkirk) que durante la primera serie se asociaba al protagonista de Breaking Bad, Walter White (Bryan Cranston), para sacar tajada de su lucrativo negocio. Una vez concluidas ambas series, que le insumieron quince años de vida, fuimos muchos los que nos preguntamos: ¿qué hará ahora Gilligan, para estar a la altura de semejantes éxitos y, a la vez, demostrar que puede crear / escribir / producir algo distinto?
Lo que hizo fue reconectar con sus comienzos como guionista. En 1993, Gilligan era uno más entre miles de fans de la serie The X Files, en la que un par de agentes del FBI se abocaban a casos irresueltos que aparecían vinculados a fenómenos paranormales. Pero como además aspiraba a integrarse a la industria, se animó a a escribir un episodio que envió a la Fox, para su consideración. La producción de The X Files compró ese material, que se convirtió así en el primero de los 30 episodios que Gilligan terminaría escribiendo para la serie. Historias atravesadas por elementos sobrenaturales y de ciencia ficción, en contraposición a la ulterior Breaking Bad, de corte realista. Por eso mismo, para diferenciarse del universo narrativo que lo hizo famoso —esa localidad de Albuquerque, Nuevo México, poblada por narcos y agentes—, Gilligan decidió volver al terreno fantástico. Y así creó Plur1bus, la serie que Apple TV estrenó el 7 de noviembre y esta semana difundió el sexto capítulo de su temporada inicial.

¿Qué es Plur1bus? Una historia que imagina la llegada de un virus extraterrestre que infecta a la humanidad entera. Pero no a la manera que suelen representarse este tipo de invasiones. Esta vez, la colonización alienígena no nos convierte en monstruos ni en zombies, por lo menos a simple vista. Al contrario: consigue que todas las mentes humanas se conecten entre sí, como las de las abejas y las hormigas, de modo que facilita la cooperación mutua y la organización. (De allí el título: el refrán en latín e pluribus unum, que figura en las monedas de dólar, significa de muchos, uno.) A partir de ese reseteo, la humanidad deviene una suerte de colmena. Funcional ciento por ciento, porque acaba con el disenso y los enfrentamientos: ¡todo el mundo tira para el mismo lado! La gente se ve feliz, y hasta mejorada: empieza a administrar los recursos del planeta de manera sensata —no como ahora, que aceleramos en dirección a la catástrofe ambiental— y pierde la capacidad de mentir, y por ende de engañar al resto. Suena a paraíso en la Tierra, ¿o no?
Por supuesto, siempre hay un pero, que en este caso es lo que pone en marcha la historia. En la ficción de Plur1bus, la invasión resulta perfecta ma non troppo, porque quedan trece humanos que han resultado inmunes al virus extraterrestre. Y uno de ellos es la protagonista, Carol Sturka (Rhea Seehorn), que conserva su independencia... y también sus defectos. Hasta la llegada del bichito del espacio exterior, Carol se ganaba la vida escribiendo novelas románticas ambientadas en un setting fantástico. Pero no se engañaba respecto de su calidad: para Carol –que vivía con su representante y socia romántica, Helen— esas novelas eran una porquería y sus lectores tendían a ser gente con caca en la cabeza. En ese sentido, Carol calificaba como misántropa aun antes de la invasión: alguien a quien la especie humana le cae mal, prácticamente sin excepciones. Como imaginarán, la conversión del mundo entero en una colmena de gente amable y sonriente no colabora a sacar a luz el mejor costado de Carol. La mujer se pone más intolerante e imbancable que nunca.

Para colmo, todo el mundo se desvive por satisfacer sus deseos. No necesita hacer más que usar cualquier teléfono, y del otro lado aparecerá alguien que tomará nota de su pedido (respondiendo siempre, con infaltable amabilidad: Hello, Carol...) y cumplirá con él lo antes posible. Incluso cuando el deseo es sospechoso, como la ocasión en que Carol, haciendo gala de sarcasmo, dice que lo único que podría mejorar su situación sería una granada. Situaciones que Gilligan aprovecha para poner en práctica su humor, que a menudo pasa de lo satírico a lo francamente negro.
Pero claro, existe lo que en la narrativa llamamos ticking clock o cuenta regresiva, porque Carol tiene claro que los invasores están buscando el modo de solucionar su anomalía e integrarla a la colmena humana. Su vida se convierte entonces en una carrera contra reloj: lo que ella pretende es "salvar" a la especie humana —aun cuando eso suponga devolvernos a nuestro triste estado actual, de paroxismo autodestructivo—, antes de que los invasores la conviertan a ella en una conformista más. (En el sexto episodio, se le dice que ya han descubierto cómo realizar ese procedimiento, pero que no lo llevarán adelante sin su beneplácito. Que tu libertad dependa de la confianza que te merece la palabra de los invasores no es lo que yo llamaría el más tranquilizador de los prospectos.)

Como ven, estoy hablando de una serie peculiar, que se desmarca del común de la producción de las grandes plataformas. Lo paradójico es que a Gilligan se le ocurrió el germen de esta historia hace alrededor de diez años, y sin embargo parece más oportuna que entonces. En primer lugar, por la creciente influencia de la Inteligencia Artificial. Lo de Carol levantando el teléfono para que le responda alguien dispuesto a volver realidad sus deseos se parece a la forma en que mucha gente usa el ChatGPT, por ejemplo. (Gilligan se tomó el trabajo de incluir entre los créditos un aviso que establece que no se usó IA en la producción de la serie: Este show —aclara— ha sido hecho por humanos.)
Pero lo que convierte a Plur1bus en la serie que expresa como pocas el tiempo que nos toca vivir es lo siguiente: la dramatización de lo que le ocurre a una persona que, de un día para el otro, mira alrededor y ya no puede reconocer a nadie de quienes la rodean ni a su normalidad como algo... en fin, normal. Carol comienza como una persona con la cual uno no se identificaría ni a ganchos, aunque más no sea por lo amargo y quejoso de su personalidad; pero sobre la cual uno comienza a proyectarse, a medida que entiende que su circunstancia no es tan distinta de la de uno, virus extraterrestre más o menos.
Lo que Carol trata de entender es, primero, cómo fue posible que todo el mundo se haya vuelto pelotudo de repente. Y en último término, lo que se plantea la más renuente de las heroínas es si existirá forma de salvar a la humanidad de la pelotudez a la que se ha entregado, o si no le quedará otro remedio que, para seguir viviendo, sumarse al rebaño sin chistar.
Pensar es for dummies
Vivimos en un tiempo donde abundan los relatos de corte apocalíptico. Es lógico, desde que convivimos con la sensación de que todo está por irse a la mierda. En este contexto, Plur1bus es el primer relato que cuenta el apocalipsis como si se tratase de una jodita para Tinelli, de esas que se hacían con cámaras ocultas.
Uno de los aciertos del relato de Gilligan es imaginar una invasión y conquista por medios no violentos. Me recuerda a la vieja serie Los invasores, donde los extraterrestres se colaban entre nosotros adaptando forma humana y sólo podían ser identificados por un defecto en el dedo meñique. Pero ante todo le encuentro parentezco con The Stepford Wives, la novela de Ira Levin —autor de El bebé de Rosemary— que en 1972 imaginó una comunidad en la cual las mujeres dejaban de ser seres inteligentes e independientes para involucionar y convertirse, como sus antecesoras, en perfectas amas de casa, esposas y madres.

Porque una de las características del proceso de transformación político-cultural en que estamos inmersos es la ausencia de violencia expresa. Ya no es necesario conquistarnos mediante incursiones militares, ni tutelarnos a través de la imposición de dictaduras, ni apelar a cadenas materiales para esclavizarnos. Capitalismo, tecnología y un relato inclusivo, no importa cuán fantástico: eso es todo lo que los poderosos necesitan, hoy, para obtener no sólo una rendición incondicional sino además nuestra afiliación voluntaria y gozosa.
Días atrás descubrí un video donde la opinóloga Mayra Arena, con quien suelo disentir en infinidad de cosas, expresaba una idea con la que (lamentablemente) coincido: que el tipo que no tiene trabajo formal e inventa cualquier cosa para sobrevivir se siente más identificado con Marcos Galperín, el mandamás de Mercado Libre, que con el peronismo. Para que alguien que está más cerca de caerse del mapa que de convertirse en el hombre más rico de la Argentina sienta esa afinidad —y créanme que forma parte del paisaje mental de millones, aunque sea de forma inconsciente— es porque ha sido objeto de un lavado de melón fenomenal. Y ese lavado ha sido y es posible por obra y gracia de la tecnología actual y del uso perverso que los poderosos hacen de ella.
Un poder que desde el campo popular nos resistimos a estudiar, creyendo todavía que se lo puede combatir desde la política tradicional. Cuando, para empezar al menos, habría que repensar toda la política comunicacional. Porque si el joven al que te dirigís está convencido de que juega en la liga de Galperín en vez de sentirse afín a su vecino —tan precario como él, por cierto—, te quedaste sin discurso. Chau a la unidad de los trabajadores, hola al aventurerismo individual. Adiós a la organización popular y bienvenida la incertidumbre que, según Esteban Bullrich, debíamos aprender a disfrutar.

Las estadísticas que la empresa Rappi difundió esta semana son elocuentes. La cantidad de repartidores creció un 40% en sólo un año. Pero como, aunque los pedidos también aumentaron, la gente gasta menos, cada repartidor cobra hoy una comisión menor que la que se pagaba el año pasado. Lo cual significa que su situación es más precaria que antes. Imagino que si Uber ofreciese estadísticas reflejaría un fenómeno similar. Cada vez hay más gente que vive de ofrecer servicios personales, y cada vez la gente gasta menos en ese tipo de servicios. Esos empleos disimulan la crisis del modelo Milei, funcionando como amortiguador. (Así como lo hacen los aumentos que Milei concede a la AUH, la Asignación Universal por Hijo que creó Cristina, mientras los sueldos permanecen pisados.) Pero la ecuación tiene un límite. Cuando la guita que hacen ciclistas y motoqueros se achique más y la precariedad duela por encima de lo que complace la "independencia", el modelo podría estallar.
En ese sentido, Plur1bus puede ser leída como una sátira del capitalismo híper-tecnologizado, donde hasta un menesteroso está expuesto a la fantasía que le inoculan a través del celular. A fines de los '80 se decía que una de las razones que condujo a la Caída del Muro de Berlín era el deseo de los alemanes orientales de comprar las pavadas que sus connacionales del lado occidental consumían a diario. En la actualidad, cada pantalla de celular promociona constantemente un mundo al que podrías acceder, si le dieses la espalda a tu vecino e incluso al resto de tu familia, y siguieses sus recomendaciones.
No es difícil de entender el nivel de influencia que adquirió y sigue adquiriendo en miles de millones de vidas. Mirás alrededor, a tu circunstancia opaca, desangelada y fea, y después fijás la vista en ese rectangulito deslumbrante y estético que no sólo te ofrece cosas materiales sino también una vida alternativa, y es lógico que quieras zambullirte ahí dentro. Pero eso es físicamente imposible. Lo que sí es posible, en cambio, es que esa pantallita se te meta en el seso, y desde allí exprese una voluntad más fuerte que la de muchas personas individuales. En un posteo reciente, Alejandro Kaufman definía el sistema de este modo: se trata de "la captura de la subjetividad de masas para su propia destrucción".

Al mismo tiempo, la combinación entre el discurso que derraman las redes y las herramientas que ofrece la Inteligencia Artificial funciona en el mismo sentido, el de despojar al ser humano de recursos intelectuales. Semanas atrás mencioné el estudio realizado por una científica del MIT, que midió la actividad cerebral de quienes escribían un ensayo. En aquellos que, para completarlo, apelaban al ChatGPT, el electroencefalograma no mostraba actividad significativa. Y cuando a continuación se les pedía que diesen razón de lo que habían escrito, los que habían apelado a las muletas de la IA no podían fundamentarlo.
Esto tampoco debería sorprender. Aunque apeles a infinidad de fuentes, el proceso mental para arribar a una conclusión debe ser personal y completo. Cada uno debe hornear y ordenar sus propios ladrillos para construir un edificio intelectual. Nadie aceptaría levantar su casa con mezcla de ladrillos físicos y virtuales, porque se vendría abajo en un instante. Con el pensamiento pasa lo mismo. O llevás adelante el proceso entero —o sea, hacés el trabajo mental imprescindible—, o no estás pensando.

Y eso es lo que pretenden los que manejan, o creen que manejan, Internet. Usan el sistema como un ojo de agua que le devuelve a cada usuario un retrato inmejorable de sí mismo; le dicen que no necesita mejorarse, que ya es tan bello y perfecto como el Narciso de la mitología. Y si ya sos re-piola y un winner y estás a un par de jugadas de que te caiga encima la suerte que merecés, ¿qué sentido tendría perder tiempo pensando?
Mientras daba vuelta a estas ideas, descubrí una nueva función de Twitter que potenció mi alarma. Buscaba un posteo en particular y, sin que yo requiriese asistencia de ningún tipo, apareció un cartelito que decía: "Pídele a Grok —o sea, la IA de Twitter— que te explique este post". Lo cual significa que, en su infinita amabilidad — digna de uno de los humanos colonizados de Plur1bus—, Elon Musk ofrece ahora el servicio extra de interpretar posteos, relevándonos del esfuerzo de comprender un breve mensaje por nuestros propios medios. Lo cual puede parecer menor, pero no lo es. La distancia entre esa capitulación ("¡Explicámelo todo, for dummies!") y la involución mental de la especie podría ser narrada por una elipsis como la que usa David Lean en Lawrence de Arabia, cuando corta del Lawrence que sopla el fósforo al sol que asoma detrás del desierto. En este caso, la elipsis pasaría del usuario que, para entender algo que ni siquiera es difícil, le pide auxilio a Grok, a la granja de humanos que, en la primera Matrix de las hermanas Wachowsky, viven anestesiados, mientras el sistema los exprime literalmente en busca de energía.
La isla de Gilligan
Convivimos con la sensación —cada vez más intensa e inquietante— de que, alrededor nuestro, el común de la gente se está imbecilizando y, en consecuencia, volviéndose más fácil de manipular. Repiten discursos que tomaron de la tele, la radio o las redes, sin percibir que la realidad circundante los desmiente; inmunes a las verdades y los hechos, tan colonizados como los humanos de Plur1bus. Lo cual colabora a que nos sintamos solos, como la Carol Sturka de esta nueva isla de Gilligan. Por eso mismo sería menester que nos despabilásemos y que ahondásemos en la realidad que nos rodea, para comprender por nuestros propios medios (mirá, mamá: ¡sin ChatGPT!) que ni la cosa es tan así, ni estamos tan solos.
Por una parte, es verdad que la tecnología actual apunta a que pensemos cada vez menos. Pero —seamos sinceros— tampoco éramos tan listos veinte años atrás. Cualquiera que haya atravesado los años del menemato (los años '90, a grosso modo) recordará que el grueso de la población padecía una niebla mental similar. Les chupaban un huevo los escandalosos delitos de corrupción en que incurría el gobierno, y desoían los pronósticos sobre la ruina a que conducía el plan económico vigente, porque el dólar era barato, podían viajar y comprar pelotudeces en muchas cuotas. (De todos modos, la situación económica objetiva era un tanto mejor que la actual. Las redes antisociales se han cobrado un precio ya, eso es innegable: ¡son una licuadora mental!) Existía entonces, como existe ahora, la voluntad de quedarse con el relato que querían oír —una confección artificial cortada a la medida del cliente—, antes que considerar y asimilar las evidencias que proporcionaba la realidad. La burbuja fantástica era más poderosa que la situación que renunciaban a analizar, a pensar. Les decías: Ojo, que estás acelerando en dirección a un paredón y te respondían: Sí, pero el auto tiene un andar tan lindo...

Existe mucha gente que sigue (no) pensando así. Pero al mismo tiempo se trata de un fenómeno menos extendido de lo que parece. Pesa mucho la ubicuidad de redes y medios, que melonean las 24 horas de los 7 días de cada semana. Como el virus extraterrestre de Plur1bus, convierten a miles de personas en colmenas que piensan al mismo tiempo en exactamente las mismas pelotudeces, de la China Suárez al Chiqui Tapia. Admito que el chisme es una institución vieja como la cultura; que los medios aprendieron que, en términos económicos, influenciar rinde más que informar; y que las técnicas publicitarias afinaron el lápiz de la sugestión masiva. Pero Internet permite elevar esa sugestión a la enésima potencia: en un segundo podés enviar el contenido envenenado que te convenga a millones de personas, con la precisión de un misil teledirigido. Lo que parece una noticia bomba, o al menos jugosa, puede ser el resultado de una operación política o comercial en el terreno de la comunicación.
Para eso existen lo que se llaman granjas de trolls: grupos articulados —y pagos, por supuesto— que manejan miles de cuentas por cabeza y siembran mentiras sistemáticamente, con el objetivo de moldear lo que antes llamábamos opinión pública e imponer una narrativa. En la práctica, funcionan como ejércitos privados que se dedican a desinformar y tergiversar, y sus soldados son, objetivamente, mercenarios. (Otra actividad de moda que podríamos integrar al rubro "servicios", como Rappi y Uber. Si le sumás el narcomenudeo y la prostitución, obtendrías la mitad más uno del mercado laboral de la Argentina futura.) Esta semana, por ejemplo, circuló por el mundo la noticia de una granja de visualizaciones en YouTube, que aumentaba artificialmente la cantidad de visitas a ciertos músicos para inflar su popularidad. Así están las cosas: no podemos confiar en que los más escuchados y vistos lo sean de verdad; y, del mismo modo, lo que percibimos como algo de lo que habla todo el mundo puede ser una operación lanzada por granjas de trolls, de la que muchos se prenden de manera acrítica, por mero instinto de rebaño.

Esa preferencia por lo sensacional antes que lo sustancial se expresa también en la composición del Congreso que acaba de renovarse. Cada vez hay menos legisladores capacitados y más figuritas decorativas que leerán discursos hechos por otros (¡o por ChatGPT!) y votarán por control remoto. Como ya ocurrió con el Poder Ejecutivo, el Legislativo se está plegando a la política como entertainment, cuyo lema sería: si me llama la atención, es bueno. (Otra vez: este sistema no es novedad, tiene la edad del pan y circo al que apelaban los emperadores romanos. Pero la tecnología actual optimiza su rendimiento al máximo. Antes tenías que salir de casa para ir al circo. Ahora Internet te chanta la carpa encima de la cabeza.)
Esta semana colaboró con mi generalizado estado de alarma un posteo de Juan Luis González, el periodista que escribió El Loco y fue de los primeros en percibir el fenómeno Milei. "Fui a ver un show de Dante Gebel –decía, en referencia al pastor de la megaiglesia River Church en Anaheim, California— y les traigo una noticia. La primera presidencia evangélica está más cerca de lo que creemos". No dudo de que sea factible, como lo fueron Trump y Milei antes que él, pero insisto: estos fenómenos se ven más grandes de lo que son, como lo que refleja el espejo retrovisor del auto, por la multiplicación que la tecnología les permite. Arrastran mucha gente, sí, pero menos de la que parece. Y nosotros no somos tan pocos como sugiere la sensación de soledad que nos embarga.
Los y las Carol Sturka del mundo actual seguimos siendo bocha. Y aunque nos sepamos igual de inadecuados para salvarlo, estamos en condiciones de hacerlo. Hoy en día, negarse a dejar de pensar —persistir en la porfía de entender— equivale a integrarse a la resistencia. Por el contrario, someterse a dieta full de Internet es como vivir a base de BigMacs: te llena el cerebro de grasa y termina por infartarlo. En cambio pensar es entrenar intensamente para sobrevivir en la sociedad Plur1bus —monocorde, anti-diversidad— que pretenden imponernos. Permítanme invertir el viejo chiste de Les Luthiers: en el futuro próximo, el que piensa, no pierde.

Días atrás, la noticia de la muerte de Tom Stoppard me llevó a releer uno de sus textos, The Coast of Utopia. Me refiero a una trilogía de obras teatrales que estrenó en 2002 y se llaman Viaje (Voyage), Naufragio (Shipwreck) y Rescate (Salvage). Stoppard recreó allí una etapa en la vida de Rusia, durante la segunda mitad del siglo XIX, en la cual los escritores y ensayistas —cuyo prestigio superaba al de los políticos profesionales—, sembraron las semillas de la revolución que advendría al siglo siguiente. Uno de ellos era Alexander Herzen, que fue el primero en proclamarse socialista en la historia de Rusia.
En un pasaje de la obra Rescate, Stoppard reflexiona a través de Herzen y hace un mea culpa respecto del mal uso que la humanidad ha dado a su intelecto durante siglos. Desde el año 1860 de esa ficción teatral, Herzen se escandaliza: "Hemos descifrado el sistema solar y el cálculo, navegamos barcos a vapor a través de los océanos, ¡y no tenemos el ingenio para organizar nuestros asuntos de modo que nadie tenga hambre o pase miedo!" Ya está claro que el capitalismo como lo conocemos no es la solución a nuestros dilemas. La tecnología será útil a los megarricos en tanto facilita embaucar a millones, pero es una herramienta impefecta, porque los pelotudos también sienten hambre. Las redes te atiborran el coco, pero no la panza. En consecuencia, necesitamos volver a pensar en busca de ideas que permitan que todos se alimenten, mientras se cuida de la nave cósmica en que estamos embarcados.
Sobre el final, Herzen es categórico: "Hasta que no dejemos de matar para arribar a la Utopía, no nos habremos desarrollado como seres humanos. Nuestro sentido pasa por encontrar la forma de vivir en un mundo imperfecto, en nuestro tiempo. No contamos con ningún otro".
Encontrar la forma de vivir bien, subrayo, en un mundo imperfecto como el nuestro. De eso se trata. Pero para lograrlo, hay que pensar. Someterse a la incomodidad del camino y exponerse, también, a incomodar a los demás.
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