El amplio triunfo con alta participación ciudadana que convirtió en futuro alcalde de la ciudad de Nueva York al candidato demócrata Zohran Kawame Mamdani –socialista, musulmán, nacido en Kampala, Uganda, descendiente de indios y denunciante esclarecido del genocidio del Estado de Israel contra el pueblo palestino– fue una derrota del Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien intervino activamente en la campaña electoral con una práctica extorsiva similar a la que ensayó para las elecciones legislativas de la Argentina del pasado 26 de octubre, en las que sí obtuvo el efecto buscado. Pero tan importante como la derrota del Presidente de Estados Unidos ha sido la propinada por Mamdani a una añeja tradición estadounidense, de la que Trump es tributario: la intensificación de los ataques discriminatorios hacia todo aquel que, perteneciendo a una minoría, se postule para asumir alguna responsabilidad pública más o menos relevante.
“Simpatizante del terrorismo”, “antisemita”, “invasor extranjero”. Estos son algunos de los estereotipos antimusulmanes que se lanzaron contra Mamdani, el primer musulmán en acceder a la alcaldía de la ciudad de Nueva York. Si bien estos ataques recuerdan el rápido aumento de la islamofobia tras los atentados del 11-S-2001, la incitación al odio contra las minorías religiosas tiene una historia mucho más larga en Estados Unidos. Basta con indagar sobre las vicisitudes que afrontaron los abuelos de los actuales políticos de ascendencia irlandesa o italiana, o de descendientes de la cultura judía, creyentes o no. Las similitudes entre la intolerancia anticatólica y antisemita de hace un siglo y los desenfrenados ataques antimusulmanes contra Mamdani en la actualidad son evidentes; racismo y xenofobia afectan a cada nueva ola de inmigrantes durante algún tiempo, y se intensifican contra aquellos de sus miembros que tienen la osadía de actuar en política. La difícil penetrabilidad de la élite política norteamericana está concebida en la Constitución de Filadelfia.
En 1928 se postuló por primera vez a la presidencia de Estados Unidos un norteamericano de ascendencia irlandesa, Al Smith, y se utilizaron aquellas armas retóricas para derrotarlo: los nativistas protestantes advirtieron que votar por Smith era votar a favor de la influencia extranjera del Papa. Según el Ku Klux Klan, la elección de un católico marcaría el principio del fin de la libertad de Estados Unidos y del protestantismo.
Unos años más tarde, en 1933, Fiorello Raffaele Enrico La Guardia se convirtió en el primer alcalde de la ciudad de Nueva York nacido en esta ciudad e hijo de inmigrantes italianos. Como hoy con Mamdani, la campaña de desprestigio para frustrar su mandato fue sistemática y feroz: “¡Votá por un verdadero americano, no por un italiano!” era un eslogan común entre los opositores políticos de La Guardia. Las burlas a su marcado acento neoyorquino propio de los inmigrantes italianos lo retrataban como un extranjero que amenazaba la cultura estadounidense. Lo mismo que a los estadounidenses/irlandeses que se postulaban para cargos públicos, La Guardia fue blanco de acusaciones de lealtad al Papa, no a su país, por su fe católica.
El carismático candidato demócrata a la Presidencia en 1960, el joven John F. Kennedy, sufrió discriminación por ser descendiente de irlandeses y su pertenencia a la fe católica, dos condiciones que cuando fue Presidente –el más joven y primer católico en acceder a la Casa Blanca– le hicieron ganar popularidad en la católica América latina. No fue casual que en la campaña de ese año, la cuestión religiosa tuviera un importante protagonismo: JFK debió aclarar que no se dejaría conducir por el papa Juan XXIII. Joe Biden, segundo Presidente católico, ya no tuvo que afrontar este problema.

Los candidatos judíos también se enfrentaron a un antisemitismo manifiesto; Meyer London fue uno de los primeros en ser elegido miembro del Congreso de los Estados Unidos en 1913, a pesar de haber sufrido ataques antisemitas por parte de sus oponentes. Su programa socialista atrajo votantes del Lower East Side, en su mayoría obreros y judíos. No sólo era judío, había nacido en Lituania: también era inmigrante, situación que marcó a London como destinatario de acusaciones de deslealtad nacional similares a las que se imputan hoy a Mamdani.
Paradójicamente, son los descendientes de aquellas dos minorías las que ahora perpetúan esa misma violencia contra las de inmigrantes más recientes. Por ejemplo, la congresista Elise Stefanik, católica romana cuya madre es de ascendencia italiana, escribió en un correo electrónico para recaudar fondos a sus electores de Nueva York: “La idea de que un socialista confeso y simpatizante terrorista de Hamás como Zohran Mamdani pueda convertirse en el próximo alcalde de la ciudad de Nueva York realmente me repugna”. Por su parte, la concejala italoamericana de Nueva York, Vickie Paladino, también atacó a Mamdani, acusándolo de odiar a Estados Unidos y pidiendo su deportación. Asimismo, el congresista estadounidense judío Randy Fine acusó a los musulmanes de una conspiración global, en los mismos términos del estereotipo antisemita que sostiene que los judíos conspiran para apoderarse de Estados Unidos. Fine advirtió que Mamdani “haría con la ciudad de Nueva York lo que los ayatolas Jomeini y Jamenei hicieron con Teherán. No podemos permitir que los musulmanes radicales conviertan Estados Unidos en un califato chiíta”. Las declaraciones islamófobas de Fine son comparables a los panfletos antisemitas que atacaron al candidato a la alcaldía de Nueva York, Hyman Greenberg, en 1962, preguntando: “¿Querrían ustedes que Liberty Avenue se convirtiera en una Pitkin Avenue todos los domingos? Nosotros no”. La referencia a Pitkin Avenue en Brooklyn, donde vivían muchos judíos ortodoxos, fue una advertencia antisemita sobre una supuesta invasión judía, análogas a las acusaciones islamófobas de Fine sobre una invasión musulmana.
A principios del siglo XX, la migración masiva desde Irlanda, Italia y Europa del Este convirtió a la ciudad de Nueva York en la más diversa del país. Los estadounidenses de origen irlandés, en su mayoría inmigrantes, constituían el 20% de la población neoyorquina, mientras que los italoamericanos representaban el 18%. Ambos grupos eran católicos, lo que desencadenó ataques de un nacionalismo reaccionario protestante y blanco muy similar a los que se dirigen hoy contra los musulmanes. En la misma época, dos millones de judíos huyeron de la persecución en Europa del Este hacia Estados Unidos. La mayoría se instaló en la ciudad de Nueva York, hasta representar alrededor del 30% de la población en la década de 1920. Muchos de los políticos y funcionarios norteamericanos judíos de hoy son descendientes de esta migración masiva, que sufrió una discriminación durante décadas. Sin embargo, algunos, como Stephen Miller, el tristemente célebre principal asesor en políticas y seguridad nacional antiinmigrantes, parecen haber incorporado un cerrado rechazo a otras minorías religiosas y étnicas: “Nueva York es la advertencia más clara hasta ahora de lo que le sucede a una sociedad cuando no logra controlar la migración”, fue la respuesta de Miller a la candidatura de Mamdani, una agresión a los casi un millón de musulmanes que viven en la ciudad de Nueva York y representan actualmente alrededor del 10% del total de residentes. Es igualmente insólito que Miller proclame su preocupación por la discriminación contra los judíos, mientras estimula la intolerancia contra los musulmanes desde su poderosa posición en la Casa Blanca.
En resumen, abundan políticas y políticos que no tienen reparos en asumir la conducta de nativistas blancos protestantes que hasta hace unos años discriminaban a sus comunidades de origen: si antes fue contra católicos y judíos, ahora les toca a los musulmanes. Cada vez que llega una oleada de nuevos inmigrantes para trabajar en empleos que los estadounidenses consideran indeseables, establecer pequeños negocios y –más si deciden– participar en la vida política de su nuevo país, experimentan lo que constituye algo así como un rito de iniciación en Estados Unidos: la xenofobia.
A pesar de la enorme cantidad de recursos empleada en incitar al odio xenófobo/racial, Mamdani puso el foco en las políticas que sirven a la variada población de la ciudad de Nueva York, al mismo tiempo que se valió de su condición de inmigrante y de su identidad musulmana: “Seré un hombre musulmán en la ciudad de Nueva York. No dejaré de ser quién soy. No cambiaré mi forma de comer. No cambiaré la fe a la que pertenezco con orgullo. Pero hay algo que sí cambiaré: ya no me buscaré en las sombras, me encontraré en la luz”, declaró. Sin duda, su victoria supone un paso histórico en el ascenso gradual de los musulmanes a la élite política. Pero así como la elección de Barack Obama como Presidente incrementó el racismo contra los negros, la de Mamdani como alcalde podría enfurecer a los nativistas blancos –protestantes, judíos o católicos–, cultores de las violencias y la exclusión que definen a buena parte de los sectores dominantes en Estados Unidos. El ascenso político de Mamdani en el centro de gravedad del capitalismo occidental ha agudizado importantes y añejas contradicciones de la sociedad norteamericana, si bien hay que consignar que en Nueva York las minorías tienen mayor incidencia que en el resto del país, como se desprende de lo escrito hasta aquí.
Es curioso que miembros del coloniaje militante argentino en el gobierno, que han sido vecinos neoyorkinos y son visitantes frecuentes de Wall Street practiquen sólo una parte de las citadas tradiciones: la deslealtad con uno mismo, que consiste en olvidar los propios orígenes; en cambio, de racismo no han aprendido nada, lo practican al revés: convencidos de la superioridad estadounidense que explicaría la asimetría entre los respectivos desarrollos nacionales, justifican la subordinación incondicional al dominio de Estados Unidos mientras hacen negocios privados con deudas públicas.
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