No basta con alquilar

No podemos ser verdaderamente ciudadanas/os si la ciudad no nos pertenece literalmente

 

Estamos a un mes de la entrada en vigencia de la Ley N° 27.551, que reconoce nuevos derechos a las familias inquilinas y establece una regulación orientada al blanqueo impositivo de los contratos de alquiler y a la materialización de futuras políticas con relación al alquiler social.

Con esta Ley se retoma el camino de considerar que las relaciones que surgen del alquiler de una vivienda son de interés social y público porque el alquiler es un mecanismo para garantizar el derecho a la vivienda a la población y como este derecho tiene una faz individual y otra colectiva, su regulación no debe sujetarse únicamente a las relaciones de poder desequilibradas entre los contratantes ni quedar en el ámbito privado gobernado por el interés inmobiliario.

Este es un paso más hacia concebir que el acceso a la vivienda adecuada debe ser abordado como un derecho humano y como un servicio público, y que el alquiler debería ser parte de la gestión privada de dicho servicio público. El mismo formato que actualmente tienen el servicio público de la salud y de la educación que se encuentran conformados por una gestión pública y una gestión privada, pero ambas estrictamente reguladas por el Estado.

 

 

La inquilinización de las ciudades

Esta muy necesaria ley no debiera cerrar el debate sobre el alquiler soslayando los procesos de inquilinización que viven las principales ciudades del país. Al contrario, nos debería permitir avanzar hacia cuestionamientos más profundos y soluciones más complejas.

La problemática con relación al acceso a un bien y el ejercicio de un derecho se puede abordar desde dos perspectivas distintas. Una mirada focalizada en la situación de la persona o familia que analiza cómo pueden lograr el acceso al bien y al derecho desde una situación de carencia, es decir, cómo salir de la necesidad o déficit habitacional en este caso. La otra mirada es relacional, porque parte de un análisis comparativo sobre cómo distintos sectores de la población acceden a dicho bien y derecho, es decir, es una mirada puesta en el eje Igualdad/Desigualdad.

La Ley 27.551 principalmente se concentra en la primera mirada, en aminorar la carga de las familias inquilinas en el acceso y permanencia en una vivienda a través de su alquiler y en reducir el casi absoluto peso decisional de las/os propietarias/os.

Si nos quedamos con esta perspectiva estaremos evadiendo un proceso sustancial que está sucediendo en las principales ciudades del país, la conformación de una nueva división de clase social urbana por el incremento de la cantidad de familias inquilina. La propiedad inmueble se concentra cada vez más en un sector minoritario de personas o de empresas, mientras se incrementa la población que no tiene otra alternativa que alquilar para garantizar el acceso a una vivienda.

Por ejemplo, en la Ciudad de Buenos Aires, en el censo del año 2001, el porcentaje de familias inquilinas era del 22% (227.545 hogares). El censo del año 2010 indicó el 30% (343.443). En dicha década, los hogares inquilinos aumentaron en 115.898.

De acuerdo a la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC), en 2017 el porcentaje de inquilinos subió al 38% en la ciudad, es decir, aproximadamente 437.000 hogares. La Dirección de Estadística y Censo de la Ciudad informa que, de acuerdo a la Encuesta Anual de Hogares de  2019, el 35,2% de los hogares de la ciudad son inquilinos. En 2003, los propietarios alcanzaban el 64,4 % y en 2019 el 53,6%. Los inquilinos pasaron en el mismo período del 23,9% al 35,2%. No hay datos ciertos de la cantidad de familias inquilinas existentes, solo aproximaciones. El número podría estar llegando al 40% en la ciudad. La nueva Ley de Alquileres, al establecer la obligatoriedad del registro en la AFIP, colaborará a transparentar esta información, aunque dudamos que pueda llegar a incorporar los datos fehacientes del mercado informal de alquileres en las villas e inquilinatos.

En conclusión, se advierte una correlación directa: menos propietarios, más familias inquilinas. Desde los '90, cada diez años se incrementan en un 10% las familias inquilinas. Este hecho no está en el debate público ni aparece como una preocupación de la comunidad, lo cual llama en extremo la atención.

En el mundo se produjeron grandes tensiones sociales, revoluciones y guerras para determinar la propiedad de los medios de producción y de la tierra agraria. Dentro del capitalismo se saldó con la consolidación de la clásica división entre propietarios de los medios de producción (empresarios-empleadores) y los trabajadores en relación de dependencia (empleados).

En espejo, estamos viviendo cómo esta lógica de acumulación por desposesión se está trasladando a los “medios de reproducción” de la vida como es la vivienda en los ámbitos urbanos, y como de forma paulatina y silenciosa se va consolidando una nueva división social, la de los propietarios/as y la de las familias inquilinas.

Y al igual como en la primera existe una transferencia de plusvalía de los empleados hacia los empresarios dueños de los medios de producción, en la segunda las familias inquilinas realizan una gran transferencia de sus ingresos familiares a los propietarios de las viviendas. Esto implica una transferencia ingente de dinero todos los meses de la clase inquilina al sector de propietarios/as para que sigan apropiándose de más inmuebles y continúe la espiral ascendente de la concentración de la tierra urbana. Según una encuesta de Inquilinos Agrupados (Julio de 2019), las familias inquilinas destinan alrededor del 40% de sus ingresos al pago del alquiler. Un porcentaje que se eleva en jóvenes, adultos mayores y mujeres.

La falta de regulación adecuada está permitiendo que la vivienda tienda a concentrarse en manos del más fuerte, generando una tremenda distorsión de las leyes del mercado que debiera chirriar en los oídos incluso de los más acérrimos defensores del libre mercado y la propiedad privada. Los precios dejan de obedecer a criterios de razonabilidad (la dolarización del mercado inmobiliario es un buen ejemplo) para ser una forma más de ejercicio de un poder no democrático, por cuanto es una minoría no representativa que impone calidad y precio sobre la necesidad y el derecho de la mayoría.

Debemos ser muy cautelosos con quienes sostienen que el alquiler es la solución a la emergencia habitacional en el país dejando de lado la cuestión del acceso a la propiedad. Uno de los claros exponentes de esta nueva línea del neoliberalismo internacional es el BID que nos propone no mirar la desigualdad urbana que está en auge sino meramente cómo garantizar el acceso a una vivienda.

Esta es otra forma de universalizar el endeudamiento de la población. Las familias inquilinas a las cuales el sistema no les otorga ninguna alternativa para acceder a la propiedad de su vivienda se transforman en deudoras hasta el último mes de sus vidas. Otra forma de sujeción de las personas y de aggiornamento de la esclavitud a los tiempos modernos. ¿Podemos considerar que se garantiza un derecho humano solo si se transforma a la persona en una deudora perpetua? Ser deudor para acceder a un derecho implica en la práctica no ser titular del mismo.

La fractura social creada por el proceso de inquilinización de las últimas décadas ha emergido de forma dramática en este momento de pandemia. El progresivo endeudamiento y la incapacidad de pago (el 49% de las familias inquilinas del país no pueden pagar el alquiler)  acelera la necesidad de un tratamiento del Estado en la dirección de la igualdad urbana.

 

 

Democratizar la propiedad

La historia de la democracia en los Estados modernos está intrínsecamente ligada al derecho de propiedad y su relación con el poder real. El original derecho de voto “democrático” y la condición misma de ciudadanía se reconoció inicialmente sólo para el propietario. Por supuesto varón. Fue así en la Antigua Roma, y volvió a serlo en las distintas formas de representación política surgidas al final de la Edad Media. El “vecino” de una ciudad colonial hispanoamericana, para serlo, además de blanco y “español” debía cumplir los requisitos de ser mayor de edad, tener una propiedad inmueble a la que se llamaba solar y medios para mantener su casa y su familia. De lo contrario, era un nadie a efectos del gobierno de la ciudad. Si era mujer, ni siquiera entraba en la ecuación. La historia del voto argentino desde su reconocimiento teórico hasta la Ley Electoral de Sáenz Peña en 1912 es ilustrativa de la relación entre propiedad y poder político. En la promesa de la modernidad, la soberanía política del pueblo estaba atada a la existencia de una sociedad de propietarios.

Urge democratizar y regular el mercado de alquileres, pero más urge democratizar la propiedad urbana. Es hora de hablar de una gran Reforma Urbana partiendo de la función social y ecológica de la propiedad. Es tiempo de que cuando hablemos de igualdad con relación a la tierra claramente se entienda que hablamos de que todas/os seamos propietarias/os (de propiedades individuales, colectivas, comunitarias, etcétera). No debemos conformarnos con hablar del alquiler como el mínimo garantizado del derecho a la vivienda, sino que debemos discutir los topes al ejercicio de un derecho para así cuestionar la concentración de la propiedad de los inmuebles. Para terminar con la pobreza habitacional debemos discutir la igualdad de la propiedad urbana.

No debemos renunciar a la lucha por la propiedad. No podemos ser verdaderamente ciudadanas/os si la ciudad no nos pertenece literalmente. La propiedad no es ajena al Derecho a la Ciudad, a la Democracia Participativa y a la soberanía del pueblo. Estamos frente a una distopía y para que no se haga realidad debemos partir de que la deuda es con las familias inquilinas.

 

 

 

 

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