El vienes 8 de agosto en una cadena nacional Javier Milei reitero que el objetivo de su gestión es el superávit fiscal. Acusó al Congreso de impulsar un conjunto de leyes dirigidas a destruirlo y recordó “tantos esfuerzos (que) nos ha costado a todos los argentinos” conseguirlo. Lo calificó con “la piedra angular para la recuperación económica”. El discurso podría ser una reiteración del estribillo con el que inició su mandato: “No hay plata”.
Fue intenso, llegando a recurrir a una figura fúnebre de dudoso gusto, desafiando al Congreso si escalaba en una confrontación que llevara a concluir con su mandato, tema por cierto delicado ya que para ello se requiere formalmente el voto de dos tercios de cada cámara, justamente un número que fue bordeado por la heterogénea oposición en algunas votaciones recientes. De suyo, semejante escenario requiere políticamente de condiciones que hoy ni remotamente existen (subrayo el término hoy). Sin embargo, menear este asunto no parece una decisión feliz de Milei porque marca más la debilidad que la fortaleza de su gobierno.
Volviendo a la defensa del superávit fiscal, intentó mostrarse tan dispuesto a sostenerlo al punto de vetar gastos en políticas para jubilados, salarios docentes, salud y discapacidad, en actos que mezclan el desconocimiento de derechos con la negación de la compasión.
Sin embargo, dos días antes, el miércoles 6 de agosto, el mismo Milei, sin ponerse colorado por la contradicción, firmó el decreto 563/2025 mediante el cual –usando una competencia del Congreso que el Poder Ejecutivo no tiene– redujo a cero los derechos de exportación que pagan las empresas mineras sobre un conjunto importante de minerales. Es decir, le bajó los impuestos a empresas de alta rentabilidad.
No hay que ser un genio en economía para darse cuenta de que, si el superávit fiscal es la diferencia entre ingresos y egresos, tan relevante es determinar la prioridad en los gastos como establecer las fuentes de los ingresos.
En su decisión, más allá de las magnitudes económicas, que no están claras, la decisión valorativa es expresiva y alarmante. El Presidente prefiere maximizar las ganancias de uno de los pocos sectores a los que le va bien, lo que prueba que no necesita el incentivo fiscal de la reducción de los impuestos, aun a costa de relegar gastos para los necesitados.
Impacto fiscal y debate democrático
Es necesario ser prudente en cuanto a la magnitud de la medida, esto es, cuánto resigna el Estado de recaudar, aspecto poco desarrollado en los considerandos del decreto.
Voy a citar fuentes poco académicas, pero creo que idóneas para, al menos, tener un panorama. Según el sitio Chequeado, en 2024 las exportaciones de productos minerales significaron ingresos en concepto de derechos de exportación por un total de $ 566.942 millones de acuerdo con datos de ARCA. Pero no es claro que el impacto fiscal del decreto tenga esa dimensión pues, aparentemente, si bien se eliminan las retenciones al cobre y se mantiene en cero las del oro –lo que según los medios ya regía la alícuota reducida en razón de que en diciembre de 2023 venció el plazo por el que habían sido impuestas y ni el Congreso ni el PEN se preocuparon por prorrogarlas–, la exportación del litio y la plata seguirían tributando con la alícuota del 4,5 %.
Es preocupante que la tributación de uno de los sectores más rentables no sea clara, transparente, justa, debidamente estudiada y, fundamentalmente, producto de un debate democrático, con amplia participación social, de las provincias y las comunidades afectadas –beneficiadas y perjudicadas–, desarrollado en el Congreso de la Nación, que es el único órgano con competencia constitucional para imponer y eliminar impuestos.
El Ejecutivo sigue violando la Constitución
Desde El Cohete insistimos reiteradamente (ver Anarco-emperador, entre otros artículos) en que el Presidente usurpa competencias del Congreso al legislar mediante decretos de necesidad y urgencia (DNU), emitiendo normas de rango legal, por sí y ante sí, que quedan vigentes por el mero silencio de las cámaras o aun con el rechazo de una de ellas, como ocurre con el ya escandaloso DNU 70/23, vigente aunque fue rechazado por el Senado de la Nación.
El Presidente sigue legislando y para peor en materia tributaria, para lo cual no puede acudir a los DNU. El atajo inconstitucional es invocar una delegación y legislar mediante un decreto delegado. Pero el asunto es aún más grave, porque no existe una delegación de esa competencia de parte del Congreso que esté vigente.
La facultad de fijar derechos de exportación es del Congreso (artículo 75 inciso 1°, Constitución Nacional). Es discutible si puede ser delegada en el Presidente invocando el artículo 76 de la Constitución. Pero aun suponiendo que sea admisible, actualmente no existe tal delegación.
La que invoca Milei es la vieja norma del Código Aduanero (artículo 755, ley 22.415) que caducó por la decisión de la Asamblea Constituyente de 1994, que así lo dispuso en la cláusula transitoria octava de la Constitución [1].
Dicho claramente: no existe ninguna autorización del Congreso al Presidente para legislar en materia de derechos de exportación.
El Congreso debe debatir sobre minería
Urge que el Presidente deje de usurpar competencias del Congreso. Urge también que el Congreso discuta el tema minero, en su totalidad.
El actual Código de Minería está pensado en base a una concepción de los recursos naturales que atrasa casi dos siglos. Contiene un régimen de apropiación ilimitada del recurso cuya base ideológica es de principios del siglo XIX cuando, decía Roscoe Pound, el capitalismo creía que los recursos naturales eran inagotables, que no son de nadie (res nullius) y que se debe promover la apropiación por los privados, prohibiendo al Estado realizar minería.
Personalmente, creo que el proyecto del diputado Sergio Acevedo plantea un buen debate, pero hay muchos otros y lo realmente imprescindible es que sea el Congreso el que analice, debata y decida sobre este importante asunto.
El temario debe abarcar un nuevo código de minería que resuelva un modo racional de administración del recurso. También el tema ambiental y, por supuesto, el tributario. Es obviamente complejo porque conlleva rediscutir un equilibrio entre el proyecto de Nación y las autonomías provinciales, titulares del dominio originario, decisión que merecería también alguna reflexión.
Lo que no es serio y genera enormes interrogantes políticos y morales es que un Presidente suba y baje alegremente los impuestos a una de las actividades económicas más rentables, más concentradas y que más crecieron, aun en el marco de la crisis que vivimos. Justamente una actividad que, según muchos observadores, sería uno de los motores de un nuevo modelo social y político, de depredación de los recursos naturales y exclusión de gran parte de la población.
Genera enormes interrogantes que los temas mineros pasen sistemáticamente por debajo del radar.
¿Es posible que la enorme contradicción conceptual del Milei del miércoles que reduce impuestos con el Milei del viernes que despotrica contra el Congreso invocando el superávit fiscal como estandarte no constituya un escándalo? ¿O que no sean motivo de análisis sus valores al reducir impuestos al que le va bien y despotricar por un pequeño beneficio al que lo necesita?
En definitiva, luego de décadas, las únicas dos intervenciones relevantes del Congreso respecto de la minería fueron la ley de desgravación de la época de Menem, cuando se decía que era el fin de la historia, y el antinacional RIGI (Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones) de Milei, que pasó mezclado en un sinfín de temas en un proyecto cambalache, cuya sanción debería hoy merecer la autocrítica de muchos legisladores que lo votaron en un marco poco claro de lobby empresario y autoelogios de “responsabilidad institucional”.
Nada de lo que se vincula al negocio minero se debate de modo transparente. Esa parece ser la pretensión de las empresas mineras y, por lo visto, una vez más, lo consiguen. Parafraseando a Quevedo: poderoso caballero es don Minero.
[1] Establece: “La legislación delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cinco años de la vigencia de esta disposición excepto aquella que el Congreso de la Nación ratifique expresamente por una nueva ley”. Esa legislación luego de 1994 se fue prorrogando por lustros durante muchos años hasta que caducó durante la presidencia de CFK, cuando el llamado Grupo A aceptó prorrogarla por solo un año. Cuando venció ese plazo se produjo la caducidad dispuesta por la Asamblea Constituyente.
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