Nostalgias de Garabombo el invisible

La indagatoria a Moira Millán narrada por su defensora

 

Manuel Scorza escribió, entre sus múltiples libros, uno que da cuenta de un indígena que llega a los tribunales y nadie parece verlo. Los empleados judiciales pasan indiferentes frente a él, como si no existiera. Esto se repite en el tiempo hasta que, finalmente, el propio Garabombo se termina convenciendo de que efectivamente se volvió invisible.

Ello puede ser un padecimiento o una virtud, según sean las circunstancias.

Moira Millan (en la foto principal junto a otro de sus defensores, Raúl Pytrula, de la APDH de El Bolsón), weichafe mapuche, miembro de la lof Pillañ Mahuiza y referente de las mujeres originarias por el buen vivir, le cuenta la historia de Garabombo al juez Guillermo Lleral, en el marco de una indagatoria. Moira está en los tribunales de Esquel, Lleral en la sede de su juzgado en Rawson, y el acto procesal se realiza por teléfono, mediante una videoconferencia de Whatsapp.

Moira no corre la misma suerte que Garabombo, muy por el contrario recibe la mirada atenta de quince agentes de la policía que se encuentran apostados en la calle sobre el edificio del juzgado federal de Esquel, de otros cuatro que están del lado de adentro –con papel en mano con los nombres de quienes nos encontramos autorizados a ingresar al edificio, que se encuentra cerrado con llave por dentro—; de cinco policías sin identificación que están en el primer piso, de cuatro con chalecos de la Policía Federal Argentina en el segundo y de dos agentes de seguridad mujeres, con unas pecheras color violeta, que custodian el tercer piso. A medida que vamos subiendo las escaleras hacia la oficina en la que se llevará a cabo la declaración indagatoria, veo a esta mujer indígena saludar cortésmente a cada uno de los miembros de las fuerzas de seguridad y, por momentos, la siento más grande y alta de lo que efectivamente es.

Estamos ahí para llevar adelante “un acto de defensa”, ironías de la jerga judicial.  La lideresa está acusada por la fiscal Valeria Ávila –la misma que pidió que se investigue por falso testimonio a un joven mapuche que declaró en un juicio haber sido torturado por la policía de la provincia del Chubut; la que decidió no levantar vainas de balas de metal en el Pu Lof en Resistencia Cushamen en una inspección ocular cuando se investigaba la desaparición forzada de Santiago Maldonado— de haber liderado a personas que irrumpieron el 20 de septiembre del 2017 en el juzgado federal de Esquel, manifestando que sólo se irían del lugar cuando el magistrado Guido Otranto renunciara a su cargo.

Un año después de aquellos hechos mal descriptos por la burocracia judicial y teñidos por el racismo de quien los invoca como reales, Moira le contó al juez –que la miraba a través de un celular— entre otras cuestiones, la historia de Garabombo.

Antes que nada le explica que el concepto de liderazgo —que se le imputa en la causa, y que justificaría que solamente ella este citada en las investigaciones— es inexistente para el mundo mapuche, ya que no cuentan con estructuras verticalistas del poder, estructurando su vida y sus relaciones a partir del pu newen. Se trata de fuerzas espirituales mediante las cuales se organizan y mantienen las relaciones entre las personas y con la naturaleza de un modo unido. La justicia para los mapuches es la restauración del orden armónico, para lo cual se deben reparar los vínculos y así restablecer los círculos de armonía.

Después recuerda que el 18 de septiembre del año anterior se llevó adelante un gran operativo de las fuerzas de seguridad en la Comunidad de Vuelta del Rio, por orden del juez Guido Otranto, en el marco de la causa en la que se investigaba la desaparición forzada de Santiago Maldonado. Ese allanamiento fue ejecutado por fuerzas federales a primera hora de la mañana, cerca de las 5:45 AM, de modo sumamente violento. Ingresaron a los domicilios de las familias Huilinao y Calfupan. Las fuerzas de seguridad mantuvieron esposados y tirados al piso a la intemperie a varios de los jóvenes de la comunidad y a dos personas mayores de 50 años, desde las 6 de la mañana hasta el mediodía. Helicópteros sobrevolaron la comunidad durante varias horas. Desde ese mismo día, mayores, adultos, jóvenes y niños manifestaron a través de sus voceros el gran malestar que sufrió la comunidad por el atropello con el que fue llevada la medida judicial.

Mientras ingresa en la formalidad de la audiencia el sonido de las trutrukas desde la calle como un modo de abrazo comunitario, ella continua muy pausadamente su relato. El 19 de septiembre, la comunidad en trawun –asamblea—, resolvió constituirse en el Juzgado Federal de Esquel a fin de hablar con el magistrado Otranto, para que escuche los testimonios de los lamngen que sufrieron vejámenes y torturas, y así tome conocimiento de las secuelas que ello dejaba en toda la comunidad. A la vez, querían pedirle que se investigasen los hechos y que se relevase de las fuerzas de seguridad a los gendarmes que habían cometido los abusos. También le dirían que no haber tomado los recaudos mínimos para impedir que la violencia policial se desplegara de ese modo, conociendo los antecedentes de graves violaciones a los derechos de los pueblos indígenas por parte de aquellas fuerzas, lo volvía “un mal juez”, y que por ello consideraban que debía dejar su cargo. Así fue que, desde muy lejos, consiguiendo vehículos que los transportaran, dejando ganado y tierra sin cosechar, el 20 de septiembre un grupo de integrantes de esa comunidad se dirigió al juzgado. Llegaron cerca de las 9 de la mañana. Una vez adentro pidieron hablar con Otranto. Como única respuesta recibieron que el juez no los iba a recibir, porque estaba muy ocupado. En ese momento resolvieron insistir, teniendo en cuenta que ya se encontraban allí, lo costoso del traslado y que lo que tenían para comunicarle era, por lo menos para ellos, de extrema gravedad.

Por varias horas estuvieron parados allí esperando, mientras desde el propio juzgado resolvieron cerrar las puertas del edificio e impedir que ingrese más gente –afuera no había más miembros de la comunidad—, y, sin la suerte de Garabombo, dentro y fuera de la dependencia judicial se pobló de policías que no les quitaban la vista de encima. “Incluso una ancianita que es autoridad espiritual nuestra se descompensó y solicitamos una silla para que pudiera estar un poco mejor”, afirmó. Durante aquellas horas no hubo incidente alguno, nadie levantó la voz, no hubo ningún hecho de violencia a excepción de la intimidación que generó la innecesaria presencia policial. Finalmente, antes de finalizar el horario de atención judicial se hizo presente Guido Otranto, quien escuchó los testimonios que le habían llevado, también le pudieron hacer las preguntas sobre las razones que lo llevaron a dictar aquel allanamiento, que para la comunidad resultaba tan injurioso y que había desencadenado altos niveles de violencia y le manifestaron que la comunidad consideraba que debía renunciar a su cargo. El magistrado escuchó con atención a cada lamngen, contestó y dio las razones que él tenía para haber realizado esa medida judicial, se comprometió a investigar los hechos de violencia institucional y por último, les requirió, también de buen modo, que se retiraran.

Hubo por ambas partes un profundo respeto que se vio traducido en el dialogo que mantuvieron [1]: “Vinimos hasta acá para decirle en la cara lo que estamos sintiendo”, “nosotros vinimos hasta aquí porque queremos ejercer el valor de la palabra”, “no queremos más represión en nuestra comunidad”, “nosotros venimos hasta acá, de manera pacífica a decirle señor juez Guido Otranto”, “pidiendo justicia, veníamos con la intención de pedirle la renuncia, pero ahora estamos hablando”, “venimos de manera muy respetuosa (…) acá estamos ejerciendo el valor de la palabra”, “es claro ustedes podrían haber venido a charlar a la comunidad y a conocer a la gente”, son algunas de las expresiones que los miembros de la comunidad enunciaron aquel día. Por su parte, el juez expresó: “Lamento la situación que han tenido que atravesar”.  

“Yo le pediría que renuncie, por favor, nos daría paz”, le manifestó Moira ese día, haciendo de vocera, sin saberlo, de millones que pensábamos eso en aquel momento y no teníamos la oportunidad de decírselo a Otranto.

Tal como está acreditado en la causa, cuando termina el dialogo con el funcionario, todos los presentes se retiran de un modo respetuoso, hasta silencioso.

Antes de terminar el acto formal de la indagatoria, y de expresar el estupor que le generaba estar acusada en esa causa, como el sufrimiento que le acarrea en el cuerpo, Moira le reclama, le pide, lo invita al juez Guillermo Lleral a que restablezca el orden armonioso quebrado aquel 18 de septiembre –de 2017, de 1890, del año que uno elija situar— y ponga las cosas en su lugar: que por una vez,  los indígenas dejen de sufrir todo tipo de humillaciones, “porque en este país la vida indígena esta devaluada, porque los cuerpos indígenas son sacrificables”.

Les traduzco al lenguaje judicial: que la sobresean. Y agregó: y que le pidan perdón.

 

 

 

[1] Textuales extraídos del audio de la conversación que se mantuvo obrante en el expediente judicial.

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