Novedades del frente oriental

Repolitización en clave bélica

 

Sin novedad en el frente (1929) es la traducción establecida del título de Erich Maria Remarque, pero omite una palabra del original: el frente es el occidental. El libro se convirtió en el primer best seller de la moderna industria editorial alemana y narra los espantos de la lucha de trincheras durante la Gran Guerra (1914-1918). La literatura de Remarque no perduró como la de otros autores de la época que también escribieron sobre el tema, Jünger o Hemingway, aunque su novela tuvo tres adaptaciones al cine a lo largo del tiempo. La primera, estadounidense y contemporánea al libro, logró dos Oscar; la última, alemana, compitió en la reciente edición del premio y obtuvo cuatro. Hollywood sigue la agenda mundial: la guerra.

Sólo que, en nuestros días, es el frente oriental el que aporta novedades. Mejor sería decir los frentes, puesto que el giro geográfico reconoce dos tiempos. Una fase inicial fue la invasión rusa a Ucrania, desenlace de una larga rivalidad con el Oeste, que desencadenó una agresión criminal. La siguiente también vino desplegándose lentamente desde hace años y se aceleró en los últimos meses, efecto probable de la eclosión de la anterior. Su epicentro se localiza aún más al este.

Se trata de la creciente tensión centrada en la isla de Taiwán entre Estados Unidos y China, los dos principales actores de la más reciente ola globalizadora del capitalismo iniciada en los años ‘90 y potenciada desde entonces. Esas dos grandes potencias se hallan muy interrelacionadas a nivel comercial e industrial, pero también compiten de manera cada vez más feroz por espacios de influencia económicos y geopolíticos. Ahora empezaron a afilar sus espadas. La idea dieciochesca de que “el dulce comercio” atemperaría los conflictos militares, puesto que representaban un bárbaro obstáculo a la civilizada prosperidad mercantil, quedó otra vez en entredicho.

 

 

Desglobalización

Taiwán es una isla que China reclama como propia y que fue ocupada por las fuerzas derrotadas por la revolución maoísta de 1949. El país tiene un estatuto muy singular: se declara independiente, pero no es reconocido por la ONU, sino sólo por trece Estados, incluyendo Paraguay, el Vaticano, algunos centroamericanos y ciertas islas del Pacífico. Estados Unidos jamás lo reconoció formalmente, sin embargo lo protege con su fuerza militar y parece dispuesto a ir a la guerra para desafiar las pretensiones de China.

Taiwán está situada a solo 200 kilómetros de la costa china y por ese estrecho marítimo transita una parte sustancial del comercio mundial. Dato significativo: la isla es la sede de una de las mayores fábricas de semiconductores, componentes esenciales de cualquier computadora, popularmente conocidos como chips. Están presentes en los más diversos artefactos, desde celulares hasta misiles. Taiwán Semiconductor Manufacturing Company (TSMC) no produce los mayores volúmenes, sino las variedades más sofisticadas. Como resultado de las crisis en los frentes orientales, Estados Unidos aceleró el proceso de repatriación de industrias y una de las primeras fue la de producción de esos sensibles elementos. Está construyendo una planta avanzada en Arizona a un coste multimillonario.

En un reciente artículo (en inglés), John Lanchester repasa la historia de estos ubicuos chips, que se remonta a los años ‘50 y que enseguida encontraron una enorme demanda en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, lo que contribuyó a impulsar su desarrollo y abaratar su producción. Atraídos por los bajos salarios, en los años ‘60 los emprendedores estadounidenses comenzaron a instalar fábricas en Hong Kong. Tras la derrota en Vietnam, Estados Unidos promovió la producción en otros países del este asiático que buscaban protegerse del comunismo afianzando lazos con la superpotencia e impulsando sus economías con el fin de paliar el descontento social. Pero fue en Taiwán donde un ejecutivo de la firma Texas Instruments, nacido en China continental y educado en Harvard, recibió el encargo oficial de crear una industria de punta y fundó TSMC. Única en el mundo, esta empresa es capaz de crear chips tan minúsculos que equivalen a la mitad del tamaño del virus que causó la pandemia, escribe Lanchester.

Según este autor, China invierte más dinero en importar chips que petróleo. En una clara declaración de guerra, en apariencia solo comercial, pero sin duda agresiva, el gobierno de Joe Biden prohibió en octubre de 2022 la exportación de semiconductores a China. La medida alcanzaba a las compañías de su país o a las de cualquier otro que utilizaran tecnología estadounidense para su manufactura, vale decir que la prohibición abarcaba a todas las compañías especializadas del mundo. Al impacto industrial de esta disposición debe sumarse el devastador efecto para el desarrollo de la tecnología militar.

China, sobre todo, y luego Rusia son los mayores productores de un material crucial para la fabricación de semiconductores, el silicio, con cuyo nombre inglés bautizó un valle famoso de California, el Silicon Valley donde hace siete décadas se comenzaron a desarrollar los semiconductores que llevarían a los chips. La zona saltó esta semana a las noticias porque un banco que hizo de ella una marca se encuentra al borde de la quiebra, contagió a otras entidades financieras y desató un tembladeral global.

De algún modo los semiconductores fueron el elemento más simbólico de la globalización digital. Fueron inventados en Estados Unidos, son producidos en Asia Oriental con materiales de proveedores lejanos mediante increíbles tecnologías aportadas por distintos centros europeos y transportados a través de los continentes para ser utilizados por todo el mundo. Finanzas y digitalización también sellaron una alianza duradera, no siempre para beneficio de la primera. Los problemas del Silicon Valley Bank, según se repitió esta semana, generaron una corrida de ahorristas que, para recuperar sus depósitos, no necesitaron levantarse de sus asientos. Fue un pánico canalizado por Internet.

Pero el dominio de la tecnología parece crecientemente signado por un ambiente opuesto al vigente hasta ayer. En la actualidad la conversación económica gira alrededor de la repatriación de cadenas económicas y la desglobalización. Es cierto que, antes de la crisis ucraniana, la pandemia —quizá el último y enorme episodio de la globalización— ya había proyectado su mortífera amenaza sobre la integración mundial. Tras la difusión global del virus, las vacunas circularon por todas partes, pero al mismo tiempo los Estados se replegaron defensivamente y sus fronteras se blindaron por largos períodos de tiempo. El cierre sanitario fue el prólogo al proteccionismo económico.

La repatriación es un movimiento que en Estados Unidos propugnó primero la derecha nacionalista, con Trump a la cabeza, pero que el gobierno demócrata de Biden también impulsa. E incluso va más allá, puesto que incluye la atracción de industrias europeas a las que les ofrece en su territorio subsidios y energía más barata de la que ahora les provee por vía marítima dado que bloqueó la provisión rusa a precios mucho más convenientes. La globalización de finales del siglo XX implicó un gran proceso de deslocalización de empresas occidentales en busca de países con menores salarios y sindicatos débiles o inexistentes. Esa tendencia parece comenzar a revertirse, por motivos políticos.

 

 

Retorno de lo reprimido

La guerra en Ucrania ha cambiado muchas cosas de manera súbita. La más evidente ha sido el escenario internacional; nadie puede pensar en ella como un conflicto apenas regional. Esa guerra definió nuevos teatros estratégicos, reformuló alineamientos y alteró los criterios para considerar la coyuntura. Desde los años ‘90, tras el fin de la Guerra Fría, la palabra de orden fue esa repetida frase atribuida a Bill Clinton: “Es la economía, estúpido”. El conflicto ucraniano sugiere que “estúpido” es quien se concentra exclusivamente en la economía. En consecuencia, la otra novedad que aportan los frentes orientales es el lento retorno de lo que pensadores del pasado denominaron “el primado de la política”. Durante el auge de la globalización se especulaba con el fin de la política y el ocaso de los Estados nacionales. Esto parece estar cambiando.

La Gran Guerra sobre la que escribieron de manera tan personal Remarque y muchos otros (la literatura produjo casi un clásico por país beligerante) fue la manera en que se dirimió el conflicto entre potencias europeas imperialistas e hizo retroceder a la  globalización capitalista del siglo XIX. La siguiente conflagración, según algunas miradas históricas, estalló debido a las tensiones acumuladas en la resolución de la primera a las que se añadieron las derivadas de la tremenda crisis económica que comenzó en 1929 y se prolongó durante años. Si la invasión rusa a Ucrania señalara el comienzo de una especie de Tercera Guerra Mundial, sus orígenes acaso puedan rastrearse en la crisis económica desatada en 2008, mientras que sus efectos quizá sean también un freno a la eufórica globalización surgida en los años ‘90 con el arrasador triunfo del capitalismo sobre sus rivales comunistas del Este europeo.

Caso histórico singular, el mundo comunista se derrumbó sin provocar una conflagración de proporciones, si bien provocó varios conflictos regionales. Pero el resurgimiento político de la potencia atómica rusa y el rampante camino hacia la hegemonía de la potencia china —una sin dudas capitalista, la otra nominalmente comunista— parecen estar generando un ambiente mundial combustible donde no solo pueden explotar los derivados del petróleo o de la dinamita, sino del uranio o del plutonio y llevar a una catástrofe nuclear. Una guerra puede reconocer muchos orígenes, pero la guerra es siempre política y acapara el escenario cuando se hace presente. El pequeño gran problema de esta repolitización en clave bélica de un mundo en desglobalización es que una guerra atómica acabaría con todo, incluso con la política.

 

 

 

 

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