Nuestra miseria planificada

La historia se repite, con asombrosa impunidad

De la Rúa & Cavallo, última escala antes del final.

 

El 18 de diciembre del 2000, al año de haber asumido, el Presidente Fernando de la Rúa anunció el Blindaje, un rescate financiero de unos 40.000 millones de dólares impulsado por el Fondo Monetario Internacional que, según el gobierno, sería el inicio del tan esperado despegue de la economía argentina: “Esta es una gran noticia para el país. No debemos voltear el optimismo”, declaró durante una solemne conferencia de prensa convocada en la Casa Rosada, con el gabinete en pleno. “Hemos eliminado la incertidumbre que había respecto del caso argentino”, explicó por su parte el ministro de Economía, José Luis Machinea. No sin cierto candor, ambos consideraron que el salvataje financiero tranquilizaría a los acreedores externos e impulsaría el maltrecho empleo.

Para el FMI, este crédito colosal destinado a pagar los créditos previamente asumidos y escapar al riesgo del default impulsaría una lluvia de inversiones hacia la Argentina, ante la certeza de que el gobierno no dudaría en pagar sus deudas a cualquier costo, incluso retaceando sueldos y jubilaciones. Es bueno recordar que 20% del presupuesto del 2000 estaba destinado al pago de la deuda soberana. Sin saberlo, el organismo invocaba así el espíritu del Presidente Nicolás Avellaneda, quien, frente al riesgo de no poder afrontar el pago de la deuda externa, afirmó: “Millones de argentinos economizarían hasta sobre su hambre y sobre su sed para responder a los compromisos con los mercados extranjeros”. El hambre y la sed no alcanzaron: Avellaneda tuvo que impulsar una fuerte reducción de la inversión pública, el despido de unos 6.000 trabajadores estatales y un ajuste salarial del 15%.

Las negociaciones con el FMI habían empezado el año anterior, cuando el gobierno de De la Rúa proyectó un “ahorro” de 800 millones de pesos para 2001. Como establece el manual neoliberal, el “ahorro” estaba conformado por recortes salariales de los trabajadores estatales y de jubilaciones. Machinea planeaba también un recorte adicional del 13% promedio en todas las jurisdicciones (un poco menor al de Avellaneda, digamos todo). De la Rúa había anunciado el juego: “He tomado medidas drásticas de ahorro y duelen, lo sé. Me duele a mí tomarlas. ¿Pero alguien puede pensar que las hubiera tomado si no hubiese estado convencido de que traerían buenos resultados en el futuro, si no supiese que esto es lo que debemos hacer para que nuestro querido país comience a crecer de una buena vez? El futuro me dará la razón”. Por alguna extraña razón, las medidas virtuosas para la ortodoxia económica son siempre dolorosas para las mayorías. Al parecer, los futuros venturosos requieren de presentes calamitosos.

 

Anuncio del blindaje: De la Rúa, Machinea y Bullrich.

 

Contradiciendo al Presidente, el futuro no le dio la razón. La implementación del Blindaje no aportó ninguna lluvia de inversiones, ni tampoco disminuyó la incertidumbre financiera; pero el ajuste –es decir, el precio a pagar para obtener ese salvataje– tuvo un efecto recesivo demoledor, con la consiguiente caída del consumo. A los pocos meses, habiendo pedido la renuncia del ministro Machinea y también la de su reemplazante, Ricardo López Murphy el Breve, De la Rúa se encomendó a Domingo Cavallo. Su expectativa era que el padre de la Convertibilidad –o, mejor dicho, el padre del monstruo– encontrara la salida a la crisis. Cavallo propuso una nueva estafa, el Megacanje, que consistió en un acuerdo con acreedores privados y organismos multilaterales de crédito para postergar los pagos en concepto de capital a cambio de una mayor tasa de interés. El resultado fue un pasivo inmenso para Estado nacional que no aportó ni lluvias, ni inversiones, ni tampoco el fin de las turbulencias financieras, que sólo consiguió potenciar.

Un año después de anunciar con solemnidad el Blindaje, y luego de que el FMI le bajara el pulgar, De la Rúa escapaba en helicóptero, dejando un país en llamas y un tendal de muertos.

En marzo de este año, el ministro Luis Caputo, el Timbero con la Nuestra, anunció un nuevo préstamo del FMI –esta vez por 20.000 millones de dólares– y aclaró que se trataba de un acuerdo “diferente a los otros acuerdos”. Además, destacó que, con el financiamiento conseguido, las reservas del Banco Central alcanzarían casi 50.000 millones de dólares, lo que nos alejaría de cualquier turbulencia financiera y nos aseguraría, ahora sí, la lluvia de inversiones y coso: “Estos nuevos fondos no van a ser para financiar gastos, sino para recapitalizar el activo del Banco Central”, advirtió y, ya en pleno frenesí, agregó: “Para nosotros hacer política es para servir al pueblo. Vinimos para hacer una Argentina grande y queremos que nos acompañen en este proceso”.

 

 

Esta semana, apenas un mes después que el Presidente y el equipo económico en pleno aullaran al unísono que el dólar “flota”, el ministro Caputo anunció exactamente lo contrario: “Vamos a vender hasta el último dólar en el techo de la banda, el programa se diseñó así y está hecho para que los dólares, tanto los del Banco Central como los que hemos comprado, sirvan para defender el techo de la banda”.

¿Qué pasará cuando el Banco Central venda su último dólar? Probablemente para ese entonces, el Timbero con la Nuestra esté de vuelta en la agradable playa de Ipanema, pidiendo su segunda caipiroska. En todo caso, el Central cumplió con creces la amenaza del ministro: en apenas tres días: quemó 1110 millones de dólares, según datos oficiales.

Como ocurrió con el préstamo del 2018, el de este año tampoco tuvo un destino productivo. Lo que este gobierno llama inversión es apenas especulación financiera garantizada por un Estado bobo. Es por eso que los ministros de Economía de los gobiernos de derecha, hoy extrema derecha, son en realidad secretarios de Finanzas inflados al helio: sólo les interesa la timba financiera y se alegran cada vez que logran endeudarnos un poco más. No hablan de producción, salarios, jubilaciones, desarrollo, puertos, represas, universidades, rutas, hospitales o centrales nucleares. En el país que sueñan (Perú, según el ministro Caputo; Paraguay, según el Presidente) todo eso sobra, ya que, en el fondo, sobramos millones de argentinos.

Tal vez la verdadera novedad de este nuevo ciclo de endeudamiento con el FMI resida en que se lleva adelante con una impunidad asombrosa. Al menos, Christine Lagarde –la titular del organismo internacional de la que debíamos enamorarnos– se hacía la indignada por el uso de reservas para mantener el dólar planchado y hasta llegó a exigir –y conseguir– la renuncia de Caputo como presidente del Central. Hoy el Fondo es un socio declarado del gobierno de Milei, al que su titular llamó a votar, y acepta sin chistar que los amigos y mandantes del equipo económico que buscan salir de la bicicleta financiera en pesos consigan los dólares subsidiados, cuya deuda pagarán varias generaciones de argentinos.

Esa impudicia puede tener un efecto virtuoso: debería servirle al peronismo cuando vuelva al poder –y eso ocurrirá más temprano que tarde– para rechazar el endeudamiento delictivo con el Fondo; ya no con el manual de procedimientos del organismo, como hizo el ministro Martín Guzmán, sino desde la política. De hecho, ningún país desarrollado aceptaría las directivas catastróficas que el organismo internacional impone a los argentinos desde hace décadas.

Como explicó Mercedes D’Alessandro, economista y candidata a senadora de Fuerza Patria: “El FMI le dio un préstamo político a Macri y otro préstamo político a Milei: el Fondo es nuestro enemigo político”.

O dicho en términos de Rodolfo Walsh, el FMI es nuestra miseria planificada.

 

 

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