Nueva Roma

Cómo saber si estamos asistiendo a la muerte de un imperio

 

En estos días, cada vez que recuerdo que hay elecciones al norte del continente, la duda que se adueña de mi cabeza no pasa por quién ganará —es decir, si Joe Biden logrará desbancar a Trump—, sino que remite a una preocupación más grande: ¿se termina el Imperio Estadounidense? Creí que era el único delirante en dedicar tiempo a especular así, pero mientras surfeaba por la red descubrí no sólo un artículo de la revista Mother Jones que hablaba del tema, sino dos. Uno de ellos consultaba a Cullen Murphy, autor de un libro de 2007 cuyo título es: ¿Somos Roma? (Are We Rome?) El otro estaba escrito por Patrick Wyman, doctor en Historia, y tenía un título sugestivo: ¿Cómo saber si estás siendo testigo de la muerte de un imperio?

El parámetro al que acudimos para pensar estos fenómenos es el que fijó Edward Gibbon al publicar su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. (El primer volumen salió en 1776, año de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos. Wyman dice que "los Padres Fundadores" [Founding Fathers] de su patria eran estudiosos y admiradores de la Antigüedad, y que los señores del sur admiraban a la aristocracia romana, al punto de emular su dependencia de la esclavitud. Insisto en la idea de Mark Twain: nadie piensa seriamente que la Historia se repite tal cual, miméticamente, pero no me digan que no tiende a buscar la rima.)

 

 

Edward Gibbon, el dueño del copyright de la caída.

 

 

El modelo Gibbon es tentador, porque lleva a pensar en un derrumbe estrepitoso: más que caída, porrazo. Cuando algo tan monumental se desploma, lo mínimo que uno espera es que haga un ruido bárbaro. Y algunas condiciones parecen dadas para ese espectáculo. Wyman admite que la versión más popular de la historia actual podría tener por protagonista a cierto "mujeriego serial, dos veces divorciado, artista de la mentira", de dudosa cabellera y aún más dudosos principios, a quien no costaría nada convertir en el villano y cargarle la cuenta de la debacle del imperio. Murphy llega al punto de comparar a Trump con el emperador Commodus. (Lo dejo en latín para no dar pie a confusiones. En nuestro país, cuando decís "el emperador Cómodo" pensás en Mauricio indefectiblemente.) Este Commodus es el mismo que Joaquín Phoenix interpretaba en Gladiador, sí. El hijo del admirado Marco Aurelio, a quien le decían "el rey filósofo". Pero el pibe le salió sin filo. Según Murphy, Commodus era un soberano "espantoso, decadente, descerebrado (brain-dead)".

 

 

El emperador Commodus, disfrazado de Hércules. Nuestro emperador Cómodo se disfrazaba de Presidente, nomás.

 

 

Aun así, ambos expertos coinciden en que los imperios no se desbaratan a causa de una única razón, ya sea guerra perdida, crisis económica o peste. Es verdad que Roma había sufrido dos saqueos, a manos de los visigodos en el año 410 D.C. y de los vándalos en el 455 (ninguno de los cuales destruyó la ciudad, ni le impidió seguir funcionando); y que entre los años 476 y 480 dejó de haber un emperador que reclamase potestad sobre el territorio que Roma había llegado a dominar, "entre las arenas del Sahara y los páramos del norte de Britania". Pero no existió un momento puntual durante el cual se viniese abajo la estantería. "No fue un único colapso —dice Murphy—, sino más bien un deterioro lento, pesado, confuso". Tanto es así, sugiere, que si te topabas con alguien de la Galia, o de Hispania, o de África y le preguntabas: "Che, ¿escuchaste lo de la caída de Roma?", lo más probable era que no tuviese ni puta idea respecto de qué hablabas.

 

 

 

 

Sin embargo, en lo que también coinciden estos dos es en que existen semejanzas entre la decadencia de la Roma clásica y la de Estados Unidos. Menos dramáticas y coloridas que Trump y Commodus, pero a la vez más profundas — estructurales.

Empezando por el tema de la expansión militar por el mundo. Si se la compara con la realidad de las legiones romanas, la Casa Blanca cuenta con ventaja tecnológica. No necesita desparramar tanta gente, contando con drones y misiles. Pero estos chiches cuestan un huevo, al igual que los contratos con las compañías de mercenarios; el stress no llega entonces por falta de personal, sino por asfixia económica (¡dinero que se va por la canaleta de la "seguridad planetaria" y el armamento!), a consecuencia de lo cual el Estado pierde capacidad de solventar tareas esenciales al bienestar de su pueblo — mientras se malquista con el resto del mundo: el mal negocio proverbial.

 

 

Un embajador de la diplomacia tecnológica de los Estados Unidos.

 

 

"La clave del asunto —dice Wyman— pasa por las exenciones impositivas para los ultra-ricos, los cortes en los presupuestos de la salud pública, el suministro de agua contaminado por plomo... Los cimientos de esta situación han sido colocados mucho tiempo atrás, en el texto de leyes que nadie se molestó en leer, en elecciones locales a las que nadie les prestó atención, en discursos que nadie consideró dignos de comentario, en mil pequeños desastres que equivalen a mil pequeños tajos en el cuerpo político".

La tormenta perfecta: desperfectos que dejan de ser aislados para encadenarse y potenciar sus efectos, mientras todo empieza a funcionar mal, la entropía se impone y entonces sí llega el empujón, o empujones, que despeñan al imperio hacia el abismo simbólico: "La crisis política, la pandemia, la catástrofe climática, que en realidad no quiebran el sistema —dice Wyman— sino que muestran cuán quebrado estaba desde antes". El tipo o tipa que editó el texto de Wyman en Mother Jones tuvo el tino de responder lo que planteaba el título (¿Cómo saber si estás siendo testigo de la muerte de un imperio?) en la bajada misma: Fijate en las pequeñas cosas.

Eso explica la pregnancia de la sensación que sugiere que, pase lo que pase el martes, nada esencial cambiará.

"Lo que está roto —decía Margaret Mitchell en Lo que el viento se llevó— está roto".

 

 

 

 

 

This Is Us

Todas las sociedades enfrentan desafíos, de manera constante. "La diferencia —dice el historiador Patrick Wyman— pasa por las estructuras que esa sociedad se ha dado: si son o no lo suficientemente sólidas para responder de manera efectiva a esos retos... Los Estados y sociedades exitosos son resilientes cuando se topan con problemas serios. Pero los imperios en decadencia no lo son".

 

 

Bob Woodward cuando Watergate, y ahora.

 

 

No hace falta ser politólogo o historiador para percibir signos de insensibilidad, por no decir inoperancia, en las instituciones de los Estados Unidos. Empezando por lo más alto. Esta semana, Bob Woodward —la mitad del dúo dinámico que investigó Watergate— difundió por televisión el audio de una entrevista con Jared Kushner, yerno y asesor presidencial, realizada durante la escritura del libro que el periodista acaba de editar, llamado Miedo en nuestro idioma (aunque se llama Rage, o sea Furia). Allí Kushner, muy alegremente, celebraba lo que vendía como habilidad política por parte de Trump al enfrentar la pandemia. Dijo que el Presi había sido un vivo bárbaro, al pasarle la responsabilidad del tema a los gobernadores y reservarse el liderazgo del movimiento anti-cuarentena. Y definió el rol que está encarando Trump en términos que sólo en su cabeza sonaron auspiciosos: "El Presidente es un cheerleader". La sólo imagen de Trump vestido como porrista —me refiero a las chicas que se visten y mueven del modo más expansivo durante los partidos de fútbol, pilares de la cultura popular del país— se parece mucho a una afrenta a la investidura presidencial. Pero además, como Woodward se ocupó de remarcar, transpira confusión respecto del rol de la primera magistratura.

 

 

Jared Kushner: ¿yerno presidencial o la reencarnación de Norman Bates?

 

 

Está bien que un Presidente anime a su pueblo durante una hora oscura, pero una cosa es darle fuerza y otra cosa mentirle, mandándolo desarmado a enfrentar la adversidad — que es exactamente lo que Trump viene haciendo desde que se desató la pandemia. Durante los mitines de la campaña repitió la misma idea que recalca desde hace meses: que en materia de coronavirus, la pandemia está "doblando la curva". En el fondo tiene razón: tarde o temprano la tendencia cambiará. Pero si los Estados Unidos pegaron el volantazo, lo están haciendo en la curva más extensa y abierta del mundo — una interminable, que se despereza mientras todos los indicadores en materia de contagiados y de muertos ascienden en línea recta.

La apresurada confirmación de la nueva integrante de la Corte Suprema, Amy Coney Barrett, es otro indicador de la desconexión del establishment con la realidad. Esta mujer es ultra-conservadora, y vino a sellar una disparidad irremontable en el seno de la Corte: de los nueve jueces, seis son de derecha. Un timing desgraciado, cuando la temperatura ambiente está llegando al punto de hervor. Trump viene alentando a las milicias armadas de ultraderecha —una de las cuales planeaba secuestrar y "juzgar" a la gobernadora de Michigan— mientras la policía sigue matando a ciudadanos negros como quien ve llover. El último fue asesinado esta semana en Filadelfia, conocida tradicionalmente como "la Ciudad del Amor Fraternal": Walter Wallace Jr. era bipolar, tenía un cuchillo y fue fusilado enfrente de su madre y de su hermano mediante —dicen— doce disparos, bala más o menos. En este contexto, forzar la tendencia ultra-conservadora de la Corte suena tan procedente como meterle un corcho a una botella encendida al mejor estilo Molotov. Es por cosas como estas que Woodward concluyó su intervención televisiva diciendo: "Estamos en curso de colisión con la Historia".

 

Dos imágenes del asesinato de Walter Wallace Jr. en Filadelfia.

 

 

Hace pocos días se estrenó aquí, allá y en todas partes la quinta temporada de una serie que se llama This Is Us. (Traduciendo mal y pronto, algo así como: Esto somos.) En esencia cuenta la historia de tres hermanos, dos blancos y uno negro: temática familiar, sentimental y bienpensante, de esas que disfrutamos los que no reprimimos el llanto. Habla de gente que se pregunta si está viviendo bien, disfrutando de la familia y siendo justa con aquellos que los rodean — o sea, la clase de cuitas que tienen quienes cuentan con laburo estable que permite llegar a fin de mes. Pero en el capítulo doble que abrió esta temporada, la serie muestra la intimidad de los Pearson viéndose asaltada, y doblemente, por la realidad histórica. En primer lugar, se hace cargo de la pandemia y deja ver cómo altera las dinámicas familiares. (A diferencia del Presidente, los Pearson usan máscaras y se distancian responsablemente.)

Pero los creadores de la serie hacen coincidir estos capítulos con el crimen de George Floyd, ese otro ciudadano negro al que la policía redujo y asfixió durante ocho minutos este 25 de mayo, hasta que calló la frase que repetía: No puedo respirar. Si bien es cierto que el crimen fue el enésimo de una cadena que no se cortó nunca desde que los Estados Unidos son los Estados Unidos, el episodio resonó como una crueldad intolerable sobre las pieles sensibilizadas por la pandemia. Y en la ficción de la serie mete una cuña entre el hermano negro, Randall (Sterling K. Brown) y sus hermanos blancos. Que siempre han sido la corrección encarnada respecto de la diferencia racial al interior del trío. Pero a partir del 25 de mayo, Randall percibe que la corrección política no alcanza, que el cariño, la sonrisa y la palmada de los blancos bienpensantes que tiene más cerca no están a la altura de lo que requiere la Historia.

 

 

Los hermanos de "This Is Us": adivine la diferencia.

 

 

Déjenme ponerlo de este modo: una de las series más populares, más mainstream, de los Estados Unidos, dramatiza en horario central el hecho de que la simpatía de los blancos ya no es suficiente, de que no militar ciertas causas en las calles equivale a complicidad. El establishment está corriendo las barreras tan a la derecha, con un Trump que define a Biden como un socialista radical —Biden tiene de socialista tanto como yo de albino—, que no es improbable que millones terminen preguntándose: si defender la justicia social, a las minorías raciales y de género, es socialista... why not?

Me pregunto si el día en que la curva se complete y las cenizas de Trump griten que tenían razón, el pueblo norteamericano volverá a las actividades que le eran cotidianas —pasear por un mall, hacer ruido con el pochoclo en el cine, ver un partido y corear los cantitos de las porristas— sin sentir que adquirieron un fulgor crepuscular del cual, me temo, nadie podrá desprenderlas.

 

 

 

Una al sur

Si el Imperio Estadounidense cabalga hacia el ocaso con paso cansino, ¿qué ocupará su lugar? (El hecho de que se considere que Trump desconocería un resultado adverso, recostándose sobre una Corte partisana, prueba hasta qué punto se espera poco y nada de las instituciones del Imperio.) Esa pérdida de ascendiente significaría, por mera física del poder, el acrecentamiento de otros jugadores: China y Rusia, para empezar. Pero lo más preocupante no es la identidad del nuevo sheriff, sino las características del poder con que se investirá.

Cullen Murphy cuenta que una vez le pidió a un estudioso de la Roma clásica, Ramsay MacMullen, que definiese la historia del Imperio en la menor cantidad de palabras posibles. Y MacMullen le respondió: "Pocos tienen más". (Fewer have more.)

Si la pax americana se debilita pero el poder que impera en su lugar sigue atado a esa lógica, no habrá sino un cambio cosmético. Por primera vez en la Historia, la tecnología le permite a los ultra-ricos desarrollar un imperio que no necesita de un asentamiento físico amurallado. Pueden explotar las fronteras nacionales en su beneficio, saltando a conveniencia de un lugar a otro, tributando poco y nada allí donde se les antoja. Durante el período clásico, las venas del imperio eran las carreteras romanas; en estos tiempos de nuevo imperio virtual —Nueva Roma, diría el Indio—, las venas por las que circula el poder son de naturaleza digital. Cambió el tejido conectivo, pero la búsqueda es la misma: los pocos de hoy quieren lo mismo que querían los poderosos de la época de los Césares — tener más. Y más. Y aún más.

 

 

 

 

 

Por eso imagino que haríamos bien en mirar a otra parte. (Por supuesto, sin dejar de estudiar los movimientos de los ultra-ricos entre cuyas patas de mamut correteamos.)

El otro día, cuando se cumplió la década de la muerte de Néstor, pude charlar cinco minutos con Lucía Cámpora, diputada, a quien no conocía personalmente. Ella me recordó que forma parte de una generación que empezó a circular por el mundo con el kirchnerismo. (Recién pisaba la adolescencia en el año 2003.) Y agregó que detrás suyo militan ya pibes y pibas que fueron críos en un país donde se ampliaban derechos a diario y la cana no tenía un poder omnímodo. Los más viejos, en cambio, pasamos buena parte de nuestra vida en un país donde las dictaduras eran habituales y los políticos no cumplían nunca con lo que prometían. En consecuencia, la ordalía de los cuatro años del emperador Cómodo en la Rosada tuvo para nosotros mucho de déjà vu; fue como despertar sobresaltados y creer que lo que Néstor anunció había sido en efecto un sueño, y nada más. En cambio, la generación de Lucía y de aquellos y aquellas todavía más jóvenes creció en una sociedad donde la vida era otra cosa, infinitamente —y literalmente— más amable. Para ellos el cuatrienio de Cómodo fue la excepción: una pesadilla que se despegaba de la realidad que conocían, de la que urgía despertar para enviarla de un shot al arcón de los malos recuerdos.

 

 

 

 

Algo similar huelo en el contexto latinoamericano. A nadie escapa que hubo una mano coordinando la ofensiva contra los gobiernos populistas. Le costó laburo, pero llegado el momento ganó tracción —siempre con malas artes, hay que decirlo— para imponer líderes conservadores en el lapso de pocos meses. Y la mayoría de nosotros, en particular los más viejos, pensamos que el tren de la Historia borraba las anomalías para regresar al carril de las elites que estuvieron siempre al servicio del Imperio. Pero en tiempo récord (porque cuatro o cinco años son un estornudo, en materia de tiempo histórico), los virreyes que llegaron al gobierno gracias a la Embajada clavaron las guampas en el barro y naufragaron ahí. Esta semana hizo un año que dimos vuelta la partida; y desde hace pocas semanas dejamos de estar solos, gracias a sucesivos éxitos de los procesos populares de Bolivia y de Chile. Lo cual sugiere que también hay generaciones frescas en otros países, que nacieron y se desarrollaron en una Latinoamérica un poquito más justa y no quieren renunciar al standard de vida que habían alcanzado.

Los gobiernos neoliberales patearon unos cuantos andamios, produciendo un daño no menor, pero no lograron arrancar los cimientos y las paredes levantadas por el populismo. Es verdad que, concluído el ciclo inicial de aquella construcción, parte de nuestro pueblo se dejó deslumbrar por las vidrieras de lo que un impune llamó la derecha moderna. (Apuesto a que está a cinco minutos de decir que cuando hablaba de derecha moderna no quería decir Mauricio, sino Horacito y Martincho.) Sin embargo, esa misma gente tardó poco en comprender que la mercadería de esos escaparates nunca estaría a su alcance, porque los dueños de la tienda no dejan de elevar su precio para que sea inaccesible. Entonces esa fracción del pueblo volvió a desplazar su masa en favor de las fuerzas políticas que representaban las transformaciones del siglo XXI — uno de cuyos rasgos más salientes es la vocación de integrar, y así potenciar, Latinoamérica.

 

 

 

 

Habrá que estar atentos a la capacidad de daño del imperio herido y a la elusiva naturaleza del poder de hoy, que teledirige economías con otro tipo de drones y de misiles. Pero esta segunda oleada de pueblos que se empoderan en Latinoamérica es auspiciosa, en la medida que consolide su juego de equipo: cuando los mandarines de la tecnocracia vuelvan a la carga, no debería resultarles tan fácil desarmar nuestra alianza, nuestro peso específico como región.

De momento las fuerzas reaccionarias desarrollan una oposición disolvente, al estilo del trumpismo que derriba la pared porque no tolera que ya no quede lugar a su derecha, poniéndose el techo de sombrero. Para creer que el peronismo está en contra de la propiedad privada, tenés que haber vivido los últimos 70 años en la guantera de un Oldsmobile o hablar desde la mala fe. Pero su agresividad agobia, esto es innegable. El gobierno se muestra abierto, conciliador, paciente, dispuesto a negociar con todos los actores de la escena, pero los perritos adiestrados del show del poder —los pitbullrichs, los terranovaresios— no paran de ladrar (¡wolff, wolff!) que la coalición gobernante debería llamarse Frente de Todos los Jacobinos, Leninistas y Maoístas. Son tan estridentes, y finalmente tan intolerables para tirios y troyanos, que no es improbable que el gobierno y las mayorías que los votaron terminen preguntándose: si defender la justicia social, a las minorías raciales y de género, es revolucionario... why not?

 

 

Dudo de que exista en Latinoamérica nada parecido a una vocación imperial. Lo único que queremos por acá, a la manera de Asterix y su aldea gala, es que los Césares du jour nos dejen en paz. La resiliencia exhibida ante los problemas serios de los últimos tiempos demostraría, a juzgar por el Teorema de Wyman, que las nuestras son sociedades exitosas. Quizás no en términos capitalistas, al menos de momento, pero sí en términos de política estricta, de consenso tácito entre las mayorías para bancar lo que haya que hacer con tal de que muchos tengan más. Si algo quedó claro en este último año es que no comemos vidrio —ni espejitos de colores—, y que el hecho de ser gasoleros no impide, si nos escorchan de más, pedirle a nuestros druidas que distribuyan pócima mágica y salir a ubicar romanos en su góndola. Y todos sabemos, al menos acá, con qué letra empieza la pócima que nos predispone a hacer la pata ancha.

Con lo que cuesta armar un full.

 

 

 

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí